“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre,
María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba,
Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo».
Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre».
Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa”. Juan 19,25-27
La Palabra de Dios es la Carta que el Padre nos ha escrito para que al volver a ella una y otra vez descubramos nuestra identidad, lo que somos y estamos llamados a ser y hacer. Y este texto que acabamos de proclamar es de alguna manera una Palabra fundante de nuestra identidad.
Jesús en la Cruz está consumando su misión, la de hacer Alianza entre Dios y su Pueblo, una Alianza que nada ni nadie podrá romper jamás. En la Cruz, Jesús está haciendo realidad la Voluntad de Dios, su proyecto, su sueño, es decir, está hundiendo en nuestra tierra, en nuestra humanidad y en nuestra historia, la semilla de su Reino, que no dejará de crecer hasta abrazarnos a todos, sin que nadie, absolutamente nadie, quede afuera y excluido de su Amor. Es una Alianza que de parte de Dios, no sufrirá desgaste, deterioro, ni alteración. Su Amor está y estará intacto desde aquí hasta la eternidad.
En ese momento crucial de la historia de la salvación, con Jesús está Su Madre y el discípulo amado del Señor, y en él todos nosotros.
Jesús va a la Cruz para ofrecer una pelea gloriosa contra el pecado que es el generador de todo lo que nos daña: la muerte, la injustica, la esclavitud, la opresión, la desunión, el odio y ese estado latente de angustia que todos sufrimos cuando estamos enfrentados los unos contra los otros.
Es un misterio grande, porque la Cruz sufrida, bien podría ser el lugar para el enojo, para el resentimiento, la violencia, la venganza. Sin embargo en Jesús, es el lugar para la Misericordia, para el Amor, para el encuentro y la comunión. En la Cruz Dios entrega Todo y nosotros lo recibimos Todo. Recibimos al Amor, recibimos a Su Madre.
En las palabras: «Mujer, aquí tienes a tu hijo», «Aquí tienes a tu madre», se realiza la Voluntad de Dios: que podamos ser personas alianzadas, de profunda comunión, de corazón a corazón y de unidad verdadera.
Estamos urgidos a redescubrir una y otra vez, que nuestra identidad cristiana tiene un nacimiento original y originante en un pacto de Amor hecho en la Cruz, y María está en el centro de esa Nueva Alianza, que se renueva cada vez que “el discípulo la recibe en su casa”.
El Pueblo cristiano, es un pueblo nacido en la Cruz y en la maternidad de la Virgen para ser familia, para ser hermanos. Nacimos de la entrega generosa del Amor crucificado, por tanto nuestra identidad es el amor, es la comunión. Somos un pueblo para la comunión.
El Papa Francisco sabe que María es muy protagonista en la historia de la humanidad y por eso Ella está siempre en medio de los pueblos. María no es alguien más. Desde ese “pacto de la Cruz”, María, es la Madre que va a las casas, a los pueblos, a nuestro pueblo argentino para que hagamos la fiesta del encuentro, de la reconciliación, de la fraternidad. Creo entender que el Santo Padre inspirado en el Evangelio de Jesús y en el caminar histórico de la Madre del Señor, con mirada y actitud valiente y profética, advierte que si bien el mundo está en una encrucijada, todavía está a tiempo de recomenzar y por eso nos propone con tenacidad e insistencia, con ternura y esperanza, vivir “la fraternidad universal y la amistad social”.
Estoy seguro que es una propuesta que él, la ha gestado y madurado también en la fe Mariana, esencialmente la del pueblo latinoamericano y muy especialmente, en la fe del pueblo que peregrina hasta aquí, hasta el Santuario de Luján. EL Papa Francisco conoce muy bien el amor que hay entre María de Luján y el pueblo argentino.
Queridas hermanas, queridos hermanos, los desafíos que tenemos como Nación son de una enorme envergadura: la pandemia que se está llevando tantas vidas dejando además, familias destrozadas, los millones de personas en estado de pobreza y de miseria, la necesidad de trabajo, de vivienda, la difícil situación de la educación, que algunos en el mundo la caracterizan como “catástrofe educativa”. En fin, son tiempos dolorosos, y son tantos los desafíos urgentes y las batallas que debemos afrontar, que no podemos dejarnos tentar por el odio y la desunión.
Reconociéndonos hijos de la Madre de Luján y miembros del Santo Pueblo fiel de Dios, nacidos y ungidos para la comunión, estamos llamados desde Ella y con Ella, a contribuir en la construcción de esta bendita Nación, con nuestros mejores esfuerzos de fraternidad. Los cristianos, junto a la mayoría de los ciudadanos, creyentes o no, pero seguro que sí de buena voluntad, estamos llamados a ser artesanos de la comunión de la Nación, y llegar a ser una Nación con un proyecto de vida para todas las personas que habitamos “esta Patria bendita del pan”.
Es urgente ir a la escuela de María que está al pie de la Cruz y aprender de Ella y con Ella su disponibilidad para el encuentro, para ir hacia los otros. Así también está María de Luján en los orígenes de nuestra experiencia religiosa Lujanense, yendo al encuentro de todos, especialmente de los más frágiles y pobres.
Entonces, necesitamos desear vivir siendo fieles a nuestra identidad de origen, que se ha dado en ese “pacto de la Cruz” y a orillas del río Luján. Inspirados en ese momento y en nuestra Madre Santísima de Luján, estamos llamados también a entregarnos y sacrificarnos por la comunión y la fraternidad de la Nación.
No se trata de hacer algo cruento, ni doloroso. Se trata del sacrificio cotidiano de ser en nuestras casas, en nuestros barrios, en nuestros lugares de trabajo o estudio, allí donde caminamos la vida, artesanos y gestores de un amor que sostiene al otro, que vincula, que genera unidad y fraternidad. Estar dispuestos a sacrificar la vida en nuestro modo de hablar, de actuar, de estar con los otros. Ser amables, con capacidad de escucha, de comprensión, de aceptación del otro de verdad. Renunciar a que el otro es un enemigo.
Gracias a Dios, son muchos los que viven sacrificando sus vidas por los demás, en este tiempo, los trabajadores de la salud, y muchísimas personas que se exponen con un sentido superior de solidaridad. Y también los más pobres, que enfrentan el día a día con una entrega generosa y una paciencia extraordinaria.
Se trata entonces de un tipo de sacrificio que lejos de vaciarnos nos llena de vida, porque busca el Bien Común y es capaz de fecundar misteriosamente el proyecto compartido. Sacrificamos un poco el “yo”, para renacer al “nosotros” y a una fraternidad que acepta las diferencias, la diversidad de rostros, de historias, de experiencias, de deseos y de propuestas.
El Santo Padre Francisco, en su última Encíclica llamada Fratelli tutti, nos entrega una serie de coordenadas fundamentales para trabajar por una mejor convivencia y una Nación más unida. Allí nos habla de ser capaces de “recomenzar”, de “soñar”, de “preparar el futuro”, es decir, nos invita a hacer realidad el sueño de Dios.
Allí, revalorizando el lugar de la política, como “una de las formas más preciosas de la caridad” (180), invita a realizar una “Mejor Política” (Capítulo 5). En este sentido, entiendo que es muy oportuno y necesario que los laicos se comprometan en opciones y decisiones políticas, ya sea las que ofrecen los diferentes partidos políticos, los movimientos sociales o las distintas organizaciones de la sociedad. Pero es fundamental que sean capaces de priorizar el diálogo y la fraternidad para una “Cultura del Encuentro”. Hemos nacido como Pueblo de Dios para vínculos profundos y fraternos. No debemos dejar que el odio domine nuestras mentes y corazones. Y mucho ha hecho y hace la Virgencita de Lujan para sostener a la Patria.
No soy ingenuo, no quiero evadir las tensiones, ni las dificultades, ni lo conflictivo que significa vivir la fraternidad en este tiempo de la historia, en este tiempo de la Argentina. Bien sabemos que los simplismos atentan contra la comunión verdadera.
Pero los que creemos en Jesús y en su Evangelio, los que amamos a María de Luján, no podemos mirar para otro lado. Pienso en el pueblo cristiano metido hasta el tuétano de la realidad: las laicas y los laicos, las religiosas y religiosos, los diáconos y los sacerdotes, los obispos, y desde los jóvenes hasta nuestros queridos ancianos. Todos nosotros estamos llamados a ser levadura y fermento para la fraternidad de la Nación.
Tenemos que animarnos con audacia y valentía a replicar ese pacto amoroso de la Cruz, lo que allí pasó entre Jesús, María y el discípulo, necesitamos ser capaces de recibirnos los unos a los otros con la máxima apertura del corazón.
Es tiempo de asumir la responsabilidad de ser mediadores de encuentro entre unos y otros, aun en el dolor de tantas circunstancias difíciles, sacrificándonos como el Señor Jesús, para generar una fraternidad nueva, que haga de la Argentina una Patria de hermanos.
Queridas hermanas y hermanos, los pasos que tenemos que dar para la comunión de la Nación son decisivos. Para los cristianos, la fraternidad, debe ser una prioridad y nuestro mejor aporte, porque en la fraternidad jugamos también nuestro testimonio y nuestra fidelidad al Evangelio de Jesús.
Aquí estamos Nuestra Señora de Luján. Estamos en tu Santuario, pero sabemos que vos estás en todos los rincones de la Patria y eso nos da confianza, fortaleza y paz.
A vos, que sos la patrona del Pueblo Argentino, te pedimos que cuides especialmente de los enfermos, del personal de la salud y de todos los que tanto trabajan para salir de esta pandemia.
Te pedimos querida Madre de Luján que nos ayudes a ser una Patria de hermanos.
8 de mayo de 2021
Mons. Jorge Eduardo Scheinig, arzobispo de Mercedes-Luján