Reverendo Monseñor Rubén Oscar López, Administrador Diocesano,
Reverendos Sacerdotes del Clero diocesano de Avellaneda-Lanús,
Reverendos Sacerdotes del Clero Religioso,
Reverendos Diáconos y Seminaristas,
Reverendos Hermanos Religiosos y Hermanas Religiosas,
Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo, también todos aquellos que siguen esta misa a través de los medios de comunicación y redes sociales.
El Santo Papa Juan Pablo II, tenía el uso, algunos de ustedes seguramente recuerdan, de escribir una carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo. Quisiera citar aquella primera del 1979, cuando Juan Pablo saludaba a los sacerdotes en esta manera:
“A todos ustedes, pues, que en virtud de una gracia especial y por una entrega singular a Nuestro Salvador, soportan el peso del día y el calor (cfr. Mt 20-12), entre las múltiples ocupaciones del servicio sacerdotal y pastoral”.
Así es estimados sacerdotes, ustedes son obreros de la viña del Señor en la Diócesis de Avellaneda-Lanús. Ustedes tienen el privilegio y la responsabilidad de anunciar el Evangelio y ser pastores según el modelo de nuestro Señor Jesucristo, Eterno Sacerdote.
En la misma carta el Santo Papa, adaptando las palabras de San Agustín, escribe: “Para ustedes soy Obispo, con ustedes soy Sacerdote”. Queridos Hermanos, en el tiempo durante el cual su Diócesis espera un nuevo Obispo, quiero como Nuncio Apostólico, Obispo y sobre todo como sacerdote, celebrar con ustedes esta Misa Crismal, misma en la que renováremos las promesas sacerdotales y bendeciremos los óleos santos; pero antes, quisiera compartir con ustedes, queridos hermanos en el sacerdocio, también algunas reflexiones.
Hoy día y, sobre todo mañana Jueves Santo, volvemos con nuestros pensamientos y con nuestro corazón al Cenáculo de la Última Cena. Volvemos al momento de establecimiento del Sacramento de la Eucaristía y del Sacerdocio. Esta noche nuestro Cenáculo es esta Catedral. Es más que natural que hoy día recordemos el de nuestra ordinación sacerdotal. ¿Cuántos años pasaron ya? ¿Uno, dos, cinco, diez, veinte, treinta o más? No importa. Lo importante es que somos sacerdotes, todos somos jóvenes recordando nuestra primera misa. Hoy y mañana es una fiesta de los sacerdotes, permítanme de presentar a todos Ustedes mis felicitaciones, mejores deseos y agradecimientos por el servicio cotidiano sacerdotal.
Nosotros, “in persona Christi” (en nombre de Cristo) decimos cada día las palabras “Tomen y beban todos de él, porque este es mi Cuerpo…. Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre”. En realidad, Nuestro Señor nos recomendó de hacerlo cuando dijo “Hagan esto en conmemoración mía”.
Y nosotros lo hacemos, sirviendo en esta manera el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en nuestro cuerpo humano. En nombre de Cristo, no solo celebramos la santa Eucaristía, sino que también in persona Christi proclamamos la buena nueva, damos la absolución de pecados, fortalecemos con santo óleo los enfermos y bendecimos el Pueblo de Dios.
Sí, estimados hermanos en el Sacerdocio, Dios nos ha confiado los más grandes dones. Somos débiles y pequeños pero Dios nos ha confiado los grandes misterios, que humanamente nos sobrepasan. Uno casi pude tener miedo de la grandeza del Sacerdocio; por lo tanto un sabio sacerdote decía: “Temo a mi proprio sacerdocio. Me arrodillo ante mi sacerdocio y ante mi sacerdocio caigo en polvo”.
En el primero capitulo del Evangelio según San Juan podemos encontrar la descripción de la vocación del los primeros apóstoles.
“Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios». Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?». Ellos le respondieron: «Rabbí –que traducido significa Maestro– ¿dónde vives?». «Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde. Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo (J 1, 35-42).
Sabemos que el día después Jesús llamó Felipe. Mientras más tarde “Felipe encontró a Natanael y le dijo: «Hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y en los Profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret». Natanael le preguntó: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?». «Ven y verás», le dijo Felipe (J 1, 45-46).
Estimados hermanos, en esta descripción de la llamada de los primeros discípulos, podemos encontrar la definición de un Apóstol de Jesús.
El primero paso es encontrar y conocer Jesús. Es necesario aceptarlo como mi Señor y Salvador. Es necesario creer firmemente que “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (J 3, 16).
Entonces, debemos creer en Dios y conocer a Dios y solo cuando creemos y tratamos de conocerlo podemos decir a los demás, como Felipe a Natanael: Ven y verás, (vengan y verán). Debemos ser gente de fe. No podemos ser guías ciegos y malos que no conocen a Nuestro Señor.
Todo nuestro espíritu, toda nuestra mente, nuestro corazón y nuestra voluntad deben ser dirigidos a Cristo, Nuestro Redentor. Queremos repetir junto con San Pedro “«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios» (J 6, 68). Queremos repetir estas palabras no como la gente fracasada que no tiene otra posibilidad, sino que como personas que tengan fe y confianza en su Señor.
Las palabras del santo Juan Pablo II, que he citado al comienzo: “Para ustedes soy Obispo, con ustedes soy Sacerdote”, son una adaptación de las palabras de San Agustín “Vobis enim sum episcopus, vobiscum sum Christianus”, Para ustedes soy obispo, con ustedes soy cristiano.
Es bien recordar estas palabras, porque de un lado, Dios nos ha confiado grandes cosas, por otro somos iguales a todos los otros cristianos. Estamos al servicio de nuestros hermanos y hermanas. Un sacerdote es uno que ama la gente, alguien que no ama ser humano, no debería ser sacerdote.
Nuestro querido Papa Francisco en su primera Exhortación Apostólica “Evagelii Gaudium” comienza con las siguientes palabras: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (1).
Nunca olvidemos que somos heraldos de buena nueva, que anunciamos al mundo entero la esperanza que no puede defraudar y alegría que nadie nos podrá quitar (J 16, 22).
Normalmente, los sacerdotes predican, pero hoy día es una ocasión especial, para predicar a los sacerdotes, entonces, espero que quien no es sacerdote: las religiosas, los religiosos y laicos, me perdonen hoy día que he dedicado esta breve reflexión a mis hermanos sacerdotes.
Queridos hermanos sacerdotes que el Espíritu del Señor esté siempre sobre ustedes, porque ustedes son ungidos. Ustedes son enviados para anunciar la buena nueva y a proclamar el perdón a los cautivos. Ustedes son enviados a consolar a los afligidos. Y así sea. Amen.
Mons. Miroslaw Adamczyk, Nuncio Apostólico