Querido Señor Cardenal Estanislao Karlic,
Queridos hermanos Sacerdotes, Diáconos,
Seminaristas:
Nuevamente celebramos esta Eucaristía de un modo muy particular como consecuencia de la pandemia. Extrañamos la presencia de las religiosas, consagrados y de nuestro pueblo fiel que nos acompañan todos los años.
Sabemos que esta celebración tiene un hondo sentido para el Presbiterio porque pone de manifiesto la unidad eclesial y el origen pascual de todos los sacramentos. Misa concelebrada por el Obispo y todo su Presbiterio, en la cual se consagrará el Santo Crisma y se bendecirán el óleo de los catecúmenos y de los enfermos, materia de los sacramentos, poniendo de manifiesto que la salvación, transmitida por los signos sacramentales, brota precisamente del Misterio pascual de Cristo; somos redimidos por su muerte y resurrección y, mediante los Sacramentos, acudimos a esa misma fuente salvífica. También, hoy, renovaremos los compromisos que asumimos el día de la Ordenación, para ser totalmente consagrados a Cristo en el ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los hermanos.
Las circunstancias que estamos viviendo no nos permiten celebrar en la Iglesia Catedral como corresponde, y por una propuesta del Consejo Presbiteral, pareció oportuno celebrarla en la Capilla del Seminario, bajo el manto protector de Nuestra Señora del Cenáculo. Y porque todo es providencia, me hizo pensar que volver a un lugar tan querido por todos, ya que la mayoría acá aprendió a conocer, amar y seguir al Señor, es una magnífica oportunidad, en un tiempo difícil, para escuchar las exhortaciones del Apóstol Pablo a Timoteo: “ Te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por imposición de mis manos” (2Tim 1,6); “ No malogres el don espiritual que hay en ti y que te fue conferido mediante una intervención profética por la imposición de manos del Presbiterio”( 1Tim 4, 14s).
Hemos vivido un año muy complicado y tenemos que enfrentar otro con mucha incertidumbre. Creo que todos somos conscientes que este tiempo nos ha afectado en nuestro trabajo pastoral y tal vez en nuestra vida espiritual y psicológica, por eso necesitamos renovar el don. Tenemos que ser cercanos a nuestra gente y tuvimos que aislarnos, queremos una Iglesia en salida misionera y tuvimos que cerrar nuestras puertas. ¡Cuánto dolor celebrar sin el pueblo fiel y hasta lágrimas en muchos cuando pudimos celebrar con ellos!
Las actividades pastorales han sido múltiples, exigentes y muy novedosas para muchos. Si se piensa además en las condiciones socio-culturales, los sufrimientos y angustias de nuestros hermanos, el ejercicio audaz de la diaconía, el dolor profundo que nos causó la ley del aborto como una manifestación más del avance del secularismo y de una cultura neo-pagana… y tantas otras realidades que podríamos enumerar, todo esto hace que nuestro ministerio esté muy expuesto al peligro de la dispersión. Nuestra vida está compuesta por un sinnúmero de tareas diferentes, urgentes e importantes que requieren toda nuestra atención. Por eso, es fácil caer en una disipación del trabajo y en un cierto desánimo, que nos hacen perder la unidad interior. Y, sin embargo, estamos convencidos de que necesitamos esa unidad en nuestra vida. Los Obispos, los Sacerdotes, necesitamos algo o Alguien que unifique nuestras facultades, nuestras actividades y trabajos para no sentirnos fuera de nuestro ser, casi alienados.
Hace falta un principio que anime y unifique nuestra vida sacerdotal y nuestro ministerio. Necesitamos un anclaje en medio de esta continua tensión entre el ser y el hacer, entre nuestras debilidades y la exigencia de santidad. Necesitamos un anclaje para entender y entendernos, para comprender el mundo y transformarlo según el Evangelio, para conocer a los hombres y guiarlos en su santificación, para aprender y enseñar, para santificarnos y santificar. Necesitamos llegar al centro de nuestra identidad para entendernos, para saber quiénes somos, cuál es nuestra misión, en donde está nuestra fortaleza.
El gran secreto es nuestro amor a la persona del Señor. “Mi vida es Cristo”, como decía San Pablo, y por eso nuestro día debe centrarse en torno a la Eucaristía celebrada y adorada. Porque ahí nos sumergimos en el “Misterio” personificando a Cristo, actualizando el Misterio Pascual.
“La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más”. EG. 264
Necesitamos ser hombres de oración que “...vivamos unidos amical y fraternalmente a Jesucristo, en manos del Padre, bajo el manto de María, en escucha del Espíritu Santo”. Necesitamos contemplar el rostro de Cristo, el rostro del Hijo, el rostro Doliente, el rostro del Resucitado. “Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial”. EG.264
Nuestro ser sacerdotal, que recibimos por la imposición de las manos y la unción del Crisma y que hoy queremos renovar,tiene que ser profundamente agradecido, entregado, salvado; una existencia que recuerda, que hace memoria; una existencia “consagrada”, orientada a Cristo, es decir eucarística. (San Juan Pablo II)
Tenemos que recomenzar desde Cristo, (Aparecida), y ¡qué mejor oportunidad que estos días, en donde se manifiesta la gesta más grandiosa del amor de Dios, para así redescubrir la belleza y la alegría de ser sacerdotes! Anunciar a Cristo. Anunciar la Vida. Él es como nos decía nuestro querido Papa Emérito Benedicto XVI, “el que nos hace la vida libre, bella y grande. ¡Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida! Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera… Quien se da a Él, recibe el ciento por uno… y encontrará la verdadera Vida” (Benedicto XVI homilía de iniciación del ministerio Petrino).
Debemos pedir la gracia del encuentro transformador con Cristo. En la escuela de María tenemos que ir haciendo realidad nuestra configuración con Él.
La premisa humana psicológica y espiritual para el buen resultado de una vida sacerdotal es la relación íntima con Dios (Francisco). El déficit de intimidad nos lleva a la aridez de la vida espiritual y, en consecuencia, el decaimiento de esa amistad profunda, interior y vital con el Señor que constituye la base para la fecundidad personal y pastoral. El sacerdote que ya no reza acumula un “déficit” peligroso, que puede generar sensación de vacío, de frustración e insatisfacción, dificultad en la gestión de la soledad, de las necesidades y de los afectos.
Para que el sacerdote sea configurado con el Corazón de Cristo es necesario que el eje de su vida cotidiana y el fundamento de su estructura humana y espiritual estén constituidos por el humus interior, sostenido por la profunda amistad personal con el Señor, a partir de la cual la gestión de la propia vida, el celibato y la misión apostólica pueden ser psicológicamente habitables y espiritualmente fecundos.
También el sacerdote se topa a veces con lo que el Papa Francisco ha denominado “el cansancio de la esperanza”, esa amargura interior que a menudo nace de la distancia entre las expectativas personales y los frutos visibles del apostolado; o la aridez del corazón que con frecuencia conduce a arrastrar las tareas pastorales y la propia oración hacia la costumbre, la resignación e incluso hacia el abandono. Es necesario, al contrario, dejarse siempre “despertar” por la Palabra del Señor y por el grito del Pueblo de Dios.
Nuestro tiempo necesita la esperanza, y naturalmente, durante este período de pandemia, esta necesidad es más apremiante.
Nuestra fe en Jesucristo Resucitado sigue siendo siempre la fuente de la esperanza. Por su resurrección ha vencido el pecado y la muerte, y nos ha abierto un futuro sin fin. El mensaje pascual debe ser siempre el centro de nuestro modo de evangelizar.
Los hombres de hoy necesitan descubrir esta esperanza pascual. De otro modo, la muerte será la palabra final.
En este año, el Papa nos invita a contemplar la persona de San José para “redescubrir de modo particular en la oración su figura y misión, dócil a la voluntad de Dios, humilde autor de grandes empresas, siervo obediente y creativo”.
Siguiendo el ejemplo de la paternidad de San José, Patrono de la Iglesia Universal, el sacerdote está llamado a ser un custodio atento, que acoge, sabe hacerse el servidor de todos, un padre que sueña, modelo de valentía y discreción.
Queridos sacerdotes: una vez más les doy las gracias por todo el trabajo pastoral que realizan y por su entrega. Que Dios se los pague.
Quiero recordar hoy especialmente al querido Monseñor Mario Bautista Maulión, a los Padres Ángel Riedel, Félix Viviani, y Raúl Dri: que el Buen Pastor les dé el premio prometido a los servidores fieles. También quiero poner, en este año tan especial, una intención en la Eucaristía por las madres, padres y hermanas fallecidos de nuestros sacerdotes, que han partido en circunstancias especialmente duras y a quienes no hemos podido acompañar como estamos acostumbrados.
Rezamos también por nuestros hermanos sacerdotes enfermos y por los que están trabajando o estudiando fuera de la Arquidiócesis.
Pido la gracia al Señor que, con el trabajo de todos, podamos edificar una Iglesia Pascual, signo e instrumento de Cristo Resucitado, una Iglesia en comunión, una Iglesia en misión y una Iglesia sinodal que se esfuerce por poner en práctica ese momento de gracia que fue el III Sínodo Arquidiocesano.
Con estas intenciones, ofrecemos el sacrificio de Cristo, y nos aprestamos a recibir la abundancia de sus dones, en la comunión de la Iglesia, junto a María, Madre de Dios y nuestra Madre.
Que así sea.
Mons. Juan Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná