Queridos hermanos:
Nos encontramos reunidos en circunstancias muy extrañas: una Misa Crismal en el mes de noviembre, y sin la presencia de muchos sacerdotes que, con gran cariño, todos los años nos reunimos en el jueves santo, o miércoles, en el caso nuestro, para renovar las promesas y expresar este misterio de la comunión de fe, el presbiterio y su obispo. La circunstancias marcadas por el dolor y miedo por la muerte experimentada, tantas veces, como cercana; por la tristeza ante la falta de horizonte para nuestros planes y proyectos; quizás la apatía y desgano por la parálisis de tantas actividades; también el cansancio de un aislamiento que encontramos ya muy largo.
Sin embargo, en esta celebración hacemos un acto de fe y de piedad, en la obra de Cristo en su Iglesia, más allá del momento desconcertante y otras circunstancias adversas. La cercanía a la Pascua, en la que ordinariamente se celebra esta Santa Misa Crismal, expresa que estamos ante un don precioso fruto de la muerte y resurrección de Cristo. No se trata entonces de un momento meramente organizativo de su Iglesia y de la administración de sus sacramentos. Esta Misa Crismal es expresión privilegiada del vínculo de comunión entre el Obispo y su Presbiterio. Creemos y aceptamos este vínculo como signo e instrumento de nuestra comunión con Cristo y con su Iglesia. Es un vínculo mutuo porque el obispo necesita de sus sacerdotes y los sacerdotes necesitan a su obispo. Quiero una vez mas, queridos hermanos, agradecerles su fe en la obra de Cristo por medio del obispo a pesar de sus deficiencias, su lealtad para conmigo en el diálogo franco y sincero, así como su caridad ayudándome en el ejercicio de mi tarea pastoral. También los animo a mantener encendida la fe en la eficacia de su propio ministerio sacerdotal en favor de nuestros hermanos. La unión entre nosotros no es sólo una experiencia espiritual nuestra. Es forma y causa instrumental de la unión de todo el pueblo de Dios. Unión que es una participación de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No estamos ante un fenómeno sociológico solamente. Se trata primeramente de un don precioso de la misericordia de Dios para toda la humanidad, que nosotros hemos recibido y procuramos transmitir fielmente: la santidad de Dios regalada a nuestra pobreza, para gozar de ella por toda la eternidad.
Al ungirnos con el Espíritu Santo como sacerdotes, el Señor nos ha constituido como servidores de la comunión de Dios con los hombres. Nos alegramos de ello y procuramos entonces remitirnos siempre a la fuente de este don: la amistad que el Corazón de Jesús nos ha ofrecido y regalado. En esta amistad está la fidelidad a nuestro ministerio. Pidámosle al Señor que podamos hoy, con renovada juventud, volver una vez más al amor primero que es el origen de nuestra vocación y de nuestra entrega. Que no perdamos nunca la ilusión de buscar la santidad, para nosotros y para nuestros hermanos encomendados a nuestro ministerio pastoral. La renovación de
nuestras promesas sacerdotales no será entonces un esfuerzo moral nuestro, en primer lugar, sino la sencilla correspondencia al amor primero de Jesús por nosotros y su Iglesia.
Conozco y comparto con ustedes las circunstancias particularmente difíciles que vive nuestra sociedad por su alejamiento de Dios. Lo que aparece en la superficie es la creciente pobreza, la desorientación política y la profunda desunión de los argentinos. Pero nada de esto es la causa de nuestros males, sino el olvido de Dios y de sus amorosos planes para con nosotros. Sin Dios todos los proyectos humanos concluyen en nuevas frustraciones tras fervorosas ilusiones. Si el Señor no construye la casa, en vano se cansa el obrero, si el Señor no protege la ciudad, en vano vigila el centinela.
Los invito a no dejarnos abatir por las contradicciones que la obra de Cristo sufre en nuestros días. Así como Pedro fue capaz de caminar sobre las aguas por su obediencia a la Palabra de Jesús, así también nosotros podremos superar esas dificultades si actuamos movidos por la certeza de la fe en el poder de Dios. No desconocemos la fuerza del viento y de las olas contrarias a la bondad de Dios, pero no hemos de fijarnos tanto en ellas que nos distraigamos del mandato supremo de Cristo. En estos tiempos hemos de mantener fija la mirada en Dios que no deja nunca de sostenernos y fortalecernos con su gracia. No confiamos en nuestras luces o en nuestra decisión. Nuestra debilidad nos resulta patente. La oración es entonces la fuerza de nuestra vida y ministerio.
En este marco quisiera animarlos a todos, sacerdotes y fieles todos, a redoblar nuestra oración por las vocaciones. Que sea el amor a Cristo, el amor a la Iglesia, el amor a nuestro sacerdocio, el amor a los fieles que necesitan del ministerio sacerdotal, que nos mueva a redoblar, a insistir en un clamor: ¡Señor, envía obreros a tu mies; Señor danos sacerdotes; Señor, danos muchos sacerdotes; Señor, danos muchos y santos sacerdotes! Va, entonces, hoy también, un saludo cariñoso a nuestros queridos seminaristas que precisamente las circunstancias que comentamos les impiden acompañarnos aquí, estar entre nosotros. Les mandamos nuestro afecto, también nuestra oración por su fidelidad, por su correspondencia generosa de amar a Dios.
La obediencia a Cristo y su Iglesia nos lleva a seguir buscando el nuevo ardor, esos nuevos métodos y ese nuevo espíritu que el Papa Juan Pablo II nos animaba a encontrar para la nueva evangelización, tan necesaria para el mundo de hoy. Los buscamos en la oración, pero también escuchando las necesidades del mundo en un diálogo sencillo, franco y sincero entre nosotros y con nuestros fieles. En este marco, renovamos nuestra fe en que Cristo gobierna y conduce su Iglesia por la acción del Espíritu Santo y el ministerio del Romano Pontífice. Creemos en ello más allá de las circunstancias favorables o adversas en que ese ministerio del Papa Francisco se ejerce en nuestros días entre nosotros. Agradecidos por su entrega, no dejamos de rezar por él.
Queremos actuar con humildad pero con la valentía que Cristo nos pide y el mundo requieren. La centralidad de Cristo en nuestra vida será como un faro y criterio inspirador. Cuando una mujer quiso saludar con particular cariño a María, la Madre de Jesús, gritó: ¡Feliz el vientre que te llevó, y los pechos que te criaron… Feliz tu madre! Y Jesús le dijo: “Sí, pero más bien felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. ¡Feliz María por ser madre, pero más feliz por ser discípula. Felices nosotros por ser sacerdotes, pero más felices por ser cristianos!
Hoy, en esta renovación de las promesas sacerdotales, no nos remontamos solamente al día de nuestra ordenación sacerdotal. Nos remontamos al Cenáculo del Jueves Santo. Allí recibimos del Corazón de Jesús el don de nuestro sacerdocio. Alegres por ser elegidos en la misericordia divina. Renovamos entonces las promesas porque renovamos la experiencia de ser queridos y elegidos por Cristo como sus amigos íntimos e instrumentos de su misericordia.
Los animo con fuerza, queridos hermanos, a tener paciencia y audacia con una creativa imaginación de la caridad. Las circunstancias de nuestros días nos impiden muchas de las obras clásicas que tenemos nosotros en nuestro apostolado o ministerio. Pero eso no deja, no impide -digámoslo así-, que nuestro corazón sacerdotal siga latiendo como el de Cristo, por la Iglesia y por sus hermanos. Es por eso que, confiados en la divina providencia, el mismo Señor que reinó ayer, reina hoy y reinará mañana, queremos relanzarnos en nuestro apostolado, en nuestra predicación sencilla, humilde y valiente de los misterios divinos. Queremos así que el Señor Jesús, Señor de la historia, queremos que sea el Señor de nuestras vidas y de nuestra patria.
El consuelo, la ayuda y el cariño de la Santísima Virgen nos va a animar a cada uno de nosotros, nos va a consolar para fortalecer al pueblo de Dios. Acudamos a ella con piedad de niños, de hijos, y presentemosla así a nuestros hermanos: como la Madre que no deja de cuidarnos y auxiliarnos en medio de las dificultades. Que así sea.
Mons. Samuel Jofré, obispo de Villa María