Cuando nos paramos ante un campo con la tierra reseca, enseguida pensamos en la necesidad del agua para dar lugar a fecundar la semilla y desarrollar el fruto. Teniendo en cuenta esta imagen, podemos apelar a ella para reconocer que también atravesamos momentos de “sequía espiritual”. Sabemos que Dios acoge nuestros gozos y esperanzas, pero en algunos períodos esas certezas se oscurecen con la angustia, el desconcierto, la incertidumbre.
La pandemia nos está afectando más de lo que suponemos. La humanidad entera, y nosotros como parte de ella, necesitamos experimentar el consuelo de Dios, su ternura. Esta es la vocación y misión de la Iglesia: ser portadora de una Buena Noticia. Dios vuelve a enviarnos con premura: “salgan al cruce de los caminos e inviten a todos los que encuentren” (Mt. 22, 9). Nadie queda excluido de esta convocatoria a la cercanía de Dios.
El Documento de Aparecida desde sus primeras páginas nos advierte: “Aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo” (DA 14).
Dios es amor; lo sabemos. Sin embargo, no siempre lo experimentamos. Corremos el riesgo de quedarnos con esas tres palabras en la cabeza o en los labios, pero sin que pasen y se queden en el corazón.
Es importante comunicar de modo permanente este tesoro del amor de Dios que nos ofrece su amistad. Pero no es menor la necesidad de una mirada certera acerca del momento actual.
La Pandemia puso en evidencia y potenció experiencias de dolor, soledad y pobreza. Silenciosamente nos va invadiendo la sensación de vulnerabilidad y fragilidad. Nos fue sorprendiendo el desaliento de personas que habitualmente son entusiastas y proactivas, y ahora tienen una mirada derrotista y escéptica.
En este mundo concreto (no en otro ideal o en el pasado) es en el cual tenemos un anuncio que realizar “no podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20). Así se expresaron los Apóstoles Pedro y Juan cuando después de Pentecostés los jefes de Israel les prohibieron predicar. Se trata de compartir una experiencia que nos cambia la vida.
Ciertamente la fe no es un consuelo superficial que maquilla el dolor del tiempo presente. Tampoco es una fuga al intimismo que nos desvincula de los demás.
El Papa Francisco en el mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones nos dice: “Nuestra vida de fe se debilita, pierde profecía y capacidad de asombro y gratitud en el aislamiento personal o encerrándose en pequeños grupos; por su propia dinámica exige una creciente apertura capaz de llegar y abrazar a todos. Los primeros cristianos, lejos de ser seducidos para recluirse en una élite, fueron atraídos por el Señor y por la vida nueva que ofrecía para ir entre las gentes y testimoniar lo que habían visto y oído: el Reino de Dios está cerca”. El mes de octubre lo dedicamos a fortalecer nuestra vocación misionera y a renovarnos con la alegría de la fe.
En las Diócesis de la Argentina y también en San Juan habrá varias iniciativas que suscitan el compromiso misionero.
Este fin de semana se está desarrollando la Peregrinación Juvenil a pie a Luján. En condiciones sanitarias que condicionan el estilo habitual miles caminan para expresar el cariño a la Virgen. El lema de este año: “Madre del Pueblo, te pedimos por la salud y el trabajo”. Nos unimos en la oración.
Mons. Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo