Nuestros próceres soñaron una Nación independiente y prometedora porque eran conscientes que en esta tierra bendita y con el pueblo mestizo que se estaba gestando, existía un enorme potencial para crear algo nuevo, una Patria, libre, soberana, con vida y proyecto propio.
Era una época de generación de ideas provocativas y revolucionarias. Pero más allá del movimiento que en occidente ponía en jaque lo conocido y establecido, lo que aquí se estaba gestando era la argentinidad, el pueblo argentino. Quiero decir que ser pueblo no es una abstracción, es una realidad bien concreta que se puede reconocer, porque un pueblo posee identidad, rostro, color, olor, alma, vida. El pueblo son personas concretas que en mi mirada de fe, es el mismo Dios el que lo convoca a vivir en una tierra determinada y desea que se realicen en una comunión histórica, no una masa amorfa, sino una comunidad fraterna, unida tanto en el origen, como en el destino. Dios ha querido que seamos el pueblo argentino.
Pienso, cómo ser un pueblo independiente en este contexto tan complejo del mundo. Estamos atravesando una crisis histórica mundial que no sabemos hacia dónde se encamina. Personalmente no pierdo la esperanza, porque mi confianza en Dios y lo que nos enseña la misma historia, es que al final de esos procesos complejos, que llevan muchos años, la humanidad sale mejor. Aunque ciertamente no es nada fácil saber estar en los momentos de transición, que es lo que nos tocó a nosotros.
De todas maneras, hoy, son muchas las nuevas dependencias que nos zarandean, atándonos a esclavitudes que siguen hipotecando el presente y el futuro. Por nombrar algunas: la trata de personas, la droga, el analfabetismo, el fondo monetario internacional, el hambre, la extrema pobreza, la violencia, el no querer dialogar para privilegiar el interés individual, en fin, muchas situaciones que nos alejan del proyecto de la independencia soñada. Por este motivo me pregunto, cómo renovar la esperanza que da sentido a la vida concreta y cotidiana de nuestro pueblo, de nuestra Patria.
Entonces, deseando que la Palabra de Dios ilumine nuestro aquí y ahora, me pareció oportuno volver a ese momento de la vida de Jesús cuando en el desierto, en medio de la noche, le da de comer a una multitud que sólo contaba con cinco panes y dos pescados (Lucas 9, 10-17).
Hacer memoria de semejante acontecimiento, marcará hasta el día de hoy la comprensión de lo que los seres humanos somos y podemos llegar a ser. Porque Jesús les ayudará a ellos en aquel tiempo y a nosotros hoy, a darnos cuenta que en toda situación difícil y muy especialmente cuando hay hambre, lo pequeño puesto al servicio de la comunidad, puede cambiar todo. Lo que hace Jesús es simplemente, poner en valor a cada persona, lo que es y lo que tiene y también, valorizar a toda la comunidad.
Esta es una clave fundamental: no se puede separar a cada persona de la comunidad. Cada persona en la comunidad. No lo uno sin lo otro, o por encima, o por debajo de lo otro. Lo repito, cada persona en la comunidad, no sin la comunidad. Solo así se hace un pueblo, que va como enhebrando en el camino, todas las circunstancias que le toca atravesar.
La Iglesia en su doctrina prefiere hablar de persona más que de individuo, porque el primer término sugiere que cada uno está siempre en relación con los otros, con la comunidad, en vez, el término individuo, hace más referencia a alguien que pareciese valerse por sí mismo, casi aisladamente, sin necesitar de los otros. Convivimos hoy con un fuerte sentido individualista de la vida y esto es un serio problema para enfrentar los desafíos que debemos resolver juntos.
Para la Iglesia, entre comunidad y persona, hay una relación esencial que no se puede romper porque se necesitan para generar una sinergia original y fundamental que da posibilidad a que se sostengan y cuiden mutuamente. La comunidad cuida a la persona y la persona a la comunidad. Cada persona que viene a este mundo es una buena noticia que la comunidad no puede desechar. Cada persona tiene un valor inalienable y sabemos todo lo que esa vida puede aportarnos y enriquecernos.
En estos días nos asombramos con un niño argentino de tan solo 10 años que es maestro internacional de ajedrez, y sin duda, la comunidad con él crece y con él es mejor. Al mismo tiempo, desapareció un niño de cinco años, deseamos que vuelva pronto a su casa, porque si no regresa, si quedase desaparecido y todos sospechando que puede ser objeto de situaciones tremendas, como la trata, el abuso o la muerte, si este niño como tantos otros, no vuelve con vida a su casa, nos perderíamos su aporte original y único y la comunidad sería peor y más oscura sin él.
Por el simple hecho de ser persona, cada uno de nosotros se inserta a una red de vínculos que nos contiene y sostiene y por esto mismo, podríamos decir que deberíamos no sólo anhelar la independencia, sino también, la interdependencia.
Es así que en el pensamiento de la Iglesia, la comunidad tiene un valor fundamental que se expresa desde lo más natural como lo es la familia, la comunidad primaria, hasta lo más enriquecido para la vida del cuerpo social, como lo es el Estado, ya sea Municipal, Provincial o Nacional, pero también, expresiones comunitarias y siempre muy necesarias para la vida del organismo social, como lo son los grupos que llamamos intermedios, es decir las agrupaciones, los clubes, los sindicatos, los colegios de profesionales, etc.
Por eso, la comunidad es un organismo vivo que funciona también como una red que contiene y sostiene para que en un delicado equilibrio, las personas y los grupos en sus diversas formas, puedan desarrollarse según sus propios fines y medios. En este sentido, los grupos también necesitan ser interdependientes.
Llama la atención que Jesús pida a sus discípulos que, “para darles de comer el pan y los peces multiplicados, los han sentar en grupos de cincuenta”. Es una invitación a descubrir que toda comunidad humana debe organizarse para que los bienes se respeten, se cuiden y se distribuyan bien.
Para alcanzar un estilo de vida que se fortalezca en una sana independencia, siempre se necesitará solidificar la dinámica persona – comunidad, porque para que haya más independencia, es necesario más relación entre las personas y la comunidad. A más independencia, más interdependencia.
Volviendo al texto del Evangelio que proclamamos, el Señor enseña que hay que cuidar y hacerse cargo del pueblo hambriento el entrar en la noche y en el desierto. De hecho, cuando sus discípulos tienen la tentación de despedir a esa multitud Jesús les dice que les den de comer ellos mismos, porque no se pueden desentender. Lo curioso es que cuando averiguan entre las personas cuánto hay para comer y compartir, sólo cuentan con cinco panes y dos pescados, que seguramente es lo que tenían dos o tres personas y que ciertamente es demasiado poco para darle a la multitud. Lo poco que tienen algunos pocos, es fundamental para salvarlos a todos.
En tiempos difíciles, la solidaridad no debería ser un plus de generosidad que tienen algunos con todos. Tampoco es hacerse cargo de los problemas de todos desde lo que sobra. La solidaridad, que es lo que da la posibilidad cierta de salvación colectiva, es constitutivo de la red, de ese magnífico entramado que se da entre cada uno y todos, y entre todos y cada uno.
El caminar juntos y hacer historia, nos da la posibilidad de adquirir un sentido más pleno de lo que significa ser pueblo y compartir la misma Patria, y es lo que nos asegura entender cómo funciona esa dinámica de lo propio y lo de todos.
La Iglesia en su tradición enseña con toda claridad el valor de la propiedad privada como lo que garantiza la independencia y libertad de la persona, y también enseña, que el compartir es lo que abre el camino para la justicia social. Por eso, con el desarrollo que ha tenido la Doctrina Social de la Iglesia desde el Papa León XIII, (1810-1903), hasta el Papa Francisco, se fue creciendo en la conciencia de lo que significa alcanzar ese delicado equilibrio entre la función privada de los bienes y su función social.
Para esto, desde los primeros siglos, la Iglesia reconoce que hay un derecho anterior y más fundamental, que es el que todos los seres humanos puedan hacer uso de los bienes de la tierra. Es más, la Iglesia insiste que toda forma de dominio privado o público puede considerarse legítimo mientras esté al servicio del trabajo y evidentemente, éste debería ser siempre un objetivo central en la lucha contra la pobreza. Y no me cabe la menor duda que en estos momentos de nuestra historia, el desafío más importante es la generación de trabajo genuino y para esto, todos son actores fundamentales: lo privado y lo público, los particulares y el Estado.
En este sentido el Papa San Juan Pablo II afirmaba en su encíclica social, Sollicitudo rei Socialis (1987):
“Es necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originariamente destinados a todos. El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava ‘una hipoteca social’, es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes”. (SRS 42)
Para ser más independientes y mejor aún, más interdependientes, debemos entender y poner en práctica el sentido de justicia y no sólo de caridad que implica el compartir.
Finalmente, en estos días, el Papa Francisco, ofrece al mundo un libro cuyo título es muy sugestivo y necesario para los tiempos que corren: “El corazón de la democracia” y que tiene como eje principal la siguiente idea: “democracia es resolver juntos los problemas de todos”.
Con urgencia necesitamos volver a comprometernos con la democracia como una forma de vida que como Nación hemos elegido, para que todos, todos, todos, podamos ser un pueblo independiente e interdependiente.
Queridos hermanos, cuánto hay que seguir caminando! Cuánto hay que seguir creciendo!
El texto del Evangelio que compartimos, nos dice que: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas”.
La tremenda e injusta pobreza en la que se encuentran sumergidos una inmensa mayoría de hermanos nuestros hermanos, es similar a aquel pueblo que estaba con Jesús en el desierto y en la noche. No me cabe la menor duda que el milagro argentino esta en su tierra y en su pueblo, que una vez más, está llamado compartir lo que tiene y lo que es, para salir del laberinto en el que nos encontramos.
Qué hermoso es saber que la Madre del Señor, Nuestra Señora de las Mercedes y de Luján camina en medio de su pueblo que somos nosotros, los que vivimos en esta tierra bendita del pan, nuestra amada Argentina.
¡No nos dejemos rebar la esperanza! ¡No nos dejemos robar la fraternidad!
Mons. Jorge Eduardo Scheinig, arzobispo de Mercedes-Luján
Mercedes, 9 de julio de 2024