En este domingo estamos celebrando la gran Solemnidad de Pentecostés. El Evangelio de San Juan (20,19-23), nos muestra a Jesucristo resucitado, enviando a sus Apóstoles: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21). Y les otorga el poder para ejercer el ministerio de perdonar y retener los pecados, que los sacerdotes ejercen en el Sacramento de la confesión: «Al decirles esto sopló sobre ellos y añadió: reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» (Jn 20,22-23).
Es bueno recordar que estos hombres eran como nosotros. Los relatos que nos narran los textos bíblicos no los muestran como un grupo de perfectos. Pedro, cuando es elegido, se reconoce como pecador y, en el contexto de la Pasión de Jesús, lo niega tres veces. Juan y Santiago pretendían los mejores lugares, provocando los celos de los otros discípulos. Estos hombres y algunos otros discípulos, junto a María, estaban orando en el «cenáculo», en la mañana de Pentecostés, cuando el Paráclito prometido, el Espíritu Santo, descendió sobre ellos (Hch 2). En esa mañana nació la Iglesia. El Espíritu Santo prometido va acompañándola y lo hará hasta el final de los tiempos. En esta reflexión de Pentecostés quiero especialmente tener presente a la Iglesia. Los cristianos, por el bautismo, somos parte de la Iglesia. Nuestra fe en Jesucristo el Señor tiene, por un lado, una dimensión de compromiso personal, y por otro, una dimensión comunitaria, eclesial.
Es importante decir esto porque en nuestro tiempo el individualismo es muy fuerte. No faltan aquellos que se manifiestan católicos cuando, en realidad, sus criterios, opciones y modo de vida no son compatibles ni están en comunión con la Iglesia. Sin la referencia comunitaria-eclesial, terminamos acomodando la Palabra de Dios, a nuestra medida, gustos o propias ideologías.
Todos los cristianos estamos llamados a vivir nuestra fe en comunidad, en la Iglesia. Porque Dios no nos llama a una santidad individualista, aislados de los demás. La Trinidad nos invita a una santidad comunitaria y a una misión compartida. Es en la comunidad de la Iglesia donde formamos nuestra fe y nos animamos entre los cristianos en las dificultades.
La experiencia comunitaria y eclesial es parte de un proceso de maduración de nuestra fe. En ese caminar vamos formando nuestra conciencia y nos hacemos responsables más profundamente del compromiso con Jesucristo, el Señor. Sin esta dimensión comunitaria de la fe, difícilmente podremos asumir una espiritualidad y compromiso cristiano en nuestra manera de pensar, criterios de juicio y normas de acción.
El Papa Francisco nos dice que «en Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios» (EG 259)
Hace casi dos mil años desde aquel Pentecostés que la Iglesia sigue anunciando a Jesucristo por la fuerza del Espíritu Santo que la anima. Nosotros estamos llamados a ser los testigos en este inicio de milenio. Sabemos que esto no es fácil por la complejidad de nuestro tiempo, pero no es poco contar con la certeza de que el Espíritu nos acompaña y seguirá acompañándonos hasta el final de los tiempos.
Hasta el próximo domingo y ¡Feliz Pentecostés!
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas