Jueves 14 de noviembre de 2024

Mons. Castagna: 'Aleluya', un grito de júbilo pascual

  • 22 de marzo, 2024
  • Corrientes (AICA)
El arzobispo emérito de Corrientes considera que, en ese grito, los cristianos expresan "su fe en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte".
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En sus sugerencias para la homilía de este Domingo de Ramos, monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, considera que los cristianos “no pueden ceder a la tristeza, a pesar de las consideraciones sobre las impresionantes escenas de la Pasión", ya que “no formularíamos toda la verdad si olvidáramos el gozo de la Resurrección”. 

“La Pascua es todo: crucifixión, muerte, sepultura y Resurrección”, definió, y recordó: “María y los discípulos lloran al ver a Jesús desangrado por la flagelación y la Cruz, pero se alegran al verlo resucitado”. 

“La Iglesia se conmueve ante la Cruz y goza al contemplar a su Señor glorificado. ‘Aleluya’ es el grito de júbilo que se repite continuamente. En él, los cristianos expresan su fe en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte”, graficó. 

Monseñor Castagna señaló que “de esa victoria participan todos los hombres y mujeres de buena voluntad”, y consideró “importante identificar y calmar la misteriosa sed de infinito, en las fuentes abiertas por la Pascua”. 

“Es preciso identificar ese apetito, que todos padecen, con la Pascua, que lo satisface. Ardua y urgente tarea, que la Iglesia debe concretar, hasta el fin de los tiempos. Aunque se la intente silenciar, su presencia, desde Pentecostés, reclamará la atención del mundo entero al celebrar la Pascua”, concluyó.

Texto de las sugerencias
1. Cristo, aclamado por un sector del pueblo y despreciado por otro, del mismo pueblo. San Marcos nos relata la Pasión y muerte de Jesús. De esta manera, la Liturgia de la Iglesia inicia la Semana Santa. La llegada del Señor a Jerusalén está acompañada por un pueblo que cree en su mesianidad, por ello, repite la fórmula profética: “Bendito el que viene en Nombre del Señor”. Es preciso introducirse en el clima espiritual de una semana excepcional. La Liturgia está abocada a la vivencia de fe. El texto evangélico, referido a la Pasión y Muerte del Señor, logra su término y cumbre en la Resurrección. Este domingo inicia la celebración del acontecimiento más trascendente de la historia. Merece ocupar la atención de todos, aunque se lo intente minimizar hasta el extremo - en algunas naciones - de silenciarlo por completo. Su desaparición adopta versiones diversas, algunas con cierto maquillaje religioso, pero, igualmente negacionistas del acontecimiento auténtico. La Iglesia, durante la Semana Santa, lo mantiene vivo como principal hecho de la historia humana. El recuerdo estremecedor de la Pasión y Muerte de Cristo, interesa y compromete al mundo. A todos, incluso a quienes se empeñan en olvidarlo o negarlo. La razón de su importancia está expresada por el Evangelista Juan: “Dios amó tanto al mundo que entregó (mediante la Cruz) a su Hijo único”. (Juan 3, 16) A partir de ese acontecimiento los hombres no podrán negar que Dios los ama (hasta tal extremo). Porque constituye un acontecimiento, el más histórico, ya que produce un cambio, que afecta de manera decisiva a todo hombre - varón y mujer - y lo proyecta a la eternidad. La meditación de la Pasión de Jesús nos permite adoptar una fuerte espiritualidad filial; ante los indecibles sufrimientos de Cristo, capaces de expresar la inmensidad del amor del Padre Dios. La Liturgia de este domingo, y de toda la semana, predispone - a la comunidad cristiana - a una vivencia de fe, singularmente confrontativa. Es conveniente no desaprovechar cada celebración, despojándola de todo folclorismo indebido. Los corazones, bañados en la oración y en la penitencia, podrán vivenciar sinceramente lo que profesan.

2.- Sentido evangélico de la muerte. Como Cristo, y con Él, tenemos la ocasión de entender la muerte y el sufrimiento que conlleva, como parte de una vida, destinada a ser eterna. Jesús hace constante referencia a la eternidad, y a su propia muerte en Cruz. Él sufre y nos enseña a sufrir; muere y nos enseña a morir. Durante esta Semana Mayor celebraremos la Muerte y Resurrección de Jesús. Celebrar es hacer memoria, o hacer presente sacramentalmente el Misterio divino que se celebra. Existe un temor al desenlace, que la inevitabilidad de la muerte plantea a todo ser humano. En México existe una especie de culto a la muerte, que trae sus orígenes de la civilización azteca, Ciertamente no coincide con el concepto cristiano de la muerte, como tránsito. Debemos volver a Cristo y extraer de su enseñanza, y de su propia vida, el auténtico sentido de la muerte. La fe - en la palabra de Jesús -  presenta y capacita para abordar la muerte con serenidad. Recuerdo con emoción la muerte de una joven mujer que, entre los indecibles dolores producidos por un cáncer de hígado exclamaba: “Si esta es la muerte, bendita sea la muerte”. Su impresionante conformidad procedía de su fe en Dios, en la persona de Jesús. Así murió identificándose con las palabras del Salmo 122: “¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor!”  En esos momentos no vale la puesta en escena, con la que el mundo pretende maquillar su incredulidad. Se cree o no se cree. Morir sin fe es trágico. ¡Cuántos mueren sin ella! La celebración de la Pascua es un ejercicio de la fe. Es importante que así lo consideremos, y aprovecharemos esta ocasión para volvernos al Misterio que celebramos. Cristo ha muerto y ha resucitado, nuestra fe en Él no es vana, sino que asegura el perdón de nuestros pecados y despeja nuestro camino a la santidad. La Iglesia mantiene vivo el testimonio de la Pascua del Señor. Es su responsabilidad no dejar de ofrecerlo al mundo, aunque sus condiciones conformen una situación de pecado humanamente imposible de superar. No hay imposibles para Dios. Cristo es el Dios que hace posible lo imposible. Para ello, se requiere una maduración en la fe pascual. Al servicio de la misma están la Palabra y los Sacramentos. La Iglesia no es productora de ritos, cuidadosamente celebrados, sino testigo acreditado - por el mismo Señor - del Misterio que elimina el pecado y transforma la vida.

3.- La Pascua de Cristo. ¿No es acaso lo que nuestro mundo necesita para recuperar su salud? Son encomiables los esfuerzos que se hacen, con mediocres resultados, para lograr la salud del espíritu; con diversos intentos, para resolver los graves problemas que lo aquejan. Sin Cristo no existe la mínima posibilidad de que tanto empeño logre algún fruto. La evangelización va mucho más allá que una expresión de la pastoral de la Iglesia. Constituye la Palabra que ilumina a todo hombre: “La Palabra era la Luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre”. (Juan 1, 9) Cristo se hace interlocutor de todos y de cada uno de los hombres. Su derecho proviene de ser objetivamente la Verdad. Ningún estadista, filósofo o pensador destacado, puede decir de sí: “Yo soy la Verdad”. Únicamente Dios, en su Hijo encarnado. Mientras los hombres no reconozcan la pobreza de su condición, y la necesidad de Dios, sus vidas oscilarán entre los más graves errores.  La presencia profética de la Iglesia, actúa como intervención de Dios en la historia humana. El Cristo de la Pascua, constituye la intervención misericordiosa de Dios en el mundo. El ministerio apostólico, que la Iglesia mantiene vivo, obtiene su máxima expresión cuando celebra el Misterio Pascual. Lo hace al cabo de esta Semana Mayor, y lo reitera cada domingo, cuando reúne al Pueblo de Dios para celebrar la Eucaristía. La Santa Misa, que celebran cada día los sacerdotes, simboliza la celebración ininterrumpida del Misterio Pascual en el mundo. No es una exageración afirmar que la razón de ser del sacerdocio cristiano es la celebración de la Eucaristía. Aunque, por la avanzada edad o por la enfermedad, no pueda más que celebrar cada día la Eucaristía, su misión estará plenamente cumplida. No lo entiende así el entorno social y cultural que nos envuelve. El eficientísimo, radicado en el pensamiento y en los proyectos de vida contemporáneos, se identifica más con la actitud de Marta que con la de María de Betania. No se logra comprender que todo compromiso y actividad temporales logran su cumplimiento y perfección en la contemplación. Los contemplativos, como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús (de Ávila), constituyen modelos del valor supremo de la contemplación. ¿Por qué? nos peguntamos. Porque la contemplación es puro amor y, por lo mismo, supera toda otra actividad, aun sea muy noble e inocente.

4.- Un grito de júbilo. No podemos ceder a la tristeza, a pesar de las consideraciones sobre las impresionantes escenas de la Pasión. No formularíamos toda la verdad si olvidáramos el gozo de la Resurrección. La Pascua es todo: crucifixión, muerte, sepultura y Resurrección. María y los discípulos lloran al ver a Jesús desangrado por la flagelación y la Cruz, pero, se alegran al verlo resucitado. La Iglesia se conmueve ante la Cruz y goza al contemplar a su Señor glorificado. “Aleluya” es el grito de júbilo que se repite continuamente. En él los cristianos expresan su fe en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. De esa victoria participan todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Es importante identificar y calmar la misteriosa sed de infinito, en las fuentes abiertas por la Pascua. Es preciso identificar ese apetito, que todos padecen, con la Pascua que lo satisface. Ardua y urgente tarea, que la Iglesia debe concretar, hasta el fin de los tiempos. Aunque se la intente silenciar, su presencia, desde Pentecostés, reclamará la atención del mundo entero al celebrar la Pascua.+