Como uno más, es el hijo del carpintero el que se acerca ese sábado a la sinagoga. Nadie esperaba la revelación. Sin embargo, en medio de la rutina religiosa, Dios desde su Hijo sorprende a los aldeanos y a clase importante del lugar. Sorpresa para los más sencillos, a los que les clava una pregunta. Sorpresa también, para los más aferrados a las costumbres y la ley, que les mueve el piso.
Nada espectacular, sencillamente se hizo cargo de la Palabra Sagrada proclamada tantas veces en tantas sinagogas a lo largo de la historia de su pueblo. La hizo suya, hizo lo que Dios quiere: que su palabra tome nuestra carne hasta el fondo, no sólo como un esfuerzo de la voluntad o como un imperativo a ser vivido con el peso de la obligatoriedad, sino como la potencia y la serena presencia del Espíritu que nos hace participar y vivir las cosas del de Dios, las cosas del Padre como propias (“Todo lo mío es tuyo”).
Como cualquiera de nosotros, cuando sentimos el llamado vocacional y a fuego lento lo maduramos en el corazón, llega el momento de decirlo. Con la propia historia, con las propias luchas, con las innumerables dudas. Sin lugar a dudas experimentamos que aquello que nos movía la vida no era nuestro, era de Dios y con otras palabras y sentimientos también experimentamos: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido.
Jesús, el de Belén, el que creció en Nazaret, que misionó por Galilea y se partió y repartió en Jerusalén, hizo también su camino vocacional. Y el Espíritu, que es presencia viva de Dios en la historia, lo fue conduciendo a partir de esa realidad de pueblo, desde esa familia, para llevarlo adelante, e ir escribiendo una historia de salvación. Jesús nunca renegó de su historia. No fue un impostado, fue un ungido. Por la unción, sus manos de carpintero acostumbradas al trabajo, sus ojos de Anawin dilatados de ver el dolor, la enfermedad y el hambre de sus hermanos, sus pies que pisaron tantos suelos; pero sobre de su corazón abierto a descubrir el paso de Dios y sus signos, sin querer encasillarlo en formulas de seguridad y poder humano; y es así que su carne ungida es esperanza, vida y salvación. Dios seguía y puede seguir sorprendiendo.
Es así que, su discurso programático, para desconcierto de muchos, no habla de organizar una religión más perfecta o de implantar un culto más digno y pureza en las costumbres. Jesús no fue ungido con aceite de oliva como se ungía a los reyes para transmitirles el poder de gobierno o a los sumos sacerdotes para investirlos de poder sacro. Ha sido "ungido" por el Espíritu de Dios. No viene a gobernar ni a regir sino a comunicar liberación y gracia a los más pobres y desgraciados. “Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor."
Su camino vocacional, no puede no tener la mirada de Dios, mirada de ojos abiertos que se animan al encuentro y a dejarse interpelar por la realidad, no es la mirada de una divinidad Zen de ojos cerrados que busca una perfección interior sino la mirada compasiva que anda buscando por dónde y en qué recoveco de la vida de los hombres y mujeres poner su ternura.
Por eso la primera mirada de Jesús, el ungido, no se dirige al pecado de las personas, ni a la moral, ni a su recta doctrina sino al sufrimiento que arruina sus vidas. Lo primero que toca su corazón no es el pecado, sino el dolor, la opresión y la humillación que padecen tantos. Para Jesús el pecado consiste precisamente en cerrarse al sufrimiento de los demás para pensar sólo en el propio bienestar y la propia realización.
Al cristiano y al sacerdote verdaderamente «ungido por el Espíritu» se lo encuentra, igual que a Cristo, junto a los más desvalidos y humillados. Lo que nos caracteriza no es tanto la comunicación íntima con el Ser Supremo cuanto la apertura al amor de un Dios Padre que empuja y envía a sus hijos a sanar los corazones heridos y a ungirlos con el óleo de la alegría.
Al reunirnos en esta misa, al renovar las promesas, no como quien hace un plazo fijo, no podemos dejar de lado nuestro camino vocacional: aquella primera unción de nuestro corazón, en la cual igual que Jesús, “movidos por el Espíritu Santo, con temor y emoción alabamos al Padre, Señor del cielo y de la tierra” porque nos sentimos de esos “humildes y pequeños a los que él mismo se les ha revelado, porque así lo ha querido”. Tampoco podemos olvidar aquella otra, en la cual lo que pasaba en nuestro corazón se quiso hacer vida y nos configuró con Cristo.
Renovar, es “pedir la gracia cada año”, así como la pedimos sobre el aceite para que sea nuevo, suave y fragante: pedimos al Espíritu que nos abra a la novedad en nuestro ministerio para que no seamos pastosos como aceite viejo de crismera que no se usa. No somos ni dueños, ni repartidores de sacramentos, sino los que comparten con desborde el amor de Dios. Hoy se nos exige eso, porque necesitamos responder al clamor general de nuestro pueblo, darle aliento, vida y esperanza.
A la luz de las tres ánforas con los tres óleos que bendeciremos, signo de la sacramentalidad de la Iglesia necesitamos pedir “ser nuevamente ungidos”.
Ungidos para ser sanados… liberados de nuestros pecados – como rezamos en la unción de los enfermos- y de nuestras parálisis, esas que nos impiden, muchas veces salir de «nuestros munditos pequeños e infantiles», desde los creemos que las soluciones «vienen de lo que más me gusta o de lo que yo creo que es la doctrina». Sanados para no caer en la enfermedad del elitismo clerical, sino para vivir nuestro ministerio como un servicio que requiere, de nosotros, estar atentos a la voluntad de Dios en su Palabra y en los signos de los tiempos haciendo el ejercicio permanente de discernir. Ungidos y sanados de la enfermedad más grande del ego; que impide valorar al hermano, aceptar que su riqueza me enriquece y no me disminuye clausurando la posibilidad de la fraternidad.
Ungidos para que el poder de Cristo Jesús nos defienda y nos fortalezca. Nos defienda de perder contacto con la realidad. Cuando vivimos aislados lo que realizamos deja de ser valioso para la vida del pueblo al que somos enviados. No hemos sido ungidos para ser defensores de museos ni cuidadores de escenografías de obras que ya las bajaron de cartel porque a nadie les interesa. Nos fortalezca para animarnos a buscar como poner vida en nuestra Iglesia, para superar algunas costumbres que, quizás, en otras condiciones, pudieron haber funcionado para iluminar la historia, pero que ahora son totalmente deficientes.
Ungidos y unidos a Cristo Sacerdote, profeta y rey para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio, el del altar y el de la vida. Intercesores con la oración y “poniendo toda la carne al asador”, con el corazón y los labios llenos de nombres, dolores y esperanzas. Profetas con una palabra y una vida desprendida, alegre y generosa que ilumina e invita. Ungidos para traducir cada signo en algo significativo, para que el rito no se convierta en una mera repetición, sino que sea «palpitación profunda de la vida de Dios en nosotros y en la Iglesia. Ungidos no para ser formuladores de doctrinas sino transformadores e iluminadores de la vida desde la Buena noticia. Reyes con porte de pastor que caminan junto su pueblo y en los que se puede intuir el aroma de Cristo más allá de nuestras debilidades y límites.
Ungidos para la alegría que es comunión, poque vivimos las cuatro cercanías de las que nos habla Francisco: con Dios, con el Obispo, con los sacerdotes, con el pueblo y que son las que hacen de la Iglesia, Reino. A estas cuatro agregaría una quinta: a las vocaciones que son la mejor herencia que podemos dejar de nuestro ministerio al pueblo de Dios.
Una iglesia viva y apasionada, siempre en salida, que se embarra, se limpia y se vuelve a embarrar, con la alegría que da la certeza del Señor; no quejosa, ni nostálgica que vive cuidando las joyas de la abuela no puede es la que se hace invitación y llamada a muchos a entregar y desgastar la vida.
Gracias por el sí que dan cada día para que el Reino de Jesús crezca.
Mons. Eduardo García, obispo de San Justo