Queridos hermanos obispos presentes, querido Provincial de la Compañía de Jesús.
Señor Nuncio Apostólico de Su Santidad en la Argentina
Queridos sacerdotes, diáconos permanentes, religiosos y seminaristas.
Queridos hermanos y hermanas de la Diócesis de la Nueva Orán: Catequistas, Ministros y Servidores de las comunidades, voluntarios de Cáritas.
Queridos peregrinos todos de distintas Iglesias particulares, de Argentina y de Cerdeña
Con alegría nos encontramos en esta amada Iglesia Catedral de la Nueva Orán, para anticipar con nuestra oración fervorosa y agradecida, la inminente beatificación de los padres Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas, Mártires de Cristo en el valle del Zenta. Una larga espera de siglos nos precede, desde aquel 27 de octubre de 1683 en que dieron su vida por el Reino de Dios y por la evangelización de las comunidades aborígenes.
Damos gracias a Dios junto a las Iglesias hermanas de la Nueva Orán, de Jujuy, de Humahuaca y de Oliena, y a la Compañía de Jesús, por el insigne don de la beatificación con que la Iglesia nos presenta a estos mártires de los primeros tiempos de la evangelización de la Iglesia en Argentina.
Los que aquí nos reunimos somos beneficiarios de esa entrega generosa, y tenemos la plena convicción de que aquella donación de nuestros mártires, cobra su pleno sentido en la oblación de Jesús, el testigo fiel, quien nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre, derramados por amor a los hombres sus hermanos.
Buscando servir a los hermanos aborígenes de un modo auténticamente evangélico, con la mansedumbre del buen pastor, sin violencia de ninguna índole que oscureciera la verdad que testimoniaban, fueron alcanzados por la corona del martirio para unirse para siempre a esa entrega de Cristo.
En la Carta a los Efesios se destaca la pertenencia de los bautizados a la Iglesia de Cristo. En ella somos convocados a participar en plenitud, entusiasta y testimonialmente, en comunión con Cristo, los Apóstoles y los profetas.
La vida y la muerte de estos apóstoles del Zenta nos muestra cuánto buscaron alcanzar para Cristo y su Iglesia, a aquellos que no conocían al Señor para hacerlos parte de esa nueva familia. Invitar en nombre de Cristo, fue indudablemente la intención que atravesó la misión de los padres Ortiz de Zárate y Solinas en su opción misionera.
En el Evangelio, Jesús reza en el Cenáculo con los discípulos. Pide por ellos y por todos nosotros, sus discípulos a lo largo de los siglos. Aquella noche, en la despedida, nos tenía ante sus ojos. Es la Hora de pasar de este mundo al Padre y es el momento en que quiere dejarnos su legado sagrado, invitándonos a vivir nuestra consagración al Evangelio recibido como verdadera palabra de Vida.
Cuando nos habla de consagrarnos, como Él mismo se consagró, Jesús nos pide una separación cargada de sentido. No es la separación de los perfectos que ven a los demás como inferiores o indignos. Si tomamos distancia, lo hacemos de cuanto nos distrae y aleja de la Vida nueva que Cristo ha venido a anunciar, para unirnos estrechamente a Él y a su proyecto de amor. Pero aún en esa separación cargada de sentido, está nuestra misión, no de un modo abstracto o general, sino con la mirada puesta en nuestros hermanos los hombres, a quienes somos destinados para acompañarlos en el camino del encuentro con Cristo. Nos consagramos para amar, para servir, para cuidar la vida confiada y así identificarnos con el amor de Cristo que siempre procura el bien de los hombres. Es Él quien quiere llamarnos y consagrarnos por el bautismo a ser instrumentos al servicio de esa misión. Renacidos por el bautismo, somos constituidos piedras vivas de Cristo.
Cuando leemos la vida y el martirio de los padres Ortiz de Zárate y Solinas, descubrimos que nos acercamos a tierra sagrada. Su entrega nos interpela por la hondura de su donación en los comienzos mismos de la evangelización en nuestra América Latina, por la claridad con la cual encaminaron su misión, a contracorriente de las decisiones de los poderosos de la época que, ante la prolongada resistencia de las poblaciones indígenas, sólo veían como salida, arrasarlos y someter a sus comunidades. En su estilo apostólico, ellos nos hacen patente el deseo de convocar a nuevos hombres y pueblos al seguimiento de Cristo, sin violencias, sin armas, sin prepotencia alguna, salvo la fuerza elocuente de la suave fragancia del Señor.
Nos dice el Papa Francisco: “Los cristianos son hombres y mujeres “contracorriente”, que siguen la lógica del Evangelio, que es la lógica de la esperanza. Esto se traduce en un estilo de vida concreto: deben vivir la pobreza, recorriendo su camino con lo esencial y con el corazón lleno de amor; deben ser prudentes y a la vez astutos; pero jamás violentos. El mal no se puede combatir con el mal. La única fuerza del cristiano es el Evangelio. En el momento de la prueba, el cristiano no puede perder la esperanza, porque Jesús está con nosotros; él ha vencido el mal y nos acompaña en todas las circunstancias que nos toca vivir. Desde los primeros cristianos se ha denominado la fidelidad a Jesús con la palabra “martirio”, es decir testimonio. Los mártires no viven para sí, no combaten para afirmar sus propias ideas, sino que aceptan morir sólo por la fidelidad al Evangelio.” (Francisco, Audiencia general, 28 de junio de 2017)
Consagrados en la verdad del Evangelio, Pedro y Antonio, no se quedaron inmóviles y atados a la posición pastoral alcanzada, sino que, por el contrario, siempre había hermanos a los que había que llegar. Inquietos y audaces, fueron a su encuentro con una verdad a la que habían entregado sus vidas y corazones. Anticiparon así, las enseñanzas del Concilio, refiriéndose al ministerio de los presbíteros: “el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su vida.” (Presbyterorum ordinis, 2)
Pero, además, Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas se hicieron hermanos en la misión. Pedro, sacerdote diocesano y Juan Antonio, jesuita, junto a otros hermanos laicos se encaminaron al pleno cumplimiento de su vocación creyente. Alcanzados por el testimonio común de la sangre, ellos expresan los diversos dones con los que Dios enriquece a su Iglesia para bien de todos. En particular, la colaboración misionera de Ortiz de Zárate y Solinas, constituye un ejemplo significativo de la necesaria interacción apostólica de los sacerdotes, diocesanos y religiosos, en la única misión de la Iglesia.
Desde una fuerte comunión eclesial, que los llevaba más allá de sus orígenes institucionales, para asumir los desafíos de la misión, se lanzaron a ella y alcanzaron la ofrenda del martirio, al final de un camino de entrega constante, como fruto de una donación consciente y libre en el ejercicio del ministerio sacerdotal de sus vidas al servicio de los hermanos más pobres que entonces se les confiaban, los aborígenes.
En Pedro Ortiz de Zárate, su desempeño sacerdotal primero en Humahuaca y después en Jujuy, preparó el terreno para el misionero de alma, que valoraba la cultura indígena y no dejaba de procurar la interacción con la cultura criolla inclusive en la animación de la liturgia.
Juan Antonio Solinas, misionero desde los primeros años de su formación y ministerio, asumió junto a las exigencias de la evangelización, la preocupación por aprender bien el idioma de los pueblos visitados, defendiéndolos de las pretensiones esclavistas de los que veían el negocio del dominio sobre la vida y el destino de numerosas poblaciones.
Nuestros mártires quisieron cambiar una historia de violencia. Para ellos, los pueblos y comunidades aborígenes no eran un medio para alcanzar un estado de paz y el fortalecimiento de una situación de dominio político. Ellos querían el bien integral de las poblaciones visitadas, con centro en el anuncio de Jesucristo y la asistencia de aquellos bienes necesarios para sobrevivir a las nuevas situaciones planteadas por el dominio español.
Ambos entrevieron la necesidad de una misión cargada de humanidad. Así decían en una carta escrita solicitando el envío de un tercer misionero que los acompañara, con ciertas características que consideraban necesarias para la misión:
“Primero: debe ser totalmente desprendido del mundo y bien resuelto en los peligros y dificultades; segundo: su caridad debe ser suma, para nada miedoso, con un rostro alegre, un corazón amplio, sin escrúpulos impertinentes, porque debe tratar con gente desnuda, no muy diferente de las fieras. Su Reverencia no debería enviar a quien no tuviera tales cualidades, porque sería más un peso que una ayuda”.
En una carta a sus superiores jesuitas, Solinas escribió fundamentando la misión a la que se consagraba:
"Toda esta gente unida y que viene poco a poco, se muestra satisfecha no sólo porque cree en las verdades que le hemos presentado, sino también porque está convencida de que nosotros nos quedaremos con ellos y no los abandonaremos, ni mucho menos los obligaremos, como pasó hace diez años, a ir a las tierras de los españoles.”
¿Qué nos dicen hoy Pedro y Antonio, con su vida y testimonio? Nos hablan de una vida apasionada y llena de luz, de una vida digna de ser vivida si es servicio a los hombres, si es alegre comunión en la construcción de un mundo más justo y más fraterno.
A nosotros, pastores y consagrados, nos urgen a renovar nuestro deseo de una entrega absoluta e incondicional a los hermanos que nos han sido confiados por Jesús, buen Pastor. Como ellos, sigamos construyendo con la mirada puesta en los más pobres y en todos esperan de nosotros el anuncio gozoso del Evangelio de Jesucristo.
Con nuestra Madre la Virgen, celebremos que el Señor hace grandes cosas en nosotros y que su amor permanece para siempre.
Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza