Mons. Castagna: 'La misión apostólica de la Iglesia'
- 5 de abril, 2024
- Corrientes (AICA)
"La fe recuerda la actual vigencia de la Iglesia, mientras mantenga viva la tradición que tiene el deber de custodiar", recordó el arzobispo emérito de Corrientes.
El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Castagna, en sus sugerencias para la homilía de este próximo domingo, consideró que “nadie podrá poner en duda la procedencia divina del mandato dispensado a los apóstoles y a la Iglesia, en ellos fundada”
“La fe se suscita como consecuencia del desempeño de esa misión. La fe recuerda la actual vigencia de la Iglesia, mientras mantenga viva la tradición que tiene el deber de custodiar”, planteó.
“Tomás apóstol se constituye en prueba irrefutable de la auténtica misión que Jesús resucitado le confiere, junto a sus hermanos apóstoles”, ejemplificó.
El arzobispo explicó que, “para ello, necesita aprender a creer, y ¡bien que lo logra! Se le exige aceptar el testimonio de sus hermanos, testigos jubilosos de la Resurrección de Cristo”.
“Debe aprender, para enseñar y, cuando le corresponda ejercer el ministerio de la fe, ser -él mismo– modelo de creyente. Es preciso que abandone, humildemente, su incredulidad: ‘En adelante, no seas incrédulo sino hombre de fe’, concluyó.
Texto de las sugerencias
1.- La incredulidad de Tomás y su conversión. Tiempo de Pascua y de misericordia. Jesús resucitado, y durante sus diversas apariciones, transmite su paz y el Espíritu a sus discípulos. Lo hace revelando la Misericordia, del Padre y suya, precisamente en la Octava de la Pascua. Santa Faustina ha sido la depositaria del mensaje de Jesús Misericordioso. Los creyentes, tironeados en un mundo desvalido e inmisericorde, necesitan recuperar la serenidad y confiar en la presencia de Cristo resucitado. Este texto evangélico posee una riqueza singular, para el fortalecimiento de nuestra fe. Juan nos transmite su invaluable experiencia y ofrece el acceso al conocimiento de Cristo, ya resucitado. En la sucesivo estará junto al Padre y, también, junto a nosotros. La comprensible incredulidad del Apóstol Tomás, ya prodigiosamente superada, se constituye en emblemática para la vivencia de la fe. La escena - allí relatada - posee una carga espiritual de especial importancia. Tomás se niega a creer a sus hermanos Apóstoles. Se propone hacer una experiencia personal y no cede ante el testimonio de ellos: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado no lo creeré”. (Juan 20, 25) Para Tomás, la noticia de la Resurrección es increíble. Huye de cualquier atisbo de amarga desilusión. Quiere estar seguro de que Jesús, que ha muerto en la Cruz, está vivo. Ocho días más tarde, ya con la presencia de Tomás, Jesús se vuelve a aparecer a la comunidad apostólica y. sin dilación alguna, se dirige al desconfiado discípulo: “Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes! Luego dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo, aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo sino hombre de fe”. (Juan 20, 26-27) Es difícil imaginar el estado de consternación del pobre Tomás. Su Maestro, a quien sabía muerto en Cruz, estaba allí, vivo, como sus hermanos se lo habían comunicado. No era un fantasma, y se ofreció a que el mismo Tomás lo verificara, tal cual lo había pretendido en su incredulidad.
2.- Cristo define qué es la fe. En la dolorosa experiencia de Tomás, el Señor dejó clara su enseñanza sobre la fe. En ella está expresada toda la verdad sobre esa virtud bien llamada “teologal”: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Juan 20, 29) La felicidad del creyente consiste en su convencimiento de que es verdad lo que sus sentidos no perciben. Tal convicción se apoya en Cristo mismo, la Palabra de Dios encarnada. Para ello, es preciso estar atentos a las expresiones de esa Palabra, formuladas por el mismo Señor, y conducidos por la Iglesia. Lo que Cristo nos asegura que es verdad, es toda la verdad. De Tomás aprendemos a verificar que el testimonio apostólico acredita la Resurrección. Como los Apóstoles y discípulos, durante aquellos cincuenta días previos a la Ascensión, debemos aprender a creer, adoctrinados por el mismo Jesús. Él consigue hacerlo hoy por el ministerio de la Iglesia. El mundo incrédulo identifica a la Iglesia con el defectuoso comportamiento de muchos de sus miembros. Es una imagen distorsionada y parcial de la misma. La Iglesia no deja de ser: Una, Santa, Católica y Apostólica. Cristo, la Virgen y los Santos, muestran su verdadera semblanza. La fe capacita a los creyentes para identificarla correctamente. La ausencia de la fe, oculta o desfigura la verdadera identidad de la Iglesia de Dios. Sus mismos miembros, de fe débil o distorsionada, adoptan los hábitos que el mundo pretende promover en ellos. Es triste, y la erosión que causa el materialismo e incredulidad, que debamos experimentar la terrible agresión del mundo actual contra la Iglesia de Cristo. Innegable realidad ante la que nos corresponde oponerle la fe, que aprendieron los Apóstoles del Señor resucitado. Durante toda la Cuaresma hemos procurado acrecentar y rectificar la virtud de la fe, infundida al ser bautizados. La ignorancia y la inconsciencia predominan en muchos cristianos. La situación actual revela un lastimoso decaimiento de la fe. Jesús así lo pronostica: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8) Es una pregunta, más que una afirmación, que espera una respuesta adecuada de parte nuestra. Los Apóstoles, mediante el ministerio desempeñado por la Iglesia, testimonian hoy la Pascua que suscita y alimenta la fe. No debemos olvidarlo y mantener vivo ese imprescindible ministerio. Nos corresponde estar alertas y no dormirnos en el ámbito de un Getsemaní, que, en la actualidad, vuelve a causar la agonía de nuestro Salvador.
3.- El secreto de la santidad. Hemos vivido momentos de gran intensidad, durante la Semana Santa. Es preciso prolongarlos en el tiempo. Su efecto, en nuestra espiritualidad, se produce al recibir la Palabra y dejar que se manifieste en cada instante de nuestra vida corriente. Librados a nuestras capacidades naturales lograríamos muy poco, casi nada. La gracia de Cristo resucitado otorga la potestad de ser hijos de Dios. El gran Apóstol Pablo, el convertido de Damasco, afirmaba con profunda humildad: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy”. (1 Corintios 15, 10) Esa confianza en la gracia constituye el secreto de la santidad de muchos hombres y mujeres, de todas las edades. Es un tesoro escondido para el mundo, pero latente y operante en condiciones morales quizás poco favorables. Es preciso corregir esas condiciones para que la Palabra, hecha semilla, produzca frutos de santidad. Corresponde al estilo de las parábolas, que Jesús adopta para hacerse entender por los más pobres. Para comprender a qué nos referimos, se requiere que la humildad se exprese en la pobreza evangélica, la del corazón. Las enseñanzas de Jesús no son formuladas mediante discursos muy elaborados. El testimonio de su vida es más expresivo que la misma predicación. Hace que la predicación adquiera la capacidad de ser un verdadero llamado a la conversión. Allí radica su sobrenatural eficacia. El Divino Maestro enseña a los apóstoles y a la Iglesia. La acción evangelizadora responde a códigos propios, los establecidos por quien es el Evangelio del Padre. Cuando repetimos que es preciso volver al Evangelio, entendemos “volver a Cristo”. Su Pascua - Muerte y Resurrección - es la fuente imprescindible de la gracia. Así lo enseñaba magistralmente San Pablo VJ en su Exhortación apostólica. Evangelii Nuntiandi (1975). El mundo pretende trasladar a la Iglesia su frágil método empresarial. Como no confía en la gracia que Jesucristo dispensa desde su Pascua, termina desilusionado e irredento. El ministerio de la Iglesia, fundada en el poder del Evangelio “que salva a quien cree” (Carta a los Romanos), es el que produce la gracia que salva. Así lo entendió Jesús cuando transmitió a sus Apóstoles la misión que el Padre le había encomendado: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. (Juan 20, 21)
4.- La misión apostólica de la Iglesia. Desde entonces, nadie podrá poner en duda la procedencia divina del mandato dispensado a los apóstoles y a la Iglesia, en ellos fundada. La fe se suscita como consecuencia del desempeño de esa misión. La fe recuerda la actual vigencia de la Iglesia, mientras mantenga viva la Tradición que tiene el deber de custodiar. Tomás Apóstol se constituye en prueba irrefutable de la auténtica misión que Jesús resucitado le confiere, junto a sus hermanos Apóstoles. Para ello, necesita aprender a creer, y ¡bien que lo logra! Se le exige aceptar el testimonio de sus hermanos, testigos jubilosos de la Resurrección de Cristo. Debe aprender, para enseñar y, cuando le corresponda ejercer el ministerio de la fe, ser - él mismo – modelo de creyente. Es preciso que abandone, humildemente, su incredulidad: “En adelante no seas incrédulo sino hombre de fe” (Juan 20, 27).+