En memoria del padre Agustín Costa
- 19 de abril, 2021
- San Isidro (Buenos Aires) (AICA)
Luego de varios meses de enfermedad, el 7 de abril falleció el padre Agustín Costa, de la diócesis de San Isidro.
Ante el fallecimiento del sacerdote Agustín Costa, el educador Franco Ricoveri, director y representante legal del Instituto María Madre Nuestra, de Manuel Alberti, partido de Pilar y exdirector del Colegio Niño Jesús de Praga (Olivos), lo recordó con una semblanza que compartimos a continuación:
"Después de varios meses de penosa enfermedad el día 7 de abril murió el Padre Agustín Costa, de la diócesis de San Isidro, Buenos Aires. Sacerdote de amplísima cultura, supo siempre fructificar sus dones a través de una única finalidad: el servicio a Dios, y por el mismo “y en Él”, el servicio al prójimo.
Si bien ingresó joven al Seminario de San Isidro, prontamente su camino lo llevó a la Abadía San Benito de Luján donde profesó como benedictino y fue ordenado sacerdote. Estudió en Rio de Janeiro y la Universidad de San Anselmo (Roma). Benedictina fue siempre su impronta intelectual y de servicio, comenzando en una labor que siempre le dejaría un sello indeleble: la de “hospedero”. Allí experimentó cómo la única forma de ser fiel a la vocación de cristiano, de ser fiel al Maestro es darlo a conocer, evangelizar. “Ejercer la hospitalidad es recibir a Cristo” enseñó San Benito, pero el huésped percibe que es Cristo es al mismo tiempo quien lo recibe, el hospedero.
Una de sus grandes virtudes sacerdotales fue desde entonces su capacidad de recibir, acompañar y aconsejar. Cuando había alguien que necesitaba de su ayuda, siempre sabía que el padre Agustín iba a esta allí para oír y guiar, siempre y sin límites. Minutos después de su muerte, golpeaba la puerta de su Parroquia un joven, de los muchos que iban a solicitar ayuda a su Cáritas. En sus últimos meses se asomaba desde la ventana de la calle aunque sea para mirarlo. Al enterarse, sin poder creer que era el fin, le oímos decir: “¡No puede ser…! Hablaba mucho con él y me aconsejaba… Iba a ser mi padrino…”
Lo esencial para todo cristiano es que en Cristo, muerto y resucitado, está la salvación del hombre. Y esto es válido para todo cristiano, aunque el padre Agustín lo haya vivido siempre especialmente como monje; implica al mismo tiempo “separación del mundo” y acogida al prójimo en delicado equilibrio. Él supo prodigarse en caridad sacerdotal especialmente predicando y confesando… lo demás fue simple añadidura. Tuvo especial amor por “los humillados y ofendidos” de esta vida –al decir de Dostoievski-, cualquiera sea su condición social, pero siempre con amor “sacerdotal”, que nunca redujo a mero asistencialismo social.
No está dentro de esa añadidura su actividad “cultural”, porque al decir de San Jerónimo: “Una carencia de cultura llena de santidad sólo es útil para el mismo santo. Si éste quiere ejercer influencia sobre los demás le será necesaria una santidad cultivada y docta." En ese camino supo unir la simplicidad evangélica con la hondura teológica. Y eso lo distinguió.
Su gran maestro intelectual, en este sentido, fue San Agustín, al que conoció bien joven y nunca abandonó. En él vio su propio corazón inquieto que busca entender para creer y creer para entender. Entender los misterios de Dios para poder entender, escuchar y aconsejar al prójimo. Un poeta romano había dicho: “soy un hombre, nada humano me es ajeno", San Agustín lo habría confirmado, y también el padre Agustín: nada le era ajeno. Poseedor de una memoria increíble (recordaba con claridad a las personas y al detalle todos los libros leídos en su vida), al servicio de una inteligencia clara y profunda. Podríamos decir que ningún ámbito de la cultura le fue ajeno: fue un artista de la palabra (con varios libros de poesía publicados), pintor aficionado, músico diletante; amó especialmente la poesía de Petrarca y de Rimbaud, la Historia de todas las épocas, la Filosofía y por supuesto, la Teología; y en todo hallaba huellas del Bien, la Verdad y la Belleza. Fue un hombre docto y cultivado; por naturaleza y por conciencia de que era uno de sus deberes como sacerdote. Asimismo fue un gran docente, pero, como suele pasar en la Argentina, desaprovechado.
Por cuestiones de criterio tuvo que dejar San Benito de Luján y, luego de un breve paso por la Abadía de Niño Dios y san Benito de Llíu-Llíu (Chile), salió de la orden benedictina y se incardinó como sacerdote en su Diócesis natal, San Isidro. Comenzó allí su tarea como Vicario la parroquia Jesús en el Huerto de los Olivos, donde siempre será recordado por su bonhomía, celo pastoral y disponibilidad; allí volvería años después como párroco. En el intermedio tuvo a su cargo la parroquia Virgen del Carmen que para bien (de su alma) y mal (de su salud), quedaría siempre en su corazón. Supo también allí ganarse el afecto de sus feligreses, así como ellos supieron ganarse el suyo. Lo cierto es que, como señaláramos, las muchas dificultades allí vividas comenzaron a hacer mella en sus energías físicas. Siempre señalaría la protección especial que sintió desde antes de nacer por Nuestra Señora del Monte Carmelo y allí se hizo patente. Sus últimos años los vivió como párroco de San Pedro y San Pablo combinando siempre su actividad pastoral con su rica vida cultural.
Sus últimos meses los pasó postrado después de una última operación de corazón. Deja el recuerdo de un pastor auténtico".+