Querida Iglesia de Mercedes-Luján,
Queridas hermanas y hermanos,
Queridos sacerdotes,
¡Qué la Paz del Señor Resucitado permanezca en el corazón de todas y todos ustedes!
Es evidente que todo el mundo, toda la humanidad, todas las personas, estamos atravesando un tiempo histórico de cambios que no sabemos hacia dónde se encaminan. La pandemia y ahora el horror de la guerra han agudizado la conciencia de un planeta frágil y de la vida amenazada. Estamos muy lejos de alcanzar un mundo que ofrezca iguales y fundamentales oportunidades para el desarrollo de todas las personas.
Para los que tenemos fe en el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, sabemos que en Sus Manos de Padre estamos seguros y que todo lo que vivimos y viviremos, terminará bien.
Pero esto no nos exime de poner en juego desde nuestra libertad profunda y responsabilidad, la decisión de colaborar humildemente pero convencidos y generosamente entregados, para que el Reino de Dios, es decir, que Su Voluntad de Amor, de Libertad, de Paz, de Perdón, de Fraternidad y de Gracia, se haga realidad hoy y en el futuro.
Vivir el Evangelio con coherencia es una lucha, un combate diario muy serio, que comienza en el corazón de cada una y cada uno de nosotros y que tiene por un lado el deseo de vivir en santidad, deseo que está en nosotros por la Gracia de Dios, y por otro, el reconocimiento humilde y sincero de nuestras debilidades y pecados.
La cuaresma es un tiempo oportuno para volver a escuchar personalmente y todos juntos como Iglesia, ese llamado a vivir de otra manera. Un tiempo bueno para convertirnos, para cambiar, para purificar, para volvernos a entusiasmar en el seguimiento de Jesús.
Todos estamos invitados a escuchar este llamado cariñoso y urgente que el mismo Dios nos hace por medio de Jesús: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia”. (Mc 1, 15)
En esta Carta me dirijo a toda nuestra amada Iglesia de Mercedes-Luján, pero muy especialmente a los sacerdotes.
Me anima hacerlo el inmenso cariño que nuestro Pueblo Santo de Dios le tiene a los sacerdotes.
Es verdad que los sacerdotes estamos hoy, muy expuestos a la crítica, porque se hacen visibles nuestras fragilidades e incoherencias. El tema de los abusos a menores, es un dolor y un peso enorme que afecta a todos y de un modo especial a los sacerdotes. Debemos saber llevar con inmensa humildad la carga de semejante atrocidad y pecado.
Hoy los clérigos estamos a “la intemperie”. Somos personas públicas, miradas, demandadas y exigidas a una vida coherente y auténtica, y no está mal que así sea, pero por momentos, puede faltar cierta comprensión a que una vida así, se alcanza en camino, en un necesario proceso de crecimiento que lleva su tiempo y que también implica tropezarse, caerse y volverse a levantar muchas veces.
Al mismo tiempo, también es muy cierto que estamos ? por decirlo así ? muy “expuestos al cariño” de nuestras comunidades y de nuestras hermanas y hermanos. Estamos bajo la mirada de muchos, pero la mirada del Pueblo Santo de Dios, está llena de ternura y compasión y esa mirada siempre nos hace bien. Como obispo me llegan algunas miradas o comentarios negativos, pero también muchos positivos, y yo mismo soy testigo de que es así, que los sacerdotes hacen enormes esfuerzos por servir a sus comunidades y estar a la altura de las circunstancias.
Nuestras comunidades son las que “sostienen nuestras vidas” y lo hacen con máximo respeto, solidaridad, paciencia y sobre todo, con un amor autentico por la persona que somos y por lo que representamos para ellas. Nadie como nuestro Pueblo, nos hace sentir tan valiosos. Pienso aquí no sólo en nuestras amigas y amigos cercanos que comparten nuestros desvelos pastorales, sino también en las personas sencillas de fe profunda, que aparecen y desaparecen de nuestras vidas, haciéndonos sentir su cariño y que con sus gestos de agradecimiento nos ayudan a volver al sentido pleno de lo que somos y hacemos. Las personas de fe simple nos levantan y nos hacen ser sacerdotes.
Por eso, con esta Carta me propongo hablar un poco de la vida sacerdotal, pero no para reafirmar el clericalismo, que consiste en poner a los sacerdotes en el centro de todo y/o por encima del Pueblo de Dios. Deseo de corazón que estas palabras alienten a que en nuestras comunidades y en todos los espacios eclesiales, se dé un dialogo sincero y fecundo entre sacerdotes y laicos, para ayudarnos a vivir la vocación sacerdotal, tal y como Dios la quiera que la vivamos hoy. Para que nosotros llevemos adelante nuestra vida y misión, mucho les debemos a tantas y tantos fieles que nos sostienen con sus bienes materiales, con su tiempo, su colaboración generosa y fundamentalmente su afecto.
¡Necesitamos agradecerles mucho, y siempre, tanta bondad!
Si es cierto que estamos atravesando un momento histórico difícil, también es cierto que el amor de nuestras comunidades, ayuda a que este tiempo se vuelva un tiempo privilegiado y oportuno, un “kairos”, para poder recrear en nosotros un modo sacerdotal que esté inspirado y movido por el Espíritu del Señor, profundamente eclesial y a la altura de los tiempos, sin necesidad de copiar modelos de otros tiempos. La mirada bondadosa del Pueblo de Dios sobre nosotros, tiene mucho de similar a esas miradas de Jesús llenas de amor, que el Evangelio nos las presenta como miradas que transforman. Las miradas de nuestro pueblo, nos transforma. Debemos animarnos a mirar esas miradas con frecuencia.
Tengo la certeza que el Santo Pueblo Fiel de Dios, como tan sabiamente dice el Papa Francisco, tiene el olfato necesario para manifestarnos cosas sustanciales y motivadoras para nuestro bien.
El llamado a la conversión
Pienso que el “llamado a la conversión” de los sacerdotes, especialmente en este tiempo de Cuaresma y en este kairos, puede manifestarse como el deseo profundo de “volver” a lo esencial de nuestras vidas. Volver a la comunión fundante de nuestra existencia que es con Dios, con su Pueblo y también con los otros hermanos sacerdotes. Volver significa entonces renovar permanentemente esa opción fundamental de comunión y resistir a la tentación de caminar en soledad, aislados, separados y por otro camino.
El profeta Joel, en la primera lectura del Miércoles de Cenizas, (2,12-18) invita a “todo el pueblo” a entrar en un tiempo general de conversión y hacerlo no como algo externo, sino como una actitud interior: “Vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. Desgarren su corazón y no sus vestiduras”. Y nos mueve a hacerlo frente “al Señor, su Dios, que es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en amor, y se arrepiente de sus amenazas”.
El profeta nos dice que Pueblo de Dios está atravesando un tiempo histórico crítico y por eso, los mueve a volver al Dios de la Alianza con total confianza en Su Bondad y en todo caso, todos los gestos de conversión deberán estar sustentados en la comunión, la reconciliación, el amor.
Siempre me llamo la atención esa llamada que el profeta hace a los sacerdotes: “Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, los ministros del Señor, y digan: ¡Perdona a tu Pueblo!”. Es tal el compromiso que ellos deben tener con su pueblo, tal es el impacto que provoca el tiempo histórico que están transitando, tal es la conciencia del abandono de Dios, que deben ubicarse en un lugar específico del templo, deben llorar e interceder.
Esa invitación a “llorar”, me dice y moviliza mucho. Tal vez, puede resultarnos más fácil llorar por uno mismo cuando nos invade el dolor, la impotencia, la amargura, la tristeza, la decepción, la desesperanza. Pero el profeta invita a los sacerdotes a ubicarse en un lugar determinado, llorar y pedir perdón. Es la necesidad de estar ubicados en el lugar sacerdotal, que no es sólo estar en el templo o en lo litúrgico, sino también, tener ubicado el corazón, los afectos, el alma. Nuestro lugar es entre Dios y la gente, entre sus vidas. Llorar, se convierte en un signo fuerte de que estamos conmovidos hasta los tuétanos, que sentimos el mal de todos como propio. Llorar significa que somos sensibles por el pecado de alguno de los hermanos sacerdotes y que se vuelve dolor de todos. Llorar porque sentimos en carne propia el estar lejanos de Dios, de su pueblo y de los hermanos.
La conversión sacerdotal implica estar ubicados existencialmente allí donde el mismo Dios nos ha ubicado −no podemos estar en cualquier lugar− afectarnos por lo que nos pasa a todos, hasta llorar y suplicar el perdón.
Podemos preguntarnos si estamos ubicados en nuestro ser y hacer sacerdotal, si lloramos lo suficiente, si tomamos en serio nuestras faltas sacerdotales, si nos ayudamos a sanarlas o las banalizamos. Podemos preguntarnos cuánto estamos comprometidos con la vida de nuestro Pueblo y cuánto con nuestros hermanos sacerdotes.
Volver a Dios
Si la conversión implica un permanente re-ubicarnos como sacerdotes, nuestra referencia fundamental es Dios mismo. Él es el fundamento de nuestro ser y hacer. Él es la piedra en la que se apoya todo lo que construimos.
Podemos revisar en este tiempo de conversión, cuánto está Él presente en todo y si necesitamos volver a Él una vez más, de manera total, radical y definitiva.
Siempre nos cuestiona y moviliza aquel reproche que le hace el vidente al ángel, (es decir al obispo) de la Iglesia de Éfeso: “Pero debo reprocharte que hayas dejado enfriar el amor que tenías al comienzo” (Ap. 2,4).
Todos los sacerdotes cuando hemos sido llamados, hemos experimentado ese amor primero, tremendo y fascinante, que nos llevó a dejarlo todo. Pero es posible que en muchos momentos ese amor fuerte se enfríe y deje paso a la autoreferencialidad, al narcisismo, la mundanidad, las rigideces, el mal uso o abuso de poder, como una afirmación de mí mismo frente a los demás. Nuestro ego aumenta tanto que ensombrece al Tu de nuestro amor y pasamos a ser la medida de todo y de todos. El mal trato hacia los demás es una expresión de ese ego agrandado. Jesús y su Evangelio va desapareciendo del horizonte de nuestras vidas, y aparecemos más nosotros mismos. Nos predicamos, nos ponemos en el centro, hablamos más de nosotros que de Él.
En la relación frecuente con Dios, que es el Tu con mayúsculas, se produce un descentramiento necesario que nos reubica en todas las dimensiones y en todas las relaciones de la vida. En ese Tu, podemos sostener incluso las relaciones dificultosas o difíciles que se viven entre hermanos sacerdotes, ya que al confrontar, disentir y hasta el mismo discutir, son una oportunidad para volver a nuestra condición de aprendices y discípulos. En Dios, nos reconocemos todos pequeños y discípulos, y aprendemos a aceptar a los otros como diferentes. En una comunidad de hermanos en la que Jesús está presente en el centro, tenemos la oportunidad de volver a una parte buena y esencial de nosotros mismos que consiste en estar abiertos, receptivos y dispuestos a la fraternidad, que es una clave primordial en la vida evangélica, eclesial, sacerdotal y humana. Además, sin comunión, la misión puede encontrar una infinidad de obstáculos.
Puede sucedernos también, que rezamos menos, o más o menos, o no rezamos. Recordemos que la oración, es una cuestión de amor, y el amor requiere que los amantes estén muy atentos el uno del otro. La oración es un asunto de amor y de atención. Sabemos que el Señor y su Espíritu están totalmente entregados y atentos a cada uno de nosotros, más atentos a nosotros, que nosotros mismos con Él. Creo necesario revisar como es nuestra atención al Señor, que en el fondo, es revisar nuestro amor, y si se enfrió.
Tomados por el celular, estamos muy pendientes de nuestro mundo relacional y perdemos la relación con Jesús. Podemos celebrar sin sentir lo que celebramos, predicar repitiéndonos y sin haber gustado la Palabra. Dejamos de rezar sentidamente en nuestras reuniones pastorales y corremos el riesgo muchas veces, de hacer de ese momento un rito fosilizado.
Esa sutil pérdida de sentido, nuestro pueblo lo nota y como es extremadamente delicado y respetuoso, no nos enfrenta, pero muchas veces expresa su dolor alejándose de nuestras comunidades.
Necesitamos volver a Dios con total confianza para beber el Agua Viva que es Jesucristo y experimentar que sólo en Él podemos aplacar la sed de amor que llevamos adentro y que también, sólo en Él, podemos seguir buscando los pozos de agua verdadera. Cuando bebes del agua que es Jesús, paradójicamente, quedas satisfecho pero con más sed para seguir buscando.
Volver al Pueblo de Dios
Nosotros hemos salido de nuestro Pueblo para volver a él y servirlo. No somos sus dueños, es propiedad de Dios, no nos sirven, los servimos a ellos y en ese sentido, somos los más pequeños, sus ministros (del latín minister, que significa pequeños).
Nuestro pueblo, por tantas cosas serias que le sucede, esta agobiado, temeroso, cansado, afligido, angustiado, desanimado. Estamos llamados a consolarlo, aliviarlo, ayudarlos a hacerles un poco más fácil la vida.
Por momentos, también nuestro propio cansancio y angustia, nuestros miedos y desesperanzas, nos toman la vida de tal manera, que lo proyectamos y trasladamos hacia nuestras comunidades que nos reciben cansados y desalentados.
Ciertamente, no estamos llamados a ser una especie de super-hombres que muestran una fachada de vida falsa en la que pretendemos poderlo todo. Eso es una mentira y ésta muy alejado del Evangelio y del Reino. “Llevamos oro en vasijas de barro” (2Cor. 4,7). Somos pura fragilidad, y el reconocimiento transparente de esta realidad existencial, junto con la total dependencia y referencia al Señor, nos hace ser testigos auténticos y autorizados de que la fuerza, la alegría, la esperanza, el consuelo, vienen de Él y eso es lo que con humildad trasmitimos a nuestras comunidades.
Pero también, somos varones llamados a olvidarnos de nosotros mismos para que el Pueblo Santo de Dios, reciba de nosotros y por nuestro medio, todo lo que necesita para su camino.
Necesitamos tratarlos bien, con paciencia, con delicadeza, con tiempo y perseverancia.
Revisemos en este tiempo de conversión, cómo es la relación con el Pueblo de Dios y si es necesario, pidamos perdón a Dios y nuestras comunidades, pidamos perdón todas las veces que haga falta. Sepamos humillarnos, es decir, reconocernos limitados, capaces de no saber, de no entender, o de haber hecho mal las cosas.
Es muy desafiante lo que nos dice el Apóstol Pedro: “Exhorto a los presbíteros que están entre ustedes, siendo yo presbítero como ellos y testigo de los sufrimientos de Cristo y copartícipe de la gloria que va a ser revelada. Apacienten el Rebaño de Dios, que les ha sido confiado; velen por él, no forzada, sino espontáneamente, como lo quiere Dios; no por un interés mezquino, sino con abnegación; no pretendiendo dominar a los que les han sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el Rebaño. Y cuando llegue el Jefe de los pastores, recibirán la corona imperecedera de gloria.(5,1-4)
Pienso que el amor y el servicio generoso a los más pobres, enfermos y sufrientes, es una gracia de Dios y una manera exquisita de permanecer en el deseo de una conversión permanente.
Volver a los otros hermanos sacerdotes
Hemos sido llamados por el mismo Señor, que ha tenido en cuenta nuestras diversas personalidades y características para una misma misión y para formar un mismo Cuerpo que es su Iglesia y dentro de ella, el cuerpo presbiteral.
Tenemos distintas edades, historias, formaciones, experiencias, ideas, maneras de hacer las cosas, de soñar el mundo y la misma Iglesia. Pero la fraternidad no es una opción libre a nuestra buena voluntad, es una exigencia de la misión, para la cual fuimos llamados en una Iglesia concreta. La amistad con otro u otros sacerdotes es un don de Dios y una elección que hacemos, y así debe ser y de hecho, lo amigos suelen ser pocos. La amistad sacerdotal la elegimos, pero la fraternidad sacerdotal, la eligió Jesús por nosotros y para nosotros y para el bien de Su Pueblo.
Al mismo tiempo, por nuestra característica de personas célibes y por vivir solos en las parroquias, ya que no hay suficientes sacerdotes para poder vivir con otro, nos volvemos muy independientes y en algún momento, podemos sentir que no necesito a los hermanos sacerdotes y en todo caso, elegimos relaciones fáciles, es decir, que no me compliquen ni la vida, ni la pastoral.
Así, vamos perdiendo el gusto por el encuentro con los otros, que terminan siendo muchas veces, así lo pensamos y decimos, los responsables de mi aislamiento. No me hacen sentir cómodo, no me entienden, no me quieren, me critican, me etiquetan, en fin, no los necesito.
Y debemos decir que algo de eso es verdad. Las críticas entre sacerdotes suelen ser muchas veces crueles y el manto de sospecha sobre alguno puede ser tan fuerte, que lo lleva a apartarse y encerrarse. Otras veces, uno mismo decide quedarse en soledad, porque la fraternidad es un compromiso que continuamente me modifica y no siempre quiero comprometerme.
Quiero decirles que para nada pienso que nuestro clero tenga problemas de graves enfrentamientos, ni hijos o hermanos entenados, pero en este tiempo de cuaresma, los invito a volver a la fraternidad sacerdotal, a la valoración profunda de unos hacia los otros. Valoración que hunde sus raíces en una mirada de fe hacia los hermanos y que en definitiva, no es otra cosa que reconocer que es el Señor el que nos ha llamado a todos y a cada uno.
Siendo seminarista, una vez me confesé de no soportar a otro seminarista que era muy distinto a mí y el confesor me hizo ver algo que me marcó hasta hoy: “El que nos llama, me dijo, es el mismo Señor, que tiene sus criterios para invitar a seguirlo”. E inmediatamente me hizo esta pregunta: “¿Te imaginas una Iglesia hecha según tus criterios de llamado?”. Y sí, me la imaginé, con una duración de pocos días…
Una mirada de fe, supone aceptar que el otro sacerdote es fruto del discernimiento que hizo el mismo Jesús que reza ante cada llamado para elegirnos con el saber de Dios. Sí, el Padre mira todo, absolutamente todo y sabe lo que somos y lo que seremos. Él sabe las misiones que nos irá encomendando a lo largo de la vida. Él sabe el por qué y el para qué nos llama a cada uno.
Nos necesitamos para una fraternidad simple y sencilla que desee compartir la vida, desde la preocupación por la salud del otro, de sus necesidades, sus deseos, y de ser capaces de compartir con alegría una picada y un rico asado. Pero también saber acompañar los momentos difíciles personales, familiares, comunitarios, pastorales.
Necesitamos pensar juntos, discernir juntos, hacer juntos. Necesitamos caminar juntos y apostar por una feliz e imperiosa compañía para una misión que nos sobrepasa a todos.
Tendremos nuestro retiro anual, Dios quiera que muchos deseemos y podamos participar. Así, estando juntos en la oración, en la celebración de la eucaristía y de la reconciliación y en el mismo encuentro fraterno, podremos darnos el gusto de renovar nuestras vidas.
Será muy valioso volvernos a encontrar en la Misa Crismal que celebraremos en la Semana Santa junto al pueblo de Dios. Allí bendeciremos los óleos santos y renovaremos nuestras promesas sacerdotales, para seguir caminando detrás del único Pastor, Jesucristo Nuestro Señor.
Finalmente
En definitiva, la conversión no es por obligación. La conversión es una invitación de amor que nos hace el mismo Señor que no busca otra cosa que nuestra bienaventuranza, nuestra plenitud de vida personal y la de todos. La conversión es un llamado a la santidad.
Estoy convencido que un sacerdote y pastor, bueno y auténtico, al modo de Jesús y de la Iglesia del Concilio Vaticano II, es una persona que hace mucho bien a la Iglesia toda, a la comunidad parroquial, a la sociedad y allí donde se encuentre.
Les pido a las comunidades y a todos los fieles que recen por sus pastores, para que puedan seguir en este camino de conversión. Ayúdenlos a vivir con alegría y fidelidad el Evangelio de Jesús. Quiéranlos de corazón, con un afecto sincero. Acompáñenlos en sus necesidades.
Recen también por mí. Se los pido humildemente. Que pueda estar bajo la mirada del Padre con infinita confianza. Que esté fuertemente tomado de la mano de Jesús. Y que el Espíritu me conceda hacer Su voluntad con sabiduría, amor, alegría y paz.
La Madre del Señor, con esos nombres tan dulces y bellos: Mercedes y Luján, esté como en aquél primer Cenáculo, en medio de nuestra Iglesia y cuidando de cada una y cada uno, muy especialmente, pido que así sea con nuestros queridos sacerdotes.
Les mando un fuerte abrazo, mi oración por ustedes y mi bendición
Mons. Jorge Eduardo Scheinig, arzobispo Mercedes-Luján