Muy queridos hermanos y hermanas:
Bienvenidos a nuestra Iglesia Catedral hoy que celebramos la Misa Crismal, gracias también a quienes nos acompañan y nos ofrecen un espacio en sus casas a través de las redes sociales y medios de comunicación.
Un saludo especial a todos los sacerdotes de nuestra Diócesis de Añatuya; la mayoría no están aquí físicamente, pero sentimos la cercanía de la comunión en Cristo Jesús; gracias por estar hoy unidos a sus respectivas comunidades y acompañándonos.
Para mí es una gracia presidir por primera vez esta liturgia, donde el Obispo concelebra con su presbiterio para consagrar el Santo Crisma y bendecir el óleo de los catecúmenos y de los enfermos. Esta Misa es la manifestación de la comunión en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo; así reunidos alrededor de este altar expresamos que el obispo camina junto con sus presbíteros como testigos del Ungido – el Señor, todos discípulos misioneros de Jesucristo. La Misa crismal nos reúne para renovar nuestras promesas sacerdotales delante de nuestro Pueblo que hoy lo haremos a distancia pero sintiéndonos un solo corazón.
Hoy celebramos esta misa varios meses después de la Semana Santa, lo hacemos en medio de una realidad muy dolorosa marcada por la pandemia y sumidos en una crisis de salud que se agrava por las medidas que se toman y que traen consecuencias en el plano económico, social, emocional, etc.
Como cada año, estamos invitados los sacerdotes a hacer memoria de la institución del sacerdocio y del día feliz de nuestra propia ordenación sacerdotal, cuando fuimos ungidos con el óleo de la alegría para ser constituidos pastores para el santo pueblo fiel de Dios. Unción que penetra en lo íntimo de nuestro corazón, lo configura al del Buen Pastor y lo fortalece sacramentalmente para una misión precisa y preciosa.
Hoy, agradecidos potenciamos la gracia que nos habita y reavivamos este don para seguir acompañando a nuestro pueblo en las circunstancias a las que está forzado vivir por esta pandemia; nuestro pueblo más sencillo suma a sus cotidianas preocupaciones y necesidades este nuevo flagelo, donde sufre no sólo materialmente sino también espiritualmente.
Nosotros no estamos fuera de esta realidad, también estamos afectados, en la vida eclesial muchas cosas se han alterado y cambiado, nuestra vida diaria y nuestro ministerio, nuestra salud y nuestros ritmos. Y ahí nos seguimos preguntando ¿cómo trasmitir esperanza, confianza y alegría cuando nuestro pueblo sufre y se encuentra desesperanzado? ¿cómo acompañar con la palabra y el gesto oportuno a los hermanos que sufren angustia, miedo o que viven pérdidas significativas? ¿cómo estar cerca y contener a quienes se sienten quebrados o solos para ofrecerles el consuelo y la solidaridad? ¿cómo abrazaremos el futuro, como venga, para allí dar respuestas creativas a los nuevos desafíos sociales y pastorales? ¿cómo ser instrumentos de unidad y reconciliación en medio de tantos desgarros, grietas y enfrentamientos? … Y un cúmulo de muchas otras preguntas que nos abordan y planteamos.
Nos estremece tener presente que el Amor del Padre, que tanto amó al mundo y nos entrega a su Hijo, y el Amor del Espíritu Santo que se derrama en nuestros corazones, son la fuente de nuestra alegría y esperanza; y que permaneciendo vitalmente unidos en su Amor tenemos vida plena. No solo profesamos que creemos en Él, sino que vamos decididamente hacia él, nos confiamos y nos entregamos plenamente a Él.
Ponemos nuestro corazón junto al de Jesús, Él nos alimenta, sostiene, apacienta y fortalece. Volvemos nuestras miradas al Señor que nos llama a su seguimiento y nos envía a la misión y dejamos que nos vuelva a decir: ¡No tengan miedo! ¡La paz les dejo; mi paz les doy!¡Yo los escogí y destiné a que den mucho fruto, sin mi nada pueden hacer!
Solo quien ha profundizado esta comunión podrá trasmitir a los demás su gozo y su esperanza, sólo quien ha bebido de la fuente podrá indicar dónde encontrar el agua viva, sólo quien se ha dejado tocar por la misericordia en su miseria y rehacer desde sus fragilidades podrá ser instrumento de consuelo y comunión, solo quien abraza la cruz del Señor puede abrazar la esperanza y anunciar la alegría del Evangelio.
El sacerdote no puede limitarse a trasmitir un Cristo aprendido en libros como si fuera un personaje, si antes no se ha convertido en carne de su carne y en sangre de su sangre. Como María, al decir de San Bernardo, debe ser una cisterna que hace desbordar aquello de lo que se ha llenado y no reducirse a ser un canal que hace pasar el agua sin retener nada.
Nuestro primer testimonio como sacerdotes es ser hombres de Dios, conscientes que llevamos un tesoro en vasijas de barro. En medio de las debilidades nos esforzamos por ser fieles a los compromisos asumidos, en la oración – adoración y alabanza dejamos que la Palabra y la acción del Espíritu nos ensanchen el corazón para crecer en el amor a Dios y a su pueblo.
El Santo Padre nos recuerda que “El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc, 1,48)”.
Somos pocos, pequeños, pobres y pecadores, pero mirados por el Señor con bondad y revestidos de su poder para servir al Pueblo de Dios; no tenemos un cargo o ejecutamos una tarea, somos una misión en medio de la comunidad para allí dar los frutos esperados. La consagración que nos ha hecho sacerdotes es un don del Señor, no para quedarnos mirando en el espejo, sino que nos indica una puerta y nos señala un camino para ofrendarnos en servicio a las ovejas de “su” rebaño. Es un don, no para guardar o adornar, sino para donar y prodigar.
Como iglesia que peregrina en Añatuya, como miembros de un mismo cuerpo, hemos compartido gozos y esperanzas, tristezas y angustias. Nada de lo que viven nuestros hermanos nos es ajeno, el sacerdote no huye de la realidad, se deja afectar y conmover por ella. Estamos llamados a vivir la proximidad, la cercanía y ser capaces de tocar las heridas de los hermanos sufrientes y a hacernos uno con todos.
El Papa Francisco nos recordaba cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote que es “reflejo del corazón del pastor que aprendió el gusto espiritual de sentirse uno con su pueblo; que no se olvida que salió de él y que sólo en su servicio encontrará y podrá desplegar su más pura y plena identidad, que le hace desarrollar un estilo de vida austera y sencilla, sin aceptar privilegios que no tienen sabor a Evangelio”.
Gracias a cada sacerdote que día a día, sin ser muy visto y sin hacer mucho ruido, acompaña a las comunidades con su presencia generosa, con su escucha atenta y con la palabra alentadora. Gracias por celebrar diariamente la Eucaristía y ofrecer los sacramentos, por todo el esfuerzo pastoral para que el Evangelio y la caridad fraterna impregnen la vida de muchos. Gracias por la obra que despliegan en favor de sus comunidades con creatividad e imaginación, con paciencia y constancia, con energía y valor.
Luchen siempre contra la inercia y la indiferencia, la tibieza y la mediocridad, no nos dejemos ganar por las incoherencias y nos seamos causa de escándalo para nadie, seamos siempre y en todo lugar el buen olor de Cristo que atrae y se difunde, no el ungüento nauseabundo que aleja de Él.
Nos toca vivir una época rica en muchos avances y oportunidades, pero también marcada por convulsiones, desaliento y frustración. Una sociedad líquida que nos envuelve y arroja en la espuma y en la prisa. Días marcados por las crisis y las protestas de una sociedad que ceba y descarta. La Iglesia zarandeada desde fuera y dentro. Es este mundo y esta Iglesia que hemos de amar y donde debemos proclamar la Buena Nueva del Reino. A no bajar los brazos y a no resignarnos que vale la pena si lo vivimos con pasión de apóstol dejándonos estimular por la figura de pastores generosos que nos han precedido o están entre nosotros.
Necesitamos “fuego en el corazón, palabras en los labios, profecía en la mirada. La Iglesia necesita ser templo del Espíritu Santo, necesita pureza total, vida interior. La Iglesia tiene necesidad de volver a sentir subir desde lo profundo de su intimidad personal, como si fuera un llanto, una poesía, una oración, un himno, la voz orante del Espíritu Santo, que nos sustituye y ora en nosotros”.
Que el Señor los conforte en medio de todas sus fatigas, que crezcan en la fraternidad y amistad en el presbiterio y con su obispo, que nos podamos sostener y cuidar mutuamente, que fomentemos la comunión más allá de las visiones e intereses particulares. Que encuentren en sus comunidades hospitalidad y reciprocidad para caminar juntos en sinodalidad, crecer en la corresponsabilidad misionera y generar servicio transformador de la sociedad.
También quiero dar gracias por todo el resto del Pueblo Santo de Dios: laicos, religiosas, consagrados, por su oración, compañía y apoyo. Sin la oración de ustedes, el Obispo y los sacerdotes perecemos. Sigan pidiendo por nuestra fidelidad, pidiendo que no caigamos en las tentaciones del placer, del poder, del tener y seamos liberados del Maligno. Pidan por la conversión y la santificación de todos y que nos mantengamos firmes en la fe, alegres en la esperanza y diligentes en el amor.
Pedimos al Señor que se disipe la oscura nube de la pandemia, que vuelva la calma y que nos reiniciemos con la esperanza puesta en el Señor, abiertos a sus novedades e inspiraciones, entregados y renovando nuestro ¡Aquì estoy! y ¡Sí, quiero! como lo pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal.
Pedimos por la intercesión del Santo Cura Brochero, patrono del clero argentino y del Siervo de Dios, Mons. Jorge Gottau, que el Espíritu Vivificador remueva la pátina del acostumbramiento y renunciando a nuestro opaco egoísmo podamos dejar brillar en nuestras vidas y ministerios el resplandor de la luz que brota de la Pascua del Señor. En este Año Mariano Nacional invocamos a Santa María, Madre de la Iglesia, que como el discípulo amado que la tomó consigo, acojamos la belleza de su estilo de discipulado, servicio y proximidad; recibamos de la Virgen María su caricia maternal y que nos vuelva a poner junto a su Hijo Jesús para que nos unja y selle como ministros de su Iglesia.
Mons. José Luis Corral SVD, obispo de Añatuya