Queridos hermanos Sacerdotes,
Queridos Diáconos, Religiosos y Consagrados,
Queridos seminaristas,
Queridos hermanos:
Es motivo de profunda alegría, encontrarnos en esta tarde, después de dos años especialmente difíciles, para celebrar esta Eucaristía con todo el presbiterio y nuestro pueblo fiel, como manifestación visible de esta Iglesia que peregrina en Paraná, que quiere vivir la sinodalidad. Hoy contemplamos con gratitud el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano, desde el día de su Bautismo.
El Evangelio que acabamos de escuchar, ilumina esta celebración:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción.”(Lc. 4,18).
Estas palabras de Isaías que Jesús se aplica a sí mismo en la Sinagoga de Nazaret expresa el tema central de esta Misa. Lo que vamos a bendecir y consagrar dentro de unos momentos, nos recuerda especialmente el misterio de la unción de nuestro Bautismo y Confirmación, así como la de nuestra ordenación; una unción, que marca parasiempre la persona y la vida de todo cristiano, desde su Bautismo, especialmente a nosotros, Sacerdotes.
Nuestra unción sacerdotal nos configura con Cristo sacerdote, orientando nuestro ser y nuestro obrar hacia Dios al servicio de nuestros hermanos. Nadie es Sacerdote para sí, lo somos para consagrarnos al Reino; somos propiedad de Dios.
“Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres…para anunciar el año de gracias del Señor”.
Ésta es nuestra misión: anunciar la Buena Nueva a todos, especialmente a los más pobres, a los que sufren, a las periferias geográficas y existenciales, sin avergonzarnos de Cristo y de Su Evangelio. Más que nunca necesitamos el “carisma de la Profecía”, que hablemos de Dios al mundo y que presentemos el mundo a Dios, con mansedumbre, con misericordia, pero con claridad y firmeza, con un desafío creativo para encontrar los medios adecuados para volver a proponer la perenne verdad del Evangelio de Cristo.
Queridos hermanos:
En la puerta del Triduo Pascual quiero pedirles que nos situemos al pie de la cruz y tomemos conciencia de cuánto dolor habrá sentido Jesucristo por este tiempo histórico: los horrores de la guerra en Ucrania, la anticultura de la muerte dominante, las distintas formas de pobreza e injusticia, una acelerada secularización de la sociedad y de nuestra Patria que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y un eclipse del sentido de Dios. Vivimos en un tiempo de una persecución educada pero agresiva, disfrazada de cultura, disfrazada de modernidad, disfrazada de progreso.
El tiempo que vivimos nos pide no solo detectar los cambios, sino acogerlos con la consciencia de que nos encontramos ante un cambio de época. Si teníamos dudas sobre esto, el Covid lo hizo más que evidente ya que su irrupción es mucho más que una cuestión sanitaria.
No podemos ser indiferentes; frente a la Cruz tendríamos que animarnos a preguntarnos, como nos invita San Ignacio: “Si tú hiciste todo esto por mí, ¿qué puedo yo, que podemos, como presbiterio, hacer para que Tu sangre no sea derramada en vano, para saciar tu sed de almas y santidad?”.
La hora difícil que vive el mundo nos exige ser fuertes en la esperanza, fundada no en un falso optimismo, sino en la certeza del triunfo de Cristo, porque Él ama a este mundo y por él entregó su vida; nos exige a los sacerdotes una entrega incondicional y un amor que nos arranque de la tentación de la mediocridad, de la mundanidad, de la rutina, del egoísmo personal, de la vida cómoda, y nos encienda en el fuego devorador que consumió a San Pablo, y a todos los grandes apóstoles.
Quizás nunca como hasta ahora se preparan materiales catequéticos, litúrgicos, homiléticos, planes pastorales, todos buenos y necesarios. Pero si nos falta el amor somos -como escribe Pablo en primera Carta a los Corintios- campana que resuena, o un platillo que retiñe… Si no tengo el amor, si no soy testimonio vivo, coherente y creíble del amor, sino sirvo al amor, nada soy.
Recordemos lo que dice Francisco: la misión se realiza por la atracción de una belleza en la vida, por el “esplendor de la verdad” que despierta los corazones dormidos, que rompe la capa de la indiferencia. Es tiempo providencial de gracia, para proponer nuestro testimonio cristiano, con humildad y sencillez de corazón y dar la razón de la esperanza que anima nuestra vida. Una vida de sencillez y renuncia, llena de alegría y esperanza.
Queridos sacerdotes:
Vamos a renovar las promesas sacerdotales. Le pido al Señor que renueve nuestro fervor y entrega, purifique nuestros pecados e infunda una vez más al anhelo de santidad: «Sacerdote santo, pronto y grande”. Pronto, porque la vida es breve. Grande, porque lo requiere la grandeza del sacerdocio y el momento de la historia que estamos viviendo.
Por eso, mis hermanos, permítanme en esta noche tan especial, recordarles lo que decía San Pablo a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de manos…porque el Espíritu que Dios nos ha dado es un espíritu de fortaleza, de amor y de sobriedad”.
Todos los días tenemos que convertirnos, luchar contra la tibieza, contra la acedia, tal vez uno de los males de nuestra época, recordando la advertencia del Señor a la Iglesia de Éfeso: “Debo reprocharte que hayas dejado enfriar el amor que tenías al comienzo…conviértete y observa tu conducta anterior” (Apoc. 2,4-5), y aquella otra de San Agustín: “Cuando dijiste basta comenzó tu perdición”.
Renovemos nuestro primer amor, que es lo mismo que volver a escuchar la voz del Maestro: “Sígueme”. El sacerdocio exige siempre que renunciemos a nuestra propia voluntad, a la idea de la simple autorrealización, a lo que podríamos hacer o querríamos tener y nos entreguemos a otra Voluntad para dejarnos guiar por ella. Si no existe, si no está presente esa decisión básica de entrega a otra Voluntad, de identificarnos con ella, no se está caminando por la auténtica senda sacerdotal.
Nuestro querido Papa Emérito nos enseñaba que, entregados a esa Voluntad, no somos destruidos ni aniquilados, sino que, dondequiera que se nos conduzca, estamos llegando a la verdad de nuestro propio ser; estamos aprendiendo a ser hijos en el Hijo que se hizo obediente hasta la muerte en Cruz. Por consiguiente pronunciar ese “sí” cada día, es siempre un acontecimiento pascual.
En el “sí” al seguimiento se incluye el valor de dejarse abrasar por el fuego de la pasión de Jesucristo. Sólo si tenemos el valor de estar junto a Él, si nos dejamos incendiar nosotros mismos, sólo entonces podremos ser también fuego en esta tierra, fuego de la vida, de la esperanza y del amor… “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo”. (Lc. 12,49)
El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Ser amigos de Jesús es ser hombres de oración, hombres de lo teologal. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con Él y por Él.
La amistad con Jesús siempre es por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo.
Ya próximos a celebrar y actualizar la institución de la Eucaristía, recordemos que nuestra espiritualidad es intrínsecamente eucarística.
Le pido a Dios la gracia para que nos ayude a todos a descubrir cada día más a Cristo Eucaristía, para que desde allí, con su fuerza, se encienda nuestro amor apasionado a nuestro pueblo, y por ellos seamos capaces de dar la vida.Evangelización, misión, caridad desde los sagrarios hasta cada uno de nuestros hermanos especialmente los más queridos por Jesús.
Les agradezco el trabajo intenso y los aliento frente a las dificultades. Rezo siempre por ustedes, tengo muy presente en esta noche a nuestro querido Cardenal Karlic, pienso en nuestros hermanos enfermos, en los que están sirviendo en otras Diócesis, en los más jóvenes que tienen un largo trayecto por delante, enfrentando este momento de cambios tan vertiginosos, en los que están en la edad madura y sienten el cansancio del camino, por todos y por cada uno, hoy y cada día le pido al Padre que los fortalezca.
Mis hermanos:
El que se entrega al Maestro y se deja incendiar por su Amor será “servidor de la alegría”, como nos dice San Pablo. Nuestro mundo necesita la verdadera alegría. Tenemos que ser testigos de la alegría.
“…ALEGRÍA, según decía bellamente el Siervo de Dios, Cardenal Pironio, de ser;
ALEGRÍA de darse siempre: de sentir que las almas lo van devorando en la caridad y que Dios mismo lo va consumiendo en el amor.
ALEGRÍA en sentir que su vida va siendo fecunda, no en la medida en que aparece y brilla, sino en la medida en que se entierra y se ofrece.
ALEGRÍA del desprendimiento: de no pertenecerse, sino pertenecer a la Iglesia y a las almas. De no ser dueño de sus cosas, de su tiempo, de su salud, de su vida…
ALEGRÍA de la Cruz: porque sabemos que entonces es infaliblemente fecundo nuestro ministerio. Y en la medida de la Cruz está la medida de nuestro gozo.
Nuestro pueblo tiene derecho a dirigirse a los Sacerdotes con la esperanza de « ver » en ellos a Cristo (cf. Jn 12, 21). No los defraudemos. Ellos nos necesitan como maestros de santidad, que manifestemos el corazón misericordioso del Padre. Tienen necesidad de ello particularmente los jóvenes, a los cuales Cristo sigue llamando para que sean sus amigos y para proponer a algunos la entrega total a la causa del Reino. No faltarán ciertamente vocaciones si se eleva el tono de nuestra vida sacerdotal, si fuéramos más santos, más fraternos, más alegres, más apasionados en el ejercicio de nuestro ministerio. Un sacerdote « conquistado » por Cristo (cf. Flp 3, 12) « conquista » más fácilmente a otros para que se decidan a compartir la misma aventura.” Recemos y trabajemos por las vocaciones.
Queridos consagrados y laicos: recen por nosotros, necesitamos su oración y su apoyo.
Tenemos por delante este apasionado desafío de ser una Iglesia sinodal, que redescubra la responsabilidad de todos en la obra evangelizadora, para que en comunión, seamos protagonistas de la misión. Vivimos un momento apasionante para anunciar la Buena Nueva.
Madre del Rosario que junto a la cruz bebiste con tu Hijo DIOS EL CÁLIZ AMARGO del dolor y te convertiste en modelo y fuente de esperanza, te pido para todos nosotros los sacerdotes de tu Hijo:
Que así sea.
Mons. Juan Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná