“Señor, ¿quién habitará en tu Casa?”
Con esta pregunta hemos acompañado las estrofas del salmo responsorial (el salmo 14).
¿La respuesta?: “El que procede rectamente y practica la justicia; el que dice la verdad de corazón y no calumnia con su lengua. […]”
Esta inquietud de cómo ser digno de Dios atraviesa toda la Biblia. Así, por ejemplo, el salmo 24 se hace una pregunta similar: “¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado?”.
Y responde: “El que tiene las manos limpias y puro el corazón; el que no rinde culto a los ídolos ni jura falsamente: él recibirá la bendición del Señor, la recompensa de Dios, su Salvador”; y concluye: “Así son los que buscan al Señor, los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.”
La respuesta del salmo 24 es más completa: abraza el culto a Dios y el trato recto a los demás. Amor a Dios y al prójimo, nos dirá Jesús.
Sin embargo, a mi criterio, lo más interesante es la pregunta: ¿Quién podrá habitar en la casa de Dios?
En el fondo, lo que más nos quema por dentro es este buscar al Señor, buscar su rostro luminoso y bendito. Eso es lo que nos mueve para caminar la vida y peregrinar la fe.
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A eso apunta también el Señor en el evangelio.
Jesús está discutiendo con los fariseos: ellos tienen una práctica religiosa más atenta a la apariencia externa. Corren el riesgo de la hipocresía: bonitos por fuera, oscuros y muy retorcidos por dentro.
A no escandalizarse: así somos los miembros de la especie humana, de esa madera y de ese barro.
El que quiera vivir según Dios -enseña Jesús- debe atender a su corazón: “Felices los puros de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5, 8). Toda purificación verdadera nace ahí adentro, en el corazón que se deja transformar por Dios.
Era ya la súplica del rey David, dolido por haber traicionado la misión confiada: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu” (Salmo 50, 12-13).
Es del corazón de donde brota lo mejor que podemos ofrecer a Dios y a los demás.
El corazón es el terreno privilegiado donde actúa el Espíritu de Cristo.
Allí trabaja con finura de artista y paciencia de maestro.
Con su Espíritu, Jesús sabe tocar nuestro corazón y despertar en él las mejores preguntas, las que nos arrancan de la superficialidad y nos limpian la mirada para ver más hondo y más lejos.
Así, con su Espíritu, Jesús sabe sacar la mejor versión de nosotros.
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Volvamos a la pregunta del salmo: “Señor, ¿quién habitará en tu Casa?”
Queridos jóvenes: es el mismo Dios el que ha puesto esa inquietud en nuestro corazón. Escuchemos estas preciosas palabras de Jesús.
Expresan su mejor promesa: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes.” (Jn 14, 1-3).
En eso anda Jesús: preparándonos un lugar y buscándonos para que estemos siempre con Él en la casa de su Padre.
Un Dios que pone en nuestro corazón la inquietud de habitar en su casa, pero que, en realidad, Él es el ansioso por sentarnos a su mesa.
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Desde hace treinta y cinco años que la Iglesia joven de San Francisco camina estos siete kilómetros entre El Tío y Villa Concepción.
Pocos kilómetros que pueden despertar grandes preguntas en el corazón.
Jóvenes y no tan jóvenes seguimos siendo peregrinos, buscadores del rostro de Dios, ansiosos de que María nos mire, nos tome de la mano y nos lleve por ese camino que ella misma ha transitado antes de nosotros.
Este año, “peregrinos de la Esperanza”, tenemos como compañero de viaje al querido Carlos Acutis.
“Beato” quiere decir: bienaventurado, feliz, bendecido. Carlos ha caminado con alegría la fe -enamorado de Jesús, de su madre, de su Eucaristía, de los pobres- y, después de su breve paso por esta vida, ha alcanzado la eternidad del cielo.
Padre bueno:
Carlos ha vivido como nos dicen los salmos y nos cuenta el evangelio; y ha podido entrar en tu casa, donde nos espera con su sonrisa de adolescente y la bondad de su corazón cristiano.
Querido Carlos:
Nosotros seguimos caminando. En ocasiones el camino se vuelve un poco pesado, tal vez, aburrido. Nos amenaza la superficialidad que no deja que salgan a la luz las preguntas más hondas de la vida.
Por eso, caminamos con vos y pedimos tu ayuda:
Enseñanos a escuchar nuestro propio corazón, a escuchar en él la voz de Jesús, el Resucitado; a percibir en nuestro corazón inquieto los movimientos del Espíritu, brisa, viento y huracán, fuego y calor.
Carlos, beato amigo de los jóvenes:
Enseñanos a tomar la misma autopista que a vos te llevó al cielo:
la sagrada Eucaristía; y a tomarla con María, de la mano de los pobres. Y caminando juntos, como familia, como Iglesia. Amén.
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco