La historia del martirio sufrido por estos dos nuevos Beatos nos queda muy lejana. Lejana en el tiempo, ante todo, pero, y singularmente por algunos detalles sangrientos, también está lejana de nuestra sensibilidad... ¡aunque la posibilidad humana de ser crueles manifieste a lo largo de los siglos una sorprendente creatividad de perversión! Aún hoy, y lamentablemente desde muchas partes de la tierra, nos llegan dolorosos testimonios. Testimonios de todo tipo; también inhumanos. Pero cuando se trata de hijos e hijas de la Iglesia, que son perseguidos y ejecutados por odio a la fe, o también a una virtud infusa, o por la justicia practicada por amor a Cristo (cf. S. Tommaso, Super Sent. IV, d. 49, q. 5, a. 3, qc. 2 ad 9; Super Rom., VIII, lect. 7), entonces emerge una nueva clave de lectura, que Tertuliano expresó con esta clásica sentencia: semen est sanguis Christianorum, «la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologeticus, 49: PL 1, 535).
San Agustín la ampliará con estos términos: «Quienes daban muerte a los mártires ignoraban que, en realidad, su sangre era como una semilla. De hecho, cayendo en tierra unos pocos, brotó esta cosecha. Era, pues, preciosa ante el Señor la muerte de sus santos incluso cuando a los ojos de los hombres parecía sin valor. Pero qué es lo que da valor a aquella muerte sino la muerte del Santo de los santos, es decir, del Señor, la primera semilla de la que ha germinado la Iglesia. Cristo se hacía semilla y germinaba la Iglesia... Seminabat Christus et pullulabat Ecclesia» (cf. Sermo 335/E, 2: PLS 2, 781). Esto es precisamente lo que hoy nosotros estamos celebrando, recordando el martirio de los beatos mártires Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas: estamos celebrando el florecer, la primavera de la Iglesia.
En el canto al Evangelio ha sido recordado el versículo de las Bienaventuranzas: «Felices los perseguidos por causa de la justicia…». El Papa Francisco lo comenta así: «La cruz, sobre todo los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el mandamiento del amor y el camino de la justicia, es fuente de maduración y de santificación. Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla de los sufrimientos que hay que soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a las persecuciones». Y concluye: «Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas, esto es santidad» (Exhort. Apost. Gaudete et exsultate, 92. 94).
El martirio de nuestros dos Beatos nos resulta bien conocido: fueron, el uno y el otro, ministros de la primera evangelización. Del beato Pedro, natural de esta tierra argentina, se podría decir lo que Robert Whittington, un contemporáneo de santo Tomás Moro dijo de él: «Es hombre de la inteligencia de un ángel y de un conocimiento singular. No conozco a su par. Porque ¿dónde está el hombre de esa dulzura, humildad y afabilidad? Y, como lo requieren los tiempos, hombre de maravillosa alegría y aficiones, y a veces de una triste gravedad. Un hombre para todas las épocas». También del beato Pedro se dirá que fue un hombre para todas las épocas, es decir, testigo de Cristo en muchos estados de vida. Un testigo del proceso lo ha descrito como «buen político, buen marido y padre, y luego un excelente sacerdote, que conocía bien a los indios y los defendía, los bautizaba y cuidaba como cristianos» (Summarium Testium XVII, §129).
En cuanto al beato Juan Antonio, él era italiano, natural de Cerdeña. Ingresó en la Compañía de Jesús e, inmediatamente después de su ordenación sacerdotal, llegó a tierras de misión, dedicándose también él a la evangelización de los indios, y al respecto los testimonios han destacado su generosa entrega a sus necesidades, tanto espirituales como materiales; así como la atención pastoral en favor de los españoles, que habitaban en aquellas tierras.
Fue el impulso misionero el que los condujo hacia un encuentro mutuo. Juntos se pusieron al servicio del Evangelio y fueron fieles hasta el derramamiento de la sangre. De hecho, la historia de su martirio nos recuerda las palabras de San Ignacio de Antioquía, que encontramos escritas en su carta a los romanos: «Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo» (Ai Romani IV, 1: Funk, Patres Apostolici, I, 256).
En estas palabras, que nos llegan desde los primeros siglos de la Iglesia, se nos vuelve a proponer la íntima relación que existe entre el martirio y la Eucaristía. San Agustín escribe: «Ofreciéndonos su sangre para la remisión de nuestros pecados, Cristo nos ha dado no tanto un ejemplo a imitar, sino sobre todo un don que hay que agradecerle. Por esto, cada vez que los mártires derraman su sangre por los hermanos, devuelven el don que ellos han recibido en la mesa del Señor» (cf. In Io. ev. tract. 84, 2: PL 35, 1847: talia exhibuerunt, qualia de mensa dominica perceperunt).
Es de la Eucaristía, en efecto, que nace la fuerza para ser cristianos, para seguir siendo cristianos, para vivir como cristianos. Quizá (y creo que realmente es así), si hoy hay un cristianismo débil y fluido e, incluso, una situación en la que hay vergüenza en mostrarse como cristiano; y también, paradójicamente lo contrario, donde hay cálculo e interés en declararse como tal; si para muchos la fe se reduce a una «cosa», que se pierde con facilidad, la razón está en la lejanía de la Eucaristía.
San Carlos Borromeo, gran obispo de la Iglesia de Milán en el siglo XVI, con referencia a la expresión «pan de los fuertes», que en el Salmo 78 se refiere al don del maná al pueblo de Israel que caminaba por el desierto y en la tradición cristiana alude a la Eucaristía, refiriéndose precisamente a los mártires, dijo: «¡Cuán sorprendente es la fuerza de los primeros cristianos, de ambos sexos, que se armaban para el martirio con este Santísimo Alimento... y con razón! Este pan de los fuertes, como lo llama la Escritura, da fuerza; para ellos las cuerdas, los grilletes, las cadenas en las manos, la prisión, el ayuno, el hambre eran más dulces que el panal y la miel... Fueron a la muerte con mayor diligencia de cuanto nosotros buscamos la vida. En cambio, cuánta debilidad cuando dejamos de tomar este alimento, qué dolencia, cuánta inseguridad... Cuando el Señor Jesús, según el Evangelio de Marcos, resucitó a la hija del jefe de la Sinagoga, mandó que le dieran de comer: por esto sabemos que nuestras almas no pueden permanecer vivas y fuertes por mucho tiempo sin alimento espiritual» (Omelie sull’Eucaristia, Paoline, Milano 2005, 132-133).
También nosotros, en el día de la beatificación de los mártires Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas, estamos celebrando la Santa Eucaristía. Recemos así: «Oh Padre, que guías a tu Iglesia peregrina en el mundo, sostenla con la fuerza del alimento que no perece, para que, perseverando en la fe y en el amor, llegue a contemplar el resplandor de tu rostro. Amén».
San Ramón de la Nueva Orán, Salta (Argentina), 2 julio 2022
Card. Marcello Semeraro, prefecto del Dicasterio Pontificio para las Causas de los Santos