Es cierto que la incertidumbre económica es fuerte. Pero, no hace falta filosofar demasiado para comprender que la inseguridad material expresa -y, en ocasiones, tapa- nuestra fragilidad más fuerte: vamos a morir, voy a morir.
A diferencia de años anteriores, esta conmemoración de los difuntos tiene un rasgo muy particular: debido a la pandemia, todos, en mayor o menor medida, hemos sentido más cercana la posibilidad de la propia muerte.
No eludamos esa vivencia, pues, como muchos también lo indican, puede ser una experiencia que nos devuelva un poco de sensatez y, sobre todo, de humanidad.
Nosotros, como discípulos de Jesús, en este día, orando por el descanso eterno de todos los difuntos, volvemos la mirada al Señor, escuchamos su Palabra y nos queremos dejar iluminar por la luz de su Pascua.
Pero, como somos también, en cierto modo, hijos e hijas espirituales de San Francisco de Asís, les propongo evocar, al menos sucintamente, su experiencia cuando la muerte se le hizo cercana.
Estamos en setiembre de 1226. Francisco sabe que el quebranto de su salud es irreversible. Lo saben, en realidad, la mayoría de quienes le son cercanos. Será uno de sus hermanos más cercanos -tal vez, Elías- quien ponga palabras al evento que se acerca, invitando a Francisco a consolar a los que deja en el mundo.
“Si es tan inminente, llámenme a los hermanos Ángel y León, para que me canten «la hermana muerte»”, habría dicho el santo.
Es así, que ambos hermanos se acercan al lecho del amado padre y, entre lágrimas, entonan el Cántico al hermano Sol, añadiendo la estrofa que Francisco había compuesto poco antes:
“Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de los que mueran en pecado mortal! ¡Dichosos los que encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal!”
Francisco había encontrado la paz a su corazón atormentado por el rumbo que tomaba la familia de los “menores” por él fundada. Había llorado y penado mucho. No controlaba la situación. Se le escapaba de las manos, por caminos que no lograba entender.
Pero, de repente, la gracia de Dios había iluminado su vida: su encuentro con el Crucificado y la certeza del abrazo cercano habían trocado esa tristeza en consuelo y en deseo irrefrenable de cantar y alabar la misericordia de Dios que, en definitiva, explicaba todo lo que había vivido y padecido.
El encuentro con Cristo lo cambia todo.
Ahora sí, de la mano de Francisco y su cantar a la “hermana muerte corporal”, acerquémonos a la Palabra de Dios.
Les propongo meditar brevemente dos textos: uno de Pablo y, el otro, del evangelio de Juan.
“Les voy a revelar un misterio: No todos vamos a morir, pero todos seremos transformados” (1 Co 15, 51), escribe Pablo a los corintios.
¿Qué quiere decir, cuando afirma: “todos seremos transformados”?
Lo ha explicado poco antes: “se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales.” (1 Co 15, 42-44).
En su segunda carta a los Corintios nos habla con transparente y desarmante claridad: “Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida. Porque no tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno.” (2 Co 4, 16-18).
Necesitamos ahora la palabra fuerte del Señor a la apesadumbrada Marta. Necesitamos que él nos diga a cada uno de nosotros: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?”. (Jn 11, 25-26).
Sí, Señor, creemos en Vos. Creemos tu palabra de vida eterna. Creer en Vos, abrirnos en la fe a la esperanza que nos trae tu Persona, es sembrar vida eterna en nuestra pobre y frágil vida mortal.
La fe hace que esa Palabra sembrada en el terreno de nuestra vida se vaya confundiendo cada vez más con nuestra vida, haciéndose una sola cosa con ella. Y, así, nuestra propia vida se transforma en semilla que se deposita en la tierra, a la espera de la germinación y la explosión de la vida verdadera y plena.
Creemos que, en medio de la incertidumbre y del temor del presente, tu Presencia de Resucitado nos comunica el vigor que viene del Padre por el Soplo del Espíritu.
Te suplicamos, Señor Jesús, que nos hagas sentir, una y otra vez, la suavidad de tu Santo Espíritu acariciando las fiebres de nuestra humanidad enferma.
Ábrenos los ojos, para que, como Francisco, cantemos la vida que triunfa de la muerte, y, así, anhelemos que nuestra vida transcurra en el espacio de tu santa voluntad.
Con nuestros hermanos y hermanas difuntos, Señor, has comenzado a cumplir tu promesa: has venido a buscarlos para llevarlos al lugar donde Vos habitás, para sentarnos a la mesa de los santos, en la bienaventuranza eterna del cielo.
Tómanos de la mano, Señor, para que también nosotros, con María y todos los santos, asociados a nuestros hermanos y hermanas difuntos, podamos glorificar por siempre al Padre en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Mons. Segio O. Bienanueva, obispo de San Francisco