El evangelio de este domingo (Mt 21, 28-32) es exigente en cuanto a la necesidad de poner en práctica nuestra fe. Después de enseñarnos desde la «Parábola de los dos hijos», subraya con dureza el valor de la escucha y de la humildad de corazón para abrirnos al llamado: «Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al reino de Dios» (Mt 21, 31). El Señor nos dice que estos son más dóciles en creer que muchos de sus contemporáneos, demasiado orgullosos de sus prácticas religiosas. Seguramente nosotros podremos actualizar esta palabra, pero el mayor problema de nuestra época es el virus de la incoherencia y de la indiferencia, el llamarnos cristianos y no asumir las exigencias que implica llevar ese nombre.
Seguramente son muchas las causas que provocan las rupturas entre la fe y la vida; entre la fe y la ciencia, entre la fe y la cultura. Lamentablemente esto trae problemas a la acción evangelizadora de la Iglesia. Algunas de esas causas las encontramos en planteos erróneos de espiritualidad. En efecto, no son pocos los cristianos que encierran la dimensión religiosa en la sola práctica de actos de piedad, y en la vida diaria se sienten liberados a obrar de cualquier manera, sin ningún criterio ético. Desde ya que esto es una visión errónea e incluso ritualista y pagana de la religiosidad.
Los cristianos debemos saber que la espiritualidad necesita de la piedad, de la oración personal, comunitaria y de la vida sacramental. Todo esto debe llevarnos a captar cuál es la voluntad de Dios y ponerla en práctica en nuestro obrar cotidiano.
La espiritualidad cristiana necesita que la fe esté «encarnada» en la vida, como nos dice el Apóstol Santiago en su carta: «Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos» (Sant 1, 22). En nuestros días es fundamental la comprensión de este desafío por parte del laicado que es la gran mayoría del pueblo de Dios. Evangelizar la cultura implicará, a todos los bautizados, poner en práctica la voluntad de Dios en la familia, en el trabajo, en la política, en la escuela y en la chacra.
Es importante recordar lo que el documento conclusivo de Aparecida señala: «Los fieles laicos son los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el pueblo de Dios y participan de las funciones de Cristo: sacerdote, profeta y rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo. Son hombres de la Iglesia en el corazón del mundo, y hombres del mundo en el corazón de la Iglesia.
Su misión propia y específica se realiza en el mundo, de tal modo que con su testimonio y su actividad contribuyan a la transformación de las realidades y la creación de estructuras justas según los criterios del Evangelio. El ámbito propio de su actividad evangelizadora es el mismo mundo vasto y complejo de la política, de realidad social y de la economía, como también el de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los ‘mass media' y otras realidades abiertas a la evangelización, como son el amor, la familia, la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional y el sufrimiento. Además, tienen el deber de hacer creíble la fe que profesan mostrando autenticidad y coherencia en su conducta». (DA 210)
Algunos por ignorancia o por razones ideológicas han creído que la fe y la religiosidad deben quedar encerradas en los templos. Es cierto que una sana concepción cristiana de la espiritualidad valoriza al templo, en donde alimentamos nuestra fe, pero esa fe debe salir y estar en todos los ambientes y sectores donde los hombres y mujeres vivimos. Es importante que podamos evaluar y cuestionarnos sobre cómo vivimos nuestra vocación cristiana. Los textos bíblicos de este domingo nos ayudan a realizar esta reflexión porque son claros y exigentes.
Será muy difícil escuchar el mensaje del Señor y ponerlo en práctica si no tenemos un corazón pobre y necesitado. El Apóstol Pablo nos pone como ejemplo al Señor: «Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte en cruz». (Flp 2, 6-8).
Un saludo cercano y hasta el próximo domingo.
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas