Reverendos Sacerdotes,
Diáconos, Religiosas,
Honorables Autoridades Civiles,
Fieles de la Prelatura de Esquel.
Saludo todos ustedes muy cordialmente en el nombre del Santo Padre, Papa Francisco, que tengo el honor de representar en su país natal. Durante esta Eucaristía, no puede faltar nuestra oración por el Papa, que en estos días celebra 11 años de su pontificado.
Estoy muy contento de poder estar con ustedes este quinto domingo de cuaresma. Me acompaña monseñor Daniele Liessi, consejero de la Nunciatura Apostólica. Agradezco muy cordialmente a Monseñor Slaby por su invitación, misma que nos permite conocer la Prelatura de Esquel.
No estamos celebrando solamente el quinto domingo de cuaresma, también celebramos hoy día 15 años de la fundación de la Prelatura de Esquel. El Papa Benedicto XVI, el 14 de marzo de 2009, ha creado esta circunscripción eclesiástica por el bien de los fieles que viven en la parte occidental de la provincia de Chubut.
San Pedro en su primera carta habla de Jesús que “es la piedra viva rechazada por los hombres, elegida y estimada por Dios; por eso, al acercarse a él, también ustedes, como piedras vivas, participan en la construcción de un templo espiritual” (Pe 2, 4).
El Papa Francisco en uno de sus discursos durante Ángelus ha dicho: “También con nosotros, hoy, Jesús quiere continuar construyendo su Iglesia, esta casa con fundamento sólido, pero donde no faltan las grietas, y que continuamente necesita ser reparada. Siempre. La Iglesia siempre necesita ser reformada, reparada. Nosotros ciertamente no nos sentimos rocas, sino solo pequeñas piedras. Aún así, ninguna pequeña piedra es inútil, es más, en las manos de Jesús la piedra más pequeña se convierte en preciosa” (27 de agosto de 2017).
Toda Iglesia está construida por piedra vivas y también esta comunidad de Esquel. Y estas piedras vivas son todos ustedes. No se puede mencionar a todos, pero comienzo con su Obispo, Mons. José, que desde hace 15 años es pastor de esta Iglesia. Este año el Señor Obispo celebra 40 años de sacerdocio y está trabajando en Argentina desde hace 39 años; todo su sacerdocio lo dedicó al trabajo misionero en diferentes diócesis argentinas.
Estas piedras vivas son sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, catequistas, laicos comprometidos y todos los fieles. En este decimo quinto aniversario presento a todos ustedes mis felicitaciones y deseos de fructuoso trabajo en la viña del Señor.
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Dentro de una semana, celebraremos el Domingo de Ramos, es decir, la solemne entrada de Jesús en Jerusalén. Pero hoy, en este quinto Domingo de Cuaresma, anticipamos un poco estos acontecimientos, ya que, el episodio que cuenta el Evangelio de hoy, sucedió poco después de aquella entrada triunfal de Jesús en la Ciudad Santa y pocos días antes de la Pascua hebrea. Podríamos decir que el episodio sucedió el lunes o el martes de la Semana Santa. Entre la numerosa gente que acudía a Jesús en el Domingo de Ramos, había también un grupo de griegos. Se trataba de los griegos convertidos al Judaísmo o los hebreos que vivían fuera de Palestina, en el mundo y en la cultura griega. Ellos sentían curiosidad por cuanto estaba aconteciendo y querían saber quién era Jesús. Querían acercarse para conocer a ese profeta, de cuyos milagros hablaba toda Palestina.
Decidieron acercarse a Jesús a través de sus discípulos. Es interesante que eligieran para ello a Felipe y Andrés, dos discípulos que llevaban nombres griegos. Probablemente, como nos pasa a nosotros, se sentían más seguros con la gente que podía pertenecer a su cultura y conocía su lengua. Así pues, se acercaron a Felipe y le dijeron: “queremos ver a Jesús”…
Queridos amigos, he aquí nuestra súplica durante esta Santa Misa del Quinto Domingo de Cuaresma: “queremos ver a Jesús”. ¿Quién de nosotros no querría ver a Jesús? Con el Quinto Domingo de Cuaresma nos acercamos cada vez más a los misterios de la Semana Santa. Hace un tiempo, llegado el V Domingo, todas las cruces y otras imágenes se cubrían con un lienzo de color morado. Ya es tiempo de prepararse seriamente a celebrar las verdades más importantes de nuestra fe.
¿Cómo ver a Jesús? Podemos ver a Jesús, recordando que nosotros somos mirados por Él. ¡Aceptar la mirada de Jesús en la propia vida! Tomemos como ejemplo el caso de Pedro, cabeza de los Apóstoles. Jesús, antes de dirigirle a Pedro las palabras con las cuales lo llamó a seguirlo, a orillas del lago de Galilea, lo miró, y después le dijo: “Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres” (Mt 4, 18). Con la misma mirada insistente observa a Pedro, cuando éste sale de la casa del Sumo Sacerdote Caifás, después de haber negado por tercera vez que lo conocía. “El Señor se volvió y miró a Pedro” leemos en esta ocasión en el Evangelio de San Lucas (Lc 22, 61). Esta primera mirada, durante la llamada a seguirlo, lo había colmado de alegría y de luz, había dejado las redes y había seguido a Jesús; la segunda, hace que Pedro se dé cuenta de que ha negado a su Maestro y lo ha traicionado. “El Señor se volvió y miró a Pedro; éste recordó lo que había dicho el Señor; antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces. Salió afuera y lloró amargamente”.
El domingo pasado habíamos hablado de la luz, con la cual se evidencian las obras buenas y las obras malas. Jesús nos mira hoy, como lo hace cada día y, bajo su mirada, quizá podemos sentir en nosotros la paz y la alegría o, quizá, podemos llorar amargamente. Puede ser esto lo que ocurra en nuestra vida: podemos sentir la paz porque hemos hecho el bien o hemos sabido resistir al mal, pero al mismo tiempo, podemos llorar y arrepentirnos de nuestras debilidades y de nuestros pecados. Nuestro llanto, sin embargo, debería provocar nuestra conversión; así veríamos más fácilmente a Jesús en nuestra vida.
Queridos amigos, volvamos a nuestros griegos que querían ver a Jesús. Jesús se dio cuenta de que ellos querían ver a una persona famosa, de la que todos hablaban, para poder decir que habían visto a un famoso profeta. Ellos eran como la gente de todos los tiempos; también a nosotros no nos desagrada tener una foto con un político de las primeras páginas de los periódicos, con un gran escritor o con una famosa actriz. Hay gente que busca y colecciona los autógrafos de gente famosa y se interesa por su vida. Nuestros jóvenes son capaces de hacer cualquier cosa con tal de acercarse a una estrella de música moderna y así podríamos seguir.
Precisamente, pensando en todo lo que los griegos pensaban encontrar en Él, o sea, la notoriedad y la fama, Jesús dice: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado”. Habla de su Gloria, la Gloria del Hijo de Dios que vino, no para condenar, sino para salvar al mundo; no habla de la gloria de este mundo. Y después, añade: “Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto”.
En primer lugar, Jesús había hablado de su Gloria que debía manifestarse en su muerte y su resurrección. Es necesario que el grano de trigo muera; era necesario que Jesús muriera en la cruz. El grano muerto produce después mucho fruto. Jesús después de su muerte resucitaría y daría la vida eterna a todo el género humano.
La parábola del grano sembrado en la tierra, y que debe morir, nos ofrece una gran lección a todos nosotros. Indudablemente, todos amamos la vida y queremos vivir largamente y felices. La experiencia cotidiana nos muestra una cosa más que clara: el tiempo pasa y, con el tiempo, pasamos nosotros. La muerte forma parte de nuestra vida. No podemos escapar al tiempo, debemos aceptar que envejecemos y que nuestra juventud pasa, luego, la edad madura y, al final, nos abandonan las fuerzas. Es el ritmo natural de nuestra vida. Quien es niño será un día anciano, y el anciano fue también alguna vez un niño. Todo ello sin hablar de los accidentes, enfermedades o muertes imprevistas que pueden interrumpir la existencia.
Con las palabras de Jesús, sin embargo, tenemos la certeza de que la muerte no interrumpe la vida, solamente la transforma. Nuestra vida actual, aun cuando es bellísima y de enorme valor, es solamente un anuncio de lo que nos espera después de la muerte.
Nuestra fe en la vida eterna no es un escape de la vida real, ni una ilusión de lo que vendrá después. Nuestra fe en la vida después de la muerte nunca debe ser un desprecio de la que vivimos ahora aquí en la tierra. Al contrario, la fe en la vida eterna, nos da la esperanza y la paz para afrontar nuestra vida de cada día y aprovecharla de la mejor manera posible.
Un grano sembrado, para dar fruto, necesita buena tierra, agua y sol. Nuestra vida, para perdurar siempre, incluso después de la muerte, necesita de la cruz de Jesús y de su poder salvador. En la segunda Lectura, de la Carta a los Hebreos, hemos escuchado: “A pesar de que era Hijo, aprendió a obedecer padeciendo y, llegando a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que obedecen”. Que la salvación y la vida eterna sea, un día, nuestra parte y la de todos aquellos que amamos. Así sea. Amén.