Jueves 26 de diciembre de 2024

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Beatificación de Mamerto Esquiú

Homilía del cardenal Luis Héctor Villalba, arzobispo emérito de Tucumán y legado papal a la beatifición de Fray Mamerto Esquiú, en la misa de batifiación (Piedra Blanca, Catamarca, 4 de agosto de 2021)

Lectura de la profecía de Ezequiel 34, 11- 16 | Sal. 22, 1-3.4.5.6 |
1 Cor. 9, 16-19.22-23 1 Lc. 22, 24-30

Queridos hermanos y hermanas:

Los saludo a todos con afecto, en particular al Pastor de esta diócesis Mons. Luis Urbanc, a Mons. Carlos Ñañez, arzobispo de Córdoba, a todos mis hermanos en el Episcopado, así como el Padre Provincial de la Orden Franciscana de Hermanos Menores. Mi afectuoso saludo, también, a los sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados, consagradas, a las autoridades presentes y a todo el Pueblo de Dios.

Doy gracias al Señor, porque en nombre del Santo Padre Francisco, cuyo saludo afectuoso y cuya bendición les traigo, tengo la alegría de presidir esta celebración eucarística y proclamar beato a Mamerto Esquiú.

1. ¡Alegrémonos en el Señor!

Hoy es un día de fiesta

Hoy es un día de gozo.

Grande es la alegría en el Cielo y en la tierra por la beatificación de Mamerto Esquiú.

Alegría para la orden de los franciscanos, a la que pertenecía Esquiú, alegría para la Iglesia de Catamarca, en donde nació, vivió y murió, alegría para la Iglesia de Córdoba, de la que fue Obispo durante dos años, alegría para la Iglesia de Argentina, alegría para la Iglesia Católica entera que celebra en Esquiú una nueva esperanza.

El gozo proviene del hecho de que un miembro de la Iglesia, un hombre de nuestra patria, un hermano nuestro, es reconocido beato, honrado e invocado como tal.

Mamerto Esquiú Beato, ¿qué significa? Significa que la Iglesia reconoce en él una figura excepcional, un hombre en el que se dieron cita la gracia de Dios y el alma de Esquiú para alumbrar una vida estupenda hasta alcanzar esa grandeza moral y espiritual que llamamos santidad.

Beato quiere decir salvado y glorioso. Quiere decir ciudadano del cielo.

Mamerto Esquiú como religioso, como sacerdote, como obispo

es un modelo a imitar y como San Pablo puede decirnos a todos: “Sigan mi ejemplo, así como sigo yo, sigo el ejemplo de Cristo” (1Cor. 11, 1; 11,1). Y, a la vez, Mamerto Esquiú es un intercesor en favor nuestro. La Iglesia nos dice, al beatificarlo, que lo podemos invocar y a él podemos orar, pues ya participa de la felicidad eterna.

La beatificación de Mamerto Esquiú es una invitación a todos nosotros para que caminemos en la huella abierta por Jesucristo, una invitación para caminar hacia la santidad.

Una beatificación nos recuerda a nosotros que somos la Iglesia peregrinante y militante, a la Iglesia bienaventurada y triunfante, es decir, el epílogo glorioso de la vida cristiana, la certeza de nuestra inmortalidad y de nuestro destino al Paraíso. El Señor nos invita a elevar nuestra mirada hacia lo alto y nos dice: “Tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación” (Lc. 21, 28).

Aquí en la tierra tenemos que seguir el ejemplo de Esquiú si queremos llegar a la gloria. Los santos, los beatos son nuestros maestros, nuestros modelos, nuestros amigos, nuestros protectores.

Surge, espontánea la pregunta: ¿Cómo es la vida de Mamerto Esquiú? ¿Cómo es su historia? ¿Cómo ha llegado a ser beato?

Ustedes ya lo conocen. No es este el momento de hacer su biografía, tampoco de hacer un panegírico.

Pero al menos quiero señalar algunos rasgos de su vida.

2. Mamerto Esquiú nació el 11 de mayo de 1826 aquí, en esta localidad de Piedra Blanca, en la provincia de Catamarca.

Su familia era religiosa y trabajadora.

Ingresó a la Orden Franciscana de Hermanos Menores (O.F.M.) donde profesó los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia y se ordenó sacerdote, a los 22 años, el 18 de octubre de 1848.

Se esmeró en la enseñanza y en la predicación.

Desde joven enseñó filosofía y teología y también fue maestro de niños.

Como sacerdote se dedicó al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual.

En 1862 se trasladó al Convento franciscano de Tarija en Bolivia, en búsqueda de una vida religiosa más regular y retirada, dedicándose a la enseñanza de la teología. En 1864 se traslada a Sucre, capital de Bolivia, a pedido del Arzobispo del lugar, para enseñar en el Seminario.

En el año 1872 viajó como misionero a Perú y Ecuador. Y al año siguiente regresa a Tarija.

En 1876 viajó a Roma y a Tierra Santa.

En Roma, Esquiú se encuentra con el General de la Orden Franciscana, que dispone que regrese a Catamarca para trabajar por el restablecimiento de la vida común en los conventos. Así, después de 16 años de estar ausente, regresa a Catamarca en 1878.

En 1880 es nombrado Obispo de Córdoba.

En su segundo año como Obispo, fue a la Rioja, que pertenecía a su diócesis, a visitar a sus fieles y administrar los sacramentos. Y en el viaje de regreso a su sede episcopal de Córdoba, murió el 10 de enero de 1883, en la posta catamarqueña de El Suncho. Tenía 56 años de edad.

3. Esquiú buscó ser santo. Buscó, sobre todo, hacer la voluntad de Dios. Lo que importa, decía, es hacer a todo trance la voluntad de Dios.

Construyó su vida de santidad sobre Jesucristo. Su meta era conocer y amar a Jesús para grabar su imagen en su alma.

La Palabra de Dios ocupó un lugar central en su vida.

Mamerto Esquiú fue un sacerdote de profunda oración, dedicaba mucho tiempo a la oración. Tenía un gran amor a la Santísima Virgen María y a San José.

Esquiú fue un Obispo misionero que se dedicó a visitar todas las comunidades de su extensa diócesis. No sólo misionó en las Parroquias, sino también en las Capillas. En los lugares donde no había Iglesias, misionaba en los pequeños poblados o en las estancias.

Esquiú fue un Obispo Pastor que se destacaba por su humildad, por su pobreza y por la austeridad de su vida.

Esquiú fue un pastor que se entregó a los pobres al estilo de San Francisco. Era infatigable en la asistencia a los enfermos y en la administración de los sacramentos.

El beato Mamerto Esquiú es reconocido como uno de

las grandes figuras de nuestro país por su patriotismo ejemplar.

Iluminó el orden temporal con la luz del Evangelio, defendiendo y promoviendo la dignidad humana, la paz y la justicia.

4. Al declarar beato a Mamerto Esquiú, la Iglesia reconoce públicamente su santidad de vida.

Esta beatificación nos recuerda que nosotros, también, hemos sido llamados, como dice san Pablo: “A participar en la heredad luminosa de los santos” (Col. 1, 12).

Todos estamos llamados a ser santos.

La Iglesia y el mundo de hoy tienen necesidad de hombres y mujeres de toda condición y estado de vida, sacerdotes, religiosos y laicos, que sean santos.

Santidad significa perfección que en el grado más alto se encuentra solo en Dios. Dios es la perfección, Dios es la santidad. Ser santo es participar de la santidad, de la vida de Dios.

Dios es santo y quiere que su pueblo sea santo.

El cristiano está llamado a ser en la tierra la imagen

viviente de la santidad divina.

San Pedro nos exhorta a la santidad diciendo: “Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que está escrito: Sean santos, porque yo soy santo” (1 Ped. 1, 16).

En el Evangelio de San Mateo Jesús afirma: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt. 5,48).

San Pablo en la carta a los Efesios escribe: “Dios nos eligió para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef. 1, 4).

No hay más que una vocación definitiva: la de ser santos.

La santidad no es una excepción en la vida cristiana, es un llamado para cada uno de nosotros.

El Concilio Vaticano II explicó, que: “Todos en la Iglesia, ya sea que pertenezcan a la Jerarquía o sean apacentados por ella están llamados a la santidad según aquello del Apóstol: “La voluntad de Dios es que sean santos” 1 Tes. 4, 3)” (LG 39). Y agrega el Concilio: “Está claro, por consiguiente, que todos los fieles de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana, a la santidad” (LG 40).

5. ¿Cómo puede ser santo el hombre?

Dios santifica al hombre, comunicándole su vida divina. Dios lo hace participar de su santidad, de su vida. El hombre se torna santo por su comunión de vida con Dios.

La santidad es un don, un regalo. La santidad se nos confiere por el bautismo y los otros sacramentos por los cuales se nos infunde la gracia, que nos hace santos, hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina.

Pero la santidad no es sólo don, regalo, sino también un deber.

Suponiendo el regalo divino de la gracia, que nos hace santos, la santidad se convierte en obligación. Los cristianos, enseña, el Concilio Vaticano II: “deben con la ayuda divina conservar esa santidad que recibieron y perfeccionarla en su vida” (LG 40).

Por eso la santidad no es pasiva, no nos exonera de un esfuerzo moral continuo. Jesús nos dice: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga”

(Lc. 9, 23).

Para ganar la vida hay que perderla, para obtener el Reino hay que venderlo todo, para ser fecundo hay que enterrarse, para entrar en la gloria hay que participar de la cruz.

La gracia es un don, es un regalo gratuito que Dios nos da, pero siempre implica una participación del hombre: saber que todo viene de Dios no me lleva a dejarme estar. Por eso agradezco, pido y alabo a Dios. Pero por eso, también, colaboro, trabajo, me hago cargo de mis actos.

Así la santidad a la que estamos llamados resulta de dos factores. El primero y esencial es la gracia. Dios es quien la ofrece. Dios es quien nos la da en Jesucristo.

Estar en gracia de Dios lo es todo para nosotros. Tenemos que tener siempre una gran preocupación por vivir en gracia de Dios. Nos debería disgustar como una mancha en un vestido blanco, por muy pequeña que sea. Tenemos que tener una profunda estima por la gracia de Dios y un gran deseo de vivir en gracia de Dios. La gracia es de por sí exigente y no deberíamos tolerar ni el más mínimo pecado.

Pero es necesario todavía otro factor y eso depende de nosotros. Es nuestro sí, nuestra disponibilidad al Espíritu, es aceptar y querer cumplir la voluntad de Dios.

El encuentro de la voluntad amorosa y salvífica de Dios, con nuestra voluntad obediente y feliz es la perfección, es la santidad.

Realizar la santidad es vivir en la sencillez de lo cotidiano la fe, la esperanza y la caridad.

Queridos hermanos y hermanas:

Demos gracias a Dios por la beatificación de Fray Mamerto Esquiú.

Al elevar a la gloria de los altares a un nuevo beato, la Iglesia nos lo propone como ejemplo que hemos de seguir y como intercesor a quien hemos de invocar.

Jesús nos invita a nosotros, como lo hizo con Mamerto Esquiú, a seguirlo para tener en herencia la vida eterna.

Meditemos en su vida y sigamos su ejemplo.

Que la Virgen María, Reina de los Santos, suscite en el pueblo cristiano, hombres y mujeres santos.

Que el beato Esquiú nos alcance esta gracia.

Card. Luis Héctor Villalba, arzobispo emérito de Tucumán