Queridos Hermanos:
Bienvenidos a esta celebración con la que, como Diócesis damos inicio al Proceso Sinodal al que nos convocó el Papa Francisco y que viene a enriquecer nuestro camino hacia la Asamblea Diocesana que nos proponemos realizar, Dios mediante, en la segunda mitad del año que viene. Les agradezco a todos, laicos, consagrados y sacerdotes que han venido a participar. El Señor y la Virgen los bendigan.
Del domingo pasado seguro que recuerdan el mensaje del Evangelio. Jesús constituyó a los Doce para que fueran signo de una nueva sociedad, en la que sea abolida toda pretensión de dominio, y se cultive una sola ‘ambición’: la de servir a los más pobres, a los más frágiles. Tarea difícil, verdad?… La mentalidad mundana, lamentablemente, se infiltró en la Iglesia, con sus criterios de dominio, de afán de poseer, de enseñorearse sobre los demás, de intentar algunos imponer -incluso con malas artes- sus criterios y opiniones. Y, así, aparecieron los títulos y cargos, las vestiduras nobles para indicar el «rango» jerárquico y distinguirse del resto de los bautizados, los tronos, los pactos de poder, las influencias políticas, etc.
Tengamos en cuenta que Jesús jamás se mostró comprensivo o condescendiente (cf. Mc 8,33; 9,33-36) cuando surgían entre sus discípulos pretensiones de honores, privilegios, y deseos de los primeros puestos.
Los discípulos sabían cómo ejercían autoridad los líderes políticos y religiosos, los rabinos, escribas y sacerdotes del templo: daban órdenes, reclamaban privilegios, exigían ser venerados según los protocolos; que se arrodillaran ante ellos, les besaran la mano y se dirigieran a ellos con los títulos y reverencias acordes a la posición y prestigio de cada uno… He aquí la pregunta del millón: ¿Son estas autoridades las que deben inspirar a los discípulos? Jesús les da una orden clara y contundente: “No será así entre ustedes” (Mc 10,43). Ninguno de esos liderazgos puede ser tomado como ejemplo. El modelo es: el esclavo, el Siervo.
El Papa Francisco ha recordado varias veces que el Pueblo de Dios está constituido por todos los bautizados, llamados a un sacerdocio santo. Y que "todo Bautizado, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores cualificados, en el cual el resto del Pueblo fiel sería solamente receptivo de sus acciones". El Pueblo posee un "instinto" propio (sensus fidei) para discernir los nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia. Por eso, el pasado día 10 de octubre, el Papa Francisco dio comienzo en Roma al «Sínodo sobre la Sinodalidad», en el que (por primera vez en la historia de la Iglesia) quiere contar con las aportaciones de todos los bautizados. Y, nosotros, hoy, damos inicio a la «fase diocesana» de este proceso sinodal.
Según el documento preparado por la Secretaría del Sínodo: «es una invitación para que cada diócesis se embarque en un camino de profunda renovación, inspirada por la gracia del Espíritu Santo.
Se plantea una cuestión principal: ¿Cómo se realiza hoy en la Iglesia nuestro "caminar juntos" en la sinodalidad? ¿Qué pasos nos invita a dar el Espíritu Santo para crecer en nuestro "caminar juntos"?
El Sínodo no es un parlamento, ni es un sondeo de las opiniones sino un momento eclesial, y el protagonista del Sínodo es el Espíritu Santo».
En su discurso inaugural, el Papa profundizó las tres palabras clave: comunión, participación y misión. El Concilio Vaticano II precisó que la comunión expresa la naturaleza misma de la Iglesia y, al mismo tiempo, afirmó que la Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino». En el cuerpo eclesial, el único punto de partida, y no puede ser otro, es el Bautismo, nuestro manantial de vida, del que deriva una idéntica dignidad de hijos de Dios, aun en la diferencia de ministerios y carismas. Por eso, todos estamos llamados a participar en la vida y misión de la Iglesia.
El Sínodo nos ofrece una gran oportunidad para una conversión pastoral en clave misionera y ecuménica, pero no está exento de algunos riesgos:
Y termina invitando a que vivamos esta ocasión de encuentro, escucha y reflexión como un tiempo de gracia, que nos permita captar al menos tres oportunidades: encaminarnos estructuralmente *hacia una Iglesia sinodal, donde todos se sientan en casa y puedan participar, para ser *Iglesia que escucha al Espíritu Santo, en la adoración y la oración, y escuchando también a los hermanos: sus esperanzas y las crisis de la fe en las diversas partes del mundo, las urgencias de renovación de la vida pastoral y las señales que provienen de las realidades locales; y ser *Iglesia de la cercanía. Necesitamos siempre volver al estilo de Dios: el de la cercanía, compasión y ternura, para que se establezcan mayores lazos de amistad con la sociedad y con el mundo. Una Iglesia que no se separa de la vida, sino que se hace cargo de las fragilidades y las pobrezas de nuestro tiempo, curando las heridas y sanando los corazones quebrantados con el bálsamo de Dios.
El padre Congar afirmaba: «No hay que hacer otra Iglesia, pero, en cierto sentido, hay que hacer una Iglesia otra, distinta».
El mensaje bíblico de este domingo también nos ayuda a adentrarnos con generosidad y creatividad en este camino sinodal, ya que el ciego que estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna, puede representar nuestro modo consciente o inconsciente de vivir: vemos pasar a los que se la juegan, pero seguimos borde del camino sin mover un pie. Aplaudimos, reímos, lloramos, protestamos, pero no hacemos nada. Así vivía Bartimeo, hasta que recobró la vista y se puso a caminar con Jesús y los demás. ¡Esa es la verdadera gracia! Tras ver a Cristo, no quiso perderlo de vista. Se puso en movimiento, dejó de pedir para entregarse a Él. ¿De qué te sirve ver si no te mueves? Pidámosle al Señor con fe: “Maestro que pueda ver”. Que nuestras vidas recobren sentido. ¡A quejarse menos y a comprometerse!
Dejemos resonar de nuevo las palabras de Jeremías: “Háganse oír, alaben y digan: ¡El Señor ha salvado a su pueblo!... hay entre ellos ciegos y lisiados, embarazadas y parturientas: ¡es una gran asamblea la que vuelve aquí! Habían partido llorando, pero Yo los traigo llenos de consuelo” (cf. Jer 31,7-9). Y pidamos con el salmista: “¡Cambia, Señor, nuestra suerte! Ya que los que siembran entre lágrimas cosechan entre cantares” (Sal 125,5).
El tema dominante del Evangelio proclamado es ‘camino’ – ‘caminar’ (hodós aparece en Mc 8,27; 9,33.34; 10,17.32.46.52). Directamente vinculado con el tema del camino está el del 'seguir a Jesús' (el verbo akolouzein referido a Jesús aparece en Mc 8,34; 9,38; 10,21.28.32.52). Este seguir a Jesús estaba obstaculizado por la ceguera humana, por la falta de una visión de fe ante el misterio de la cruz. Esto lo vemos en la falta de comprensión de los apóstoles manifestada en sus reacciones "desubicadas" ante el triple anuncio de la pasión por parte de Jesús (cf. Mc 8,32ss; 9,32ss; 10,35-41).
Cabe destacar en este pasaje del Evangelio la importancia de la escucha. El ciego y Jesús escuchan por eso se producen cambios. En cambio los discípulos y el resto sólo oyen, lo cual no compromete. El ciego al escuchar que es Jesús, se pone a clamar, y Jesús, que escucha, manda a los apóstoles que lo llamen. El ciego tirando su único haber y protección, el manto, corre al encuentro de Jesús. Jesús se ocupa de él y por eso le pregunta ¿qué quieres que haga por ti?, a pesar de que sabe lo que necesita. Es necesario escuchar al otro, no presuponer. Se obra después de escuchar.
El ciego, una vez curado, se une a Jesús y lo sigue por el camino (Mc 10,52). Tengamos en cuenta que Jesús no iba de paseo a Jerusalén, sino a padecer ultrajes y la crucifixión. Asunto que no querían o no podían aceptar los apóstoles; también a nosotros nos pasa que no aceptamos un camino de fe con sufrimiento, humillaciones, contradicciones, fracasos y muerte.
Notemos que, si bien la fe es luz y sanación de la ceguera causada por el pecado, no obstante no es que sea como el sol que disipa totalmente la oscuridad, sino una lámpara que nos permite caminar en medio de las tinieblas de este mundo y la confianza en la Palabra de Jesús, que se “muestra indulgente con los que pecan por ignorancia y con los descarriados, porque él mismo está sujeto a la debilidad humana” (Heb 5,2).
Para concluir, vuelvo al inicio. La sinodalidad nos permite recuperar los necesarios vínculos entre laicos y pastores. Se recupera la circularidad, ya que la sinodalidad pone al pueblo como sujeto principal de la acción evangelizadora, de la misión. Todos, laicos, consagrados y pastores, somos el único Pueblo de Dios. Por tanto, lo igual precede a lo particular o diverso, sin anularlo. La diversidad de carismas está al servicio de la igual dignidad de hijos e hijas de Dios, recibida en el Bautismo. La Iglesia no es una masa informe, sino un cuerpo con diversos miembros funcionales.
Los exhorto a que ninguno, desde el obispo hasta el último bautizado, se constituya en obstáculo para llevar adelante este proceso sinodal, por apatía, ideología, pragmatismo, individualismo, intelectualismo o pereza.
“A Ti, Madre bendita del Valle, que eres experta en procesos, pues lo inicias con cada nuevo bautizado que te confía tu Hijo Jesús y la Iglesia; te pedimos que nos ayudes a lanzarnos animosos en esta dirección que nos indica el Espíritu Santo para este tercer milenio que la humanidad empezó a transitar, bajo el providente amor de nuestro Buen Padre Dios”. Amén.
Mons. Luis Urbanc, obispo de Catamarca