Queridos hermanos:
En este solar, hace 195 años (11-5-1826) nacía Mamerto de la Ascensión Esquiú, hijo de Santiago y María de las Nieves Medina, y sus hermanos Rosa, Odorico, Marcelina, Justa y Josefa; todos configuraban una familia sencilla, trabajadora y de vida cristiana. Respecto de su familia, Fray Mamerto escribió en su diario: “Seis éramos los hijos venturosos de estos padres tiernos que, son bienes de fortuna y en humilde estado de labradores, eran felicísimos en la tranquilidad de su virtud… y en las dulzuras de una vida abocada a su familia y a Dios…”.
Cuando cumplió los 5 años, su mamá lo vistió con el hábito de San Francisco, en cumplimiento de una promesa que había hecho, porque el niño se curó después de haber nacido muy enfermo. Y a los 10 años ingresa como aspirante a la Orden de los Frailes Menores, en Catamarca.
El 15 de mayo de 1849 celebró su primera Misa. Como sacerdote se distinguió particularmente en la predicación, ministerio por el cual fue apreciado no sólo en los ambientes eclesiales, sino también políticos. Así se hizo conocido, a los 27 años, al pronunciar el sermón sobre la Constitución Nacional, el 9 de julio de 1853, pidiendo por la paz, la observancia de la Ley y la unión de los argentinos.
Debido a que necesitaba llevar una vida más austera y oculta, en 1962 obtuvo el traslado a un convento de Tarija, Bolivia, como misionero.
En 1870 fue propuesto a la sede Episcopal de Buenos Aires, pero se consideró indigno y, por tanto, se alejó del país peregrinando a Tierra Santa, a Roma y a Asís.
En 1879 rechaza nuevamente el nombramiento como Obispo de Córdoba, pero el Sr. Nuncio le dice: “Es voluntad del Santo Padre que usted sea Obispo de Córdoba”, a lo que Fray Mamerto responde: “Si el Papa lo quiere, Dios lo quiere” y acepta. Así se convierte en pastor y padre solícito. Fue consagrado en 1880. Marcado por las fatigas apostólicas, muere en plena actividad de celoso Pastor, en la posta de El Suncho, el 10-01-1883.
Todos nos hallamos pletóricos de alegría por la pronta celebración del Rito de Beatificación de este ilustre prohombre de la Patria, muy amado comprovinciano y digno hijo de la Virgen del Valle, como de la hermandad franciscana. ¡Cómo no vamos a estar jubilosos y agradecidos a Dios en este día, aquí, donde casi que lo vemos corretear a nuestro querido Mamerto!
¡Así son los caminos de Dios! Y hay que estar dispuestos a caminarlos como lo supo hacer fray Mamerto: con generosidad, esfuerzo, constancia, sabiduría, paciencia, fidelidad, honestidad, fe, esperanza y amor.
En la primera lectura se nos narra las peripecias por las que tienen que pasar Pablo y Silas por causa de anunciar a Jesucristo, ya que “los magistrados ordenaron que los desnudaran y que los azotaran con varas; y después de molerlos a palos, los metieron en la cárcel” (Hch 16,22-23).
Ciertos contenidos culturales hodiernos también son adversos al mensaje cristiano, y no son pocos los cristianos que por ello deben padecer persecución y muerte. Sin embargo, el Señor está a su lado para sostenerlos y fortalecerlos, ya que, igual que Pablo y Silas, no se abaten, sino que “oran y cantan himnos a Dios” (Hch 16,25), dando testimonio de su confianza absoluta en el Señor. Así son muchos los que, motivados por estos claros ejemplos, se fortalecen en la fe y también se convierten a Jesucristo, buscando en Él la salvación: «Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?». Le contestaron: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia» (Hch 16,30-31). Todo termina con un gran festejo: “y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios” (Hch 16,34).
También fray Mamerto tuvo que padecer la incomprensión, la persecución, las calumnias y el desprecio por ser fiel a Jesús: “Hablaré siempre de Jesucristo, hablaré siempre de la fe, primer obsequio que le debe todo hombre. Seré más claro, sencillo y menos indigno de mi divino ejercicio”. Y así decimos con el salmista: “Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad. Cuando te invoqué, me escuchaste y acreciste el valor en mi alma” (Sal 137,2-3).
Fray Mamerto era muy consciente de la necesidad que tenemos de la asistencia del Espíritu Santo para poder creer y obrar en coherencia, para comprender los misterios de la fe y enseñarlos a los demás, para orar e interceder por los pecadores, para ser fieles al Señor y para amar la Iglesia.
Jesús, en el Evangelio nos habla del envío del Espíritu Santo que nos dará fuerzas y ayudará a encontrar el camino. No nos imaginemos al Espíritu como una aparición que continuamente nos va a decir lo que tenemos que hacer. Sería caer en el infantilismo. Dios no nos quiere eternamente niños que necesitan siempre de la mano que los lleve y guíe. Todo lo contrario, nos quiere adultos, libres y responsables de nuestras propias decisiones, capaces de arriesgar y, por supuesto, de equivocarnos y de volver a empezar. El Espíritu no está para decirnos lo que tenemos que hacer en el minuto siguiente, sino para ayudarnos a crecer y a tomar nuestras propias decisiones. El Espíritu nos ilumina el horizonte al que nos tenemos que dirigir: el Reino, la fraternidad y la justicia de los hijos e hijas de Dios, donde nadie está excluido. Y nos anima a ir haciendo nosotros el camino, a ir tomando las decisiones que vayan haciendo de este mundo la casa de todos los hijos e hijas de Dios. El Espíritu no es una vocecita sino una llama que incendia nuestro corazón y nos anima a crecer y vivir en libertad al servicio del Reino de Dios. Y como Pablo y Silas enfrentaremos las dificultades y no nos desanimaremos, porque el Reino vale la pena. Así sea.
Mons. Luis Urbanc, obispo de Catamarca