El ser humano tiene naturalmente una dimensión social. Todo nuestro ser está hecho para la comunicación y el encuentro: los ojos, la boca, las manos, las piernas. La propia estructura de un ser humano es incomprensible sin la necesidad de comunicarse con otros.
El filósofo Emmanuel Mounier, fundador del personalismo, decía:
«La persona se funda en una serie de actos originales que no tienen su equivalente en ninguna otra parte dentro del universo. Ante todo, salir de sí: la persona es una existencia capaz de separarse de sí misma, de desposeerse, de descentrarse para llegar a ser disponible para otros... Dejar de colocarme en mi propio punto de vista para situarme en el punto de vista del otro ... Asumir el destino, la pena, la alegría, la tarea de los otros. La fuerza viva del impulso personal no es ni la reivindicación individual ni la lucha a muerte sino la generosidad ... ».
Y Gabriel Marcel afirmaba: “Sólo me comunico conmigo mismo en la medida en que me comunico con el otro”.
A partir de esta realidad natural, todo lo que construye el ser humano, todo lo que se deriva de la acción humana está íntimamente marcado por esta dimensión interpersonal. Todas las instituciones de la sociedad necesariamente tienen que ayudar a crear lazos, a favorecer la comunicación, el diálogo, la búsqueda de objetivos comunes. De otro modo, los seres humanos no nos realizamos, no maduramos, no nos sentimos plenos, languidecemos y desperdiciamos nuestro potencial.
El papa Francisco sostiene: “Nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia humana, porque la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad… Pero no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas. En esas actitudes prevalece la muerte”.
Por lo tanto, una sociedad que sólo se fundamente en los derechos individuales, que se convierta solamente en la mera suma de individualidades que se toleran, está destinada a la fragmentación, al debilitamiento y al desastre, tarde o temprano se hace añicos, porque eso no responde al llamado de la propia esencia humana.
Por esta razón, ante una crisis como la que ha provocado el coronavirus, el Papa Francisco nos ha regalado la encíclica Fratelli tutti, dedicada específicamente a la fraternidad y a la amistad social. Es decir, no a la amistad entre algunos individuos, sino a un espíritu de amistad en la sociedad, que forje puntos de contacto entre los diferentes, que articule a los diversos grupos, que marque a toda la sociedad con el tono de la amistad.
Ni siquiera el amor de la pareja subsiste si se queda encerrado en sí mismo. Cabe recordar aquel poema hecho canción que dice: “Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo, y en la calle codo a codo somos mucho más que dos”.
Francisco propone la apertura universal del amor, que no es tanto la relación con otros países, sino la actitud de abrirse a todos, incluyendo a los diferentes, a los últimos, a los olvidados, a los abandonados. Y toma como gran símbolo la figura del buen samaritano, que vio a un enemigo suyo tirado en al camino, abandonado por todos, y supo bajarse de su caballo, curarlo y cuidarlo.
Pero en el trasfondo último, todo esto no se entiende si no se reconoce la inmensa dignidad de cada persona humana, la inviolable dignidad de toda persona humana más allá de cualquier circunstancia. Es la dignidad de su ser que no desaparece si esa persona se enferma, si se debilita, si envejece, si es pobre, si es discapacitado o incluso si ha cometido un crimen.
Nada le hace perder su dignidad humana. Ninguna circunstancia debe colocarse por encima de este principio fundamental, no hay contexto alguno que disminuya o anule esa dignidad. Si esto se olvida, es imposible sostener la fraternidad humana.
Entre los descartados de una sociedad que discrimina, excluye y olvida están los niños por nacer. La circunstancia de que todavía no se hayan desarrollado plenamente no les quita nada de su dignidad humana. Por eso, nunca se defenderán hasta el fondo los derechos humanos si se los negamos a los niños por nacer.
Que Dios nos ayude a que en esta ciudad construyamos cada vez más una sociedad inclusiva, donde todos puedan vivir dignamente, donde todos tengan la posibilidad de trabajar, ganar el pan para sus hijos y desarrollarse en plenitud. Así sea.
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata