Queridos hermanos,
En los domingos anteriores la Palabra de Dios nos proponía la llamada de Dios a algunos profetas y las peculiares características de su misión. Así tuvimos ante nuestros ojos la vocación de Ezequiel, convocado a predicar en un pueblo que traicionaba su Alianza con el Señor y Amós que ante las amenazas del orden establecido en materia religiosa les respondía con toda naturalidad a sus acusadores: “No tengo nada que defender; no vengo de ninguna clase social especial ni actúo para que me paguen. Soy del Señor y Él me llamó para decirles estas palabras.” Sorprende lo directo de los profetas. No andan con vueltas. Interpelan el corazón de sus destinatarios que muchas veces prefieren silenciarlos a dejarse enseñar por sus palabras.
Hoy le toca el turno a Jeremías. También él, sin eufemismos, critica a los falsos pastores, aquellos que traicionan su misión dejando afuera de su mirada y de su acción a quienes necesitan ser reivindicados con su voz y su pastoreo. Así, por la traición y la desidia, son responsables directos de la fractura de su pueblo, de la desunión y las intrigas. Por la voz de Jeremías, éste anuncia al pueblo de Dios un pastor que los reunirá y les dará aquel camino de unidad y paz que anhelan. Anticipa así, con estas palabras la venida del Señor a quien ellos esperarán a lo largo de los siglos.
La Carta a los Efesios nos presenta a Cristo mismo como la Paz. Él es quien ha venido a reconciliar en un solo pueblo a todos los pueblos. Su entrega en la Cruz es el precio pagado, en obediencia al Padre, para que todos seamos uno. Cristo es el puente entre los opuestos para que todos nos descubramos peregrinos en un mismo camino. Nos reconcilia sin negar ni imponer ni destrozar. Asume a todos los hombres y a sus diferencias con su propio ser y se pone como camino, verdad y vida para todos.
En el Evangelio se relata el regreso de los apóstoles que vuelven de la misión; es un momento de gozo por todo lo vivido, pero también de una cierta evaluación de los pasos dados. Recuerdo que cuando era más joven y misionábamos en los grupos juveniles, el momento del regreso de la misión era tiempo de alegría para los misioneros que poníamos en común lo vivido, las personas conocidas, las experiencias nuevas, sobre todo donde compartir la fe nos había ayudado a descubrir que las personas estaban antes que nosotros llegáramos, preparadas de algún modo por Dios para que a nuestra llegada pudiéramos sembrar la buena Noticia de Jesús. El regreso era tiempo de gozo y de aprendizaje, porque también nos permitía aprender de nuestros errores y retomar lo principal de la misión, para no debilitarla ni hacerla sólo una ocasión de encuentro humano.
Del encuentro con Jesús con sus discípulos nos queda la sensación de que el Señor los deja explayarse, pero a la vez les propone un lugar de distensión y de quietud para reponer las energías perdidas, entregadas, en el camino.
Sin embargo, pronto llegarán los requerimientos de la muchedumbre que quiere ver a Jesús, que lo busca aun percibiéndolo de lejos…. Los tiempos breves del recogimiento y de la paz, preludian entonces el reencuentro con las muchedumbres ávidas de la Palabra de Vida, del mismo Señor Jesús que los compadece y pastorea de corazón.
En estos días celebraremos el día del Amigo. Cuentan que la fecha tiene que ver con un homenaje a la llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969, Muchos pudimos seguir ese momento increíble y único a través de la imagen de la televisión, “en directo” como comenzaba a decirse entonces. Si aquel alunizaje quería ser una señal de amistad más allá de las fronteras humanas, podía tomarse como un signo de la amistad humana y entonces, oportunidad para celebrar a los amigos. De a poco la fecha se fue instalando entre nosotros y constituyendo un día para el encuentro, para el saludo, para la gratitud. Que, en Jesús, el amigo fiel, el amigo de todas las horas, podamos dar gracias por todos los amigos que el mismo Dios, a través de las distintas etapas de nuestras vidas, nos ha ofrecido. Que sea un día para recordar a los amigos y para crecer en nuestra propia capacidad de serlo.
Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza