Viernes 15 de noviembre de 2024

Mons. Castagna: 'Permanecer en el mundo y tolerar su vejez'

  • 10 de mayo, 2024
  • Corrientes (AICA)
"Cristo, mediante la Ascensión, nos revela nuestro destino eterno. Somos con Él y por su acción redentora, hijos del Padre y hermanos de todos los hombres", recordó el arzobispo emérito de Corrientes.
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Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, en sus sugerencias para la homilía del próximo domingo, recuerda que “la vida cristiana necesita deslizarse sobre nuevos senderos: los que Cristo vino a inaugurar para todos los hombres”.

“Es preciso vivir en el mundo y tolerar, a veces, su adhesión al mal, animados por la Vida nueva que mana de las llagas del Señor crucificado”, sostuvo.

“De esa manera, rejuvenecemos espiritualmente, hasta la plenitud de la edad que Cristo ha obtenido por la Resurrección”, explicó. 

El arzobispo subrayó que “Cristo, junto al Padre, en virtud de la Ascensión, nos revela nuestro destino eterno. Somos con Él, y en virtud de su acción redentora, hijos del Padre y hermanos de todos los hombres”.

“Es consolador el pensamiento de nuestra pertenencia a Cristo y, para muchos, a su Iglesia. Es preciso fomentar ese pensamiento, dedicándole lo mejor de nuestro tiempo”, sugirió. 

“Pensar en Cristo, instalado junto al Padre -con nuestra humanidad asumida y glorificada– conduce la historia, como acontecimiento, que hoy está agredida por la presencia del mal. Él garantiza nuestra llegada a los brazos del Padre y a la felicidad del cielo”, concluyó.

Texto de las sugerencias
1.- En la derecha del Padre.
El evangelista San Marcos, capta el mandato misionero y lo enfatiza, a instantes de la Ascensión de Jesús resucitado. La situación actual de Cristo: “El Señor Jesús, después de hablar con ellos, fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios”  (Marcos 16, 19), abarca el universo de Dios y el universo de los hombres. Está junto al Padre y permanece en el mundo. La fe capacita para saberlo realmente presente en nuestra realidad terrena, aguardándonos - a quienes creemos en Él - en la eternidad. Su Ascensión a los cielos, es el tramo final de su Resurrección. Como se presentó a sus discípulos - durante cincuenta días - entre los asombrosos acontecimientos de la Pascua, ahora desaparece de sus miradas. Está “desaparecido” hoy de nuestras miradas, pero, expuesto a nuestra fe mediante los signos  creados por Él mismo. Es preciso volver a nuestras realidades temporales, con el gozo de sabernos redimidos por Él. Nos es tan real como si estuviera con sus discípulos durante aquellas apariciones. La fe suple a la visión y otorga la capacidad de estar junto a Él, contemplándolo a través de los signos sacramentales. La vida cristiana es un continuo ejercicio de la fe: saberlo presente en nuestra vida, sin que lo detecten nuestros sentidos. Jesús, ante el convertido Tomás, lo expresa con claridad: “Después dice a Tomás: Mira mis manos y toca mis heridas; extiende tu mano y palpa mi costado, en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe. Le contestó Tomás: Señor mío y Dios mío. Le dice Jesús: porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto”.  (Juan 20, 27-28) Cada uno de los sacramentos constituye un “signo” transmisor de la gracia “que salva al que cree”. Lo es de manera singular la Eucaristía. Ella es  el cuerpo, sangre, alma y divinidad del mismo Cristo. Los santos consideraban la presencia real de Jesús en la Hostia consagrada, dedicando a la adoración muchas horas de su tiempo. Los Congresos Eucarísticos responden a la devoción del Pueblo cristiano a la presencia real de Jesucristo, instituida en  la Última Cena.

2.- La predicación y el testimonio de santidad. Sin duda, Cristo es el centro de la vida cristiana. Sin Él, la vida carece de sentido y pierde su rumbo. Son las condiciones en las que se encuentran innumerables hombres y mujeres de la actualidad.  Cristo debe ser conocido y amado como lo que es: la salvación. Así lo descubrió Simeón, al sostenerlo entre sus brazos. En cada Eucaristía, todo sacerdote lo expone para que sea adorado y reconocido por el mundo. El bien de la humanidad es que Cristo ocupe el centro - es su lugar - y, desde el mismo, que cumpla su obra redentora. No hay pecado y muerte que se le resista, mientras los hombres sepan adoptar la actitud humilde del publicano. La santidad es la respuesta de Dios a la súplica de perdón, que formula - golpeando su pecho - aquel hombre abatido por el arrepentimiento. Cristo conduce, a quien lo considere su Salvador, a la verdad que regula toda vida: personal y social. Amarlo, mediante el cumplimiento de sus mandamientos, constituye el secreto del auténtico progreso humano. La predicación de la Iglesia, y el testimonio de los santos, manifiestan su necesidad y urgencia en un mundo agobiado por el desencanto y la depresión. Recuerdo una escena que marcó mi ministerio: presencié un accidente que atrajo mi deseo de asistir al herido. Me detuvo uno de los asistentes que me preguntó si yo era médico, le respondí que era sacerdote. Su reacción fue de una incalificable impertinencia: “Entonces no lo necesita”. No demoré en responder, abriéndome paso hacia el herido, a quien asistí: “Usted no me necesita pero, él sí”. El mundo necesita a Cristo aunque, quienes lo necesitan - todos  - aseguren no necesitarlo. A los cristianos nos corresponde presentar a Cristo como referente necesario. Es verdad que no podemos violentar las conciencias e imponer una fe que reclama el pleno ejercicio de la libertad. Pero no nos exime de presentar al mundo a su Salvador. Se logra al ofrecerlo mediante el testimonio de la Verdad, aunque todos se empeñen en negarlo. Cristo es la Verdad, que escapa a toda manipulación humana, porque viene de Dios, “porque es Dios” (Juan 1). No es fanatismo confesar públicamente que Cristo ocupa el centro de la historia. Corresponde la fidelidad a la Verdad, y a la aceptación de sus términos. Debemos al mundo, sobre todo a los más marginados de la fe, el testimonio de nuestra inquebrantable fidelidad a Cristo.

3.- “Voy a prepararles un lugar”. La misión de los santos consiste en contagiar su amor a Cristo. La Ascensión a los cielos nos permite ascender con Él y aguardar su vuelta, que nos lleve a su residencia definitiva, donde  nos tiene  reservado un lugar: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar”. (Juan 14, 2) Desde el tiempo apostólico, los creyentes abrigaban la esperanza de la vuelta de Cristo, que, algunos, creían inmediata.  La fe proporciona una perspectiva que permite trascender la volatilidad del tiempo cronológico. San Juan afirma: “Y el mundo pasa con sus codicias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece por siempre”. (1 Juan 2, 17) La Ascensión señala el arribo de Jesús a la diestra del Padre y se constituye en el destino final para quienes creen en Él. Jesús es el cumplidor ejemplar de la voluntad del Padre. Su permanencia en el Padre, a partir de la Ascensión, lo constituye en el único Camino que conduce a la Verdad y a la salvación. Nadie va al Padre sino por Él. Los diversos textos bíblicos insisten en la obediencia de Cristo a su Padre: “Y aunque era Hijo de Dios, aprendió sufriendo lo que es obedecer…”. (Hebreos 5, 8) “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y concluir su obra”. (Juan 4, 34)  Existe una resistencia insuperable, enquistada en nuestra sociedad, cuando se trata de resolver la fragilidad de la vida temporal. Sin la fe en Cristo, todo parece esfumarse rápidamente. El Hijo, de la misma naturaleza divina que el Padre y el Espíritu, al asumir nuestra naturaleza humana, nos lleva consigo junto al Padre. Vivir de la fe incluye la conciencia de sabernos con Él, donde Él está. En consecuencia, la perspectiva de nuestra existencia cambia, actuando la esperanza como nuevo y definitivo factor. El cristiano observa desde otra dimensión lo que el mundo considera perdurable, y es voluble y perecedero. La gracia de la fe enfoca la transitoriedad de la vida temporal a su destino de eternidad. La incredulidad, manifestada en una filosofía impregnada de pesimismo, tiende a predominar en la vida ordinaria.  De esa manera, se produce una oscilación entre la frivolidad y la tragedia. La gracia de Cristo causa una indescriptible alegría. Aunque todo se desmorone, por obra de la fragilidad natural o de la crueldad de los hombres, la vida de fe otorga valor al martirio y definitivez a lo transitorio.

4.- Permanecer en el mundo y tolerar su vejez. La vida cristiana necesita deslizarse sobre nuevos senderos: los que Cristo vino a inaugurar para todos los hombres. Es preciso vivir en el mundo y tolerar, a veces, su adhesión al mal, animados por la Vida nueva que mana de las llagas del Señor crucificado. De esa manera rejuvenecemos espiritualmente, hasta la plenitud de la edad que Cristo ha obtenido por la Resurrección. Cristo, junto al Padre, en virtud de la Ascensión, nos revela nuestro destino eterno. Somos con Él, y en virtud de su acción redentora, hijos del Padre y hermanos de todos los hombres. Es consolador el pensamiento de nuestra pertenencia a Cristo y, para muchos, a su Iglesia. Es preciso fomentar ese pensamiento dedicándole lo mejor de nuestro tiempo. Pensar en Cristo, instalado junto al Padre - con nuestra humanidad asumida y glorificada – conduce la historia, como acontecimiento, que hoy está agredida por la presencia del mal. Él garantiza nuestra llegada a los brazos del Padre y a la felicidad del Cielo.+