Hace unos días vi una representación del Pesebre en la cual todos los personajes estaban con sus barbijos, incluso el mismo Niño Jesús. La imagen me pareció elocuente, y claro el mensaje. No obstante, me quedé pensando cómo la pandemia nos modifica los modos de vincularnos entre nosotros, con nuestras familias y amistades, y cómo nos puede afectar también en las relaciones con Dios.
Más allá de cómo se fueron aflojando las medidas de cuidado sanitario, cuando nos encontramos a compartir la mesa con amigos nos quitamos el barbijo y nos disponemos a un trato más cercano. El miedo disminuye o desaparece. Formamos la llamada “burbuja” en la cual nos sentimos corriendo la misma suerte.
Volvamos a contemplar el Pesebre que te mencionaba. Jesús viene a nosotros “sin barbijo”, para que no le tengamos miedo. Él no te teme. Quiere asumir tus fragilidades y temores, tu vida como está. No hace falta un maquillaje para disimular arrugas o manchas.
Vivimos en un mundo competitivo en el cual se valora a los más fuertes y a los ganadores; las apariencias ocupan el primer lugar, aunque todos sabemos que engañan. Por el contrario, son dejados de lado los más débiles, los perdedores. Cuesta promover actitudes que logren una sociedad en la cual haya espacio para todas las personas, respetando su edad y condición. ¡Cómo luchan y trabajan hombres y mujeres que se organizan para asistir a quienes tienen capacidades diferentes o disminuidas! ¡Cuánto dolor ante la exclusión de migrantes, adictos, personas de diversidad sexual! ¡Cuánta naturalización de la pobreza!
Dios se hace cercano para mostrarnos quiénes somos los seres humanos y cómo Él se nos quiere unir. Un hermoso documento del Concilio Vaticano II lo expresó así: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (GS 22).
Este acontecimiento del Dios hecho Niño nos pone espiritualmente en camino con la imaginación y el corazón hasta un lugar lejano en el tiempo y la cultura, para acercarnos a contemplar y gozar “atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él” (Francisco, El hermoso signo de pesebre, 2019).
La celebración navideña “manifiesta la ternura de Dios. Él, el Creador del universo, se abaja a nuestra pequeñez. El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos cautiva aún más viendo que Aquel que nació de María es la fuente y protección de cada vida” (ídem).
Detengámonos un momento. La entrada del Mesías en la historia de los hombres no pudo haber sido más desconcertante. Nos cuenta el Evangelio que al recién nacido lo envolvieron en pañales. Eso es signo de la máxima fragilidad; de un bebé que debe ser atendido, protegido y ayudado. Y curiosamente éste será el signo que tendrán los pastores para reconocer el Niño: ni más ni menos que ¡un signo de fragilidad!
Fijémonos en otro símbolo: el Niño fue recostado en un pesebre. Esto sí que está fuera de lo normal. El pesebre era el lugar donde comían los animales. Era un espacio inapropiado para un recién nacido. Este nacimiento sucede en un contexto de pobreza extrema. Paradójicamente, quien viene a salvar al mundo aparece ante el mundo como un necesitado de ayuda, de cercanía y de valoración. Por eso la celebración navideña está unida a los pobres. Tanto que sin amistad con ellos no reconocemos a Jesús, y no hay fiesta.
No podemos mirar para otro lado ante el impacto de la crisis sobre la economía informal de tantas familias. El panorama es particularmente devastador. A muchos de ellos se los ignora e invisibiliza, es como si no existieran. Viven hacinados en condiciones muy precarias, expuestos a diversas formas de esclavitud. Migrantes, adictos, excluidos…
Dios se hace cercano y frágil para que no le tengamos miedo. Tan pequeño como para que nos animemos a inclinarnos, tomarlo en brazos, y arrimándolo a la mejilla, sentir su calor y belleza.
El camino elegido por Dios es la ternura, alejándose totalmente del uso del poder, la prepotencia. No viene para asustarnos o “hacernos sentir su autoridad” (Mc 10, 42) sino para servirnos a todos. Podemos afirmar que, en realidad, es Él quien quiere tomarnos a nosotros en sus brazos y arroparnos con ternura junto a su corazón de Padre. Él asume nuestras fragilidades, las trata con sumo cuidado y respeto, sabiendo que por nuestro parecido con Jesús forman parte de nuestra historia sagrada. Se hace parte de nuestra burbuja para que nos “quitemos los barbijos” que nos puedan poner distancias.
Dios se pone de nuestro lado. No hace falta ser triunfadores y exitosos para llamar su atención. Nos escribe Francisco que “María quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz” (FT 278).
¡¡¡Feliz Navidad!!!
Mons. Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo