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La celebración del Misterio Pascual nos permite comprender que la ciencia y la gloria del apóstol es Cristo Crucificado. Así lo vivió San Pablo, y su testimonio nos invita a hacer nuestra la sabiduría de la cruz. Escribe Pablo:
“Por mi parte, hermanos, cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado.
Por eso, me presenté ante ustedes débil, temeroso y vacilante. Mi palabra y mi predicación no tenían nada de la argumentación persuasiva de la sabiduría humana, sino que eran demostración del poder del Espíritu, para que ustedes no basaran su fe en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor 1,2-5).
“Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6,14).
Estas palabras del apóstol Pablo las hizo suyas nuestro primer obispo, Monseñor Ricardo Rösch.
Su lema episcopal fue: “Mihi absit gloriare nisi in Cruce”, “Lejos de mí gloriarme sino en la Cruz”.
Desde pequeño había conocido la angustia de la cruz. Nacido en 1911, en su Alemania natal su infancia transcurrió en medio del dolor, la destrucción, la muerte, el hambre y el horror causados por la primera guerra mundial. Luego, la cruz de la pobreza de la posguerra. Mas tarde, su juventud marcada por la cruz esperanzada del desarraigo al migrar a nuestro país, radicándose su familia el Eldorado, provincia de Misiones. Conoció allí la cruz fecunda del trabajo duro en los yerbatales y otras cosechas, y en la ayuda en el negocio familiar: el almacén de los Rösch. Y la cruz de nacer a un nuevo modo de vivir, ya que era un alemán que debió irse inculturando en la región guaraní.
Siendo seminarista, nuevamente la cruz del desarraigo, pero ahora con los sueños de responder a su vocación sacerdotal que iba madurando desde niño; esta vez para estudiar en Roma.
Allí experimentó la Pascua a la que conduce la cruz al ser ordenado sacerdote el 8 de abril de 1939, precisamente en el Sábado Santo (recordemos que se llamaba a este día Sábado de Gloria, pues la celebración de la Resurrección tenía lugar ya en la mañana del sábado). En el Boletín del Colegio Pio Latinoamericano, en cuya capilla recibió el presbiterado junto a otros cuatro compañeros, describiendo el acontecimiento, se dice: “El P. Rösch inmediatamente después de su ordenación da la comunión a su mamá”. No habrá faltado la cruz de la nostalgia de ser consagrado lejos de su nueva Patria y otros de su familia. Siempre fue asumiendo la cruz en la fe que la conduce a una Pascua liberadora.
Nos basta esta evocación de la infancia y juventud de Monseñor Ricardo para comprender que el misterio de la cruz y de la pascua fuera modelando su vida y su vocación. Por eso no nos resulta extraño que luego haya conducido el ejercicio de su ministerio sacerdotal y episcopal bajo el signo y la sabiduría de la cruz. “Lejos de mí gloriarme sino en la Cruz”. Quizás muchos de ustedes que lo conocieron, podrán añadir páginas de cruz y resurrección que se sucedieron en toda su vida.
Para San Pablo y, siguiendo su ejemplo, para Monseñor Ricardo, Cristo crucificado fue su ciencia y su fuerza, la razón de ser de su vida.
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Hoy nos hemos reunido en torno al altar obispo, sacerdotes y diáconos, acompañados del pueblo cristiano, y renovaremos las promesas que hicimos en nuestra Ordenación. Como lo hizo Monseñor Ricardo, también nosotros mirémonos con fe en el espejo del alma del apóstol Pablo.
Queridos sacerdotes, un día nos hemos decidido a seguir generosamente la llamada del Señor. En nuestra respuesta desde entonces, ¿hemos aceptado seguir a un Cristo crucificado? ¿Él es hoy nuestra sabiduría y nuestra fuerza?
Si dejáramos de centrar nuestra vida en el crucificado, nuestra vivencia del ministerio sacerdotal ya no sería la misma; faltarían la identidad y la autenticidad.
El apóstol de Cristo no se sostiene con otro poder que el de la cruz y la fuerza del Espíritu Santo que de ella brota en la resurrección. Cuando deja de apoyarse en Cristo crucificado, forzosamente busca otro poder, de los de arriba o de los de abajo, de unas estructuras o de otras, de personas “influyentes” o de recursos económicos, de los medios y redes de comunicación o del aislamiento en un deforme espiritualismo, de la popularidad o del prestigio… ¡Cuidado con dormirnos en los laureles de algunas de estas “seguridades”!
Pero aún en nuestras debilidades la fuerza interior del Espíritu Santo seguirá reclamando el verdadero compromiso: vivir consecuentemente como discípulo y ministro del Crucificado.
Jesucristo crucificado urge a un identificarse con Él. No podemos conformarnos con que la cruz del Señor sea un adorno en una civilización de consumo. No basta para ser discípulo poner la cruz en la habitación o pendiente sobre el pecho. Cristo crucificado quiere el corazón del apóstol, no sus cosas.
Para ser testigos del Misterio de Cristo hay que aprender este Misterio vivencialmente. Ser un signo de Cristo sacerdote no es cuestión de palabras sino de vida.
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¿Y cuando sentimos la angustia de la cruz que, de un modo u otro, se asoma en nuestra vida y ministerio?
En el Jueves Santo, día eminentemente sacerdotal, contemplamos a Jesús que del Cenáculo va a Getsemaní. Allí se retira a orar en la hora de angustia y tristeza del abandono de todos y la pasión (Mt 26,36-39). Allí nos retiramos nosotros con Él al finalizar la celebración de la Cena del Señor… y en todas nuestras horas de tribulación.
Como en Getsemaní, la oración es el alma de la vida sacerdotal donde aprendemos a decir como Jesús: “Padre... que se haga tu voluntad” (Mt 26,42). Aunque tenga que pasar por la soledad y la cruz, aunque tenga que sufrir la tristeza y la angustia de ver rechazada la esperanza de Vida que nos mandaste ofrecer en las periferias de la cultura de la muerte, “Padre... que se haga tu voluntad”. Sin la oración existe el peligro de quedar “adormecidos por la tristeza” (Lc 22,45), aquella tentación en la que cayeron los discípulos de Jesús cuando se encontraron cara a cara con la pasión.
En el Viernes Santo contemplamos al Pastor que da su vida por las ovejas. El sacerdote está llamado a identificarse con Jesús en su servicio, en su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia y en su fidelidad perfecta al Padre “hasta aceptar por obediencia la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8).
El misterio de la Cruz está al centro del servicio de Jesús como Pastor; Él se dona a sí mismo. La entrada probada en nuestro ministerio de pastores es la cruz, el ser para los demás, para Cristo,
y en Él para las ovejas que Él busca, que Él quiere conducir por el camino de la Vida. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).
La Pascua de la Resurrección del Señor, constituido Sumo y Eterno Sacerdote, será nuestra luz en los caminos de cruz. Jesucristo realizó los designios del Padre acerca de la salvación del mundo. Poder presentar al Padre la Redención cumplida fue su voluntad. La cruz y la resurrección pascual son la culminación de su ofrecer al Padre el sacrificio espiritual cotidiano de sus obras. El gran gozo de Cristo es comunicar y compartir su triunfo en nosotros. Cuando nos gloriamos en la cruz entramos a participar de la gloria de la Resurrección. La cruz en la que nos gloriamos es una Cruz Pascual. Cristo Sacerdote es el fundamento de nuestra esperanza.
María, la Madre sacerdotal, fue asociada a Cristo Sacerdote Redentor. Ella tiene una relación especial con aquellos que servimos los signos de maternidad de la Iglesia y que prolongamos a Cristo Sacerdote hasta el punto de actuar en su nombre. A ella, al pie de la cruz y primera testigo de la resurrección de su Hijo, pedimos nos alcance el ardor apostólico de también nosotros poder gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Mons. Luis Armando Collazuol, obispo de Concordia