Viernes 15 de noviembre de 2024

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El sentido de la ordenación diaconal

Homilía de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata, en la ordenación diaconal de los seminaristas Kevin Malla, Facundo Irazusta, Matías Villarreal y Emiliano Chaves (Catedral platense, 7 de noviembre de 2020)

Lo que sucede esta noche es ante todo un don. Porque se trata del orden sagrado, de Jesús que te toma, te abraza con su gracia y te une a él para bendecir a su pueblo. Es ese mismo Jesús que ustedes aman, el que los quiere tomar de una manera nueva para derramar gracia y bendición a través de ustedes. Para eso los consagra. Y para eso hay que volverse muy receptivos, simplemente dejarse tomar, dejarse abrazar por Cristo vivo que viene a amar, porque cada misión suya y cada acto de consagración es un gesto de amor de él.

Cuando nos preguntamos para qué los capacita a ustedes el diaconado que van a recibir, los sacerdotes y obispos aprovechamos para refrescar algo que no hemos perdido después del diaconado, sino que ha sido recogido, asumido y continuado en el sacerdocio. Por eso, la mejor manera de prepararse para el sacerdocio no es pensar en el futuro, sino vivir a fondo el ministerio diaconal sin pretender más. Si lo viven plenamente, eso enriquecerá enormemente el sacerdocio.

Entonces, ¿para qué los capacita el diaconado? Para acciones que están íntimamente conectadas con la piedad popular, con lo que el pueblo de Dios pide con más frecuencia. Son básicamente dos cosas: el bautismo y la bendición.

Adviertan que muchos no van a Misa pero siguen deseando el bautismo para sus hijos. Y no hay que dejar que se apague ese deseo por el coronavirus o por lo que sea. El bautismo es la puerta: por allí se entra a la Iglesia y a todo lo que el Señor quiere derramar a través de la Iglesia. Por eso, si un niño no recibe el bautismo, después se traba todo, y esa persona se sentirá fuera de la Iglesia. La Iglesia católica bautiza a los niños sin esperar que crezcan, porque sabe que ese don de la gracia no tiene por qué retrasarse. Disfruten cada bautismo, disfruten viendo renacer a cada creatura para la luz de la gracia, gocen contemplando el nacimiento de un nuevo hermano en cada bautismo, regocíjense viendo crecer la Iglesia con cada nuevo hijo, y sientan que a través de ustedes el Padre Dios dice de ese niño: “Este es mi hijo muy amado”. Y siéntanse también padres en ese momento.

Pero es verdad que también un laico podría bautizar si fuera necesario. En el matrimonio en realidad los ministros son los mismos esposos. La predicación tampoco es algo que requiera necesariamente el orden sagrado, y recuerden que cuando los apóstoles ordenaron los primeros diáconos, lo hicieron para dedicarse ellos a la predicación y encargar a los diáconos la atención de la gente necesitada.

Pero hay algo que realiza el orden sagrado en ustedes que los capacita para una verdadera novedad: bendecir en nombre de la Iglesia, ser canales para que ese tesoro de bendición que es la Iglesia llegue a la gente cada vez que ustedes, ministros consagrados, bendigan.

Los teólogos han querido explicar qué tiene de particular esa bendición que hace necesario recibir el orden sagrado. Porque una madre o un padrino puede orar por su hijo, pedirle a Dios que lo bendiga, e incluso hacer una señal de la cruz en su frente. Y eso es precioso. Pero el diácono, consagrado específicamente para bendecir, se conecta de un modo único con el tesoro de gracia y de bendición de la Iglesia y entonces su bendición ya no actúa sólo “ex opere operantis”, según la disposición de la persona, sino “ex opere operantis tfcclesiae”. Eso significa que la Iglesia madre se juega allí y confirma la eficacia de esa bendición. Por eso cuando un objeto es bendecido queda bendecido para siempre, es decir, queda particularmente unido a ese canal de bendición que viene de Cristo a través de la Iglesia madre. Y para nuestra fe no es lo mismo que una casa esté bendecida o que no lo esté.

Dios bendijo a Adán y Eva recién creados y les dijo: “sean fecundos, llenen la tierra”. La bendición es vida y fecundidad.

Dios bendijo a Noé para empezar de nuevo, para dar comienzo a una etapa nueva de la humanidad, y también dijo: “Sean fecundos y llenen la tierra”.

Bendijo a Abraham antes de comenzar su largo viaje y le dijo “se tú una bendición”. Es decir, yo te bendigo, pero ahora que tu vida prolongue esta bendición y sea una bendición para los demás.

Y cuando tengan problemas con alguien, reaccionen bendiciendo, como dice la Palabra: “No devuelvan mal por mal, ustedes más bien bendigan” (1 Pe 3, 9). Esto vale especialmente para un diácono. No se enrosquen, derramen paz y vida, bendigan.

Jesús bendecía: le llevaban a los niños para que los bendijera (Mc 10, 16), bendecía los panes para que comiera la multitud hambrienta (Mc 6, 41), y cuando subía al cielo se iba bendiciendo: “alzó las manos y los bendijo, y mientras los bendecía fue llevado al cielo” (Lc 24, 50-51). Ustedes, a partir de esta ordenación, serán signos e instrumentos de ese Jesús que bendice.

Hoy, por la ordenación, se convierten en signos de Cristo servidor, del Cristo cercano que viene a aliviar, a acompañar con ternura y paciencia la vida de la gente, el Cristo que se acercaba a los enfermos, al ciego del camino, a los sufridos y abandonados. Y la bendición es un signo particular de esa cercanía consoladora permanente. Los sacramentos se concentran en momentos muy particulares de la vida. La bendición en cambio es constante, toca todos los momentos y situaciones de la vida de la gente con su cercanía.

Les recomiendo especialmente que disfruten bendiciendo, porque la bendición bien vivida les ayudará a desarrollar un sentimiento precioso de paternidad y a recordar siempre el sentido sobrenatural de su ministerio, la conciencia de ser instrumentos de Dios.

¡Con tan poco esfuerzo se hace tanto bien! Bendigan a los niños, y sus madres se lo van a agradecer de corazón. Bendigan a las viejas, y se van a sentir valoradas, bendigan los hogares y las familias se van a sentir protegidas. Bendigan a los que sufren y a todos los que les cuenten sus penas no sólo les den consejos, bendíganlos, y en cada bendición oren por ellos, mencionen lo que a ellos les preocupa, e invoquen sobre ellos la gracia del Resucitado, el poder de su Espíritu y la intercesión de María.

Saben ustedes que la bendición también tiene un sentido ascendente: bendecir a Dios, alabarlo. “Bendice alma mía al Señor” dice el salmo. Y otro salmo: “Yo quiero bendecirte cada día y alabar tu nombre eternamente”. La Iglesia les encomienda hacerlo especialmente en la Liturgia de las horas, que también actúa “ex opere operantis tfcclesiae”. Es decir que ustedes, cada día, alabando a Dios con la Liturgia de las horas, también están intercediendo por su pueblo y convirtiéndose en canal de bendición para la gente. Por eso es tan adecuado llevar a esa oración los sufrimientos y necesidades del pueblo de Dios, y esa oración enriquecerá la potencia de cada bendición que den a la gente.

Para que todo esto suceda, ustedes tienen que ser tomados ahora por el Cristo servidor, tienen que reconocer que lo necesitan a él y entonces entréguense ahora a él con docilidad, ternura y confianza y déjense tomar por su amor que los consagra.

Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata