Queridos hermanos:
La Eucaristía es el lugar adecuado para agradecer los regalos que Dios nos hace. No tenemos que cansarnos de dar gracias por todos sus dones. Hoy, queremos de una manera especial expresar gozosamente nuestro agradecimiento porque regala a nuestra Iglesia arquidiocesana un nuevo sacerdote en la persona de Juan Cruz y un nuevo diácono en Enzo Manuel.
Ellos han escuchado la voz del Maestro: “Ustedes no me eligieron a Mí, sino Yo soy el que los elegí…y los destiné para que vayan y den fruto” (Jn 15,16). Y como respuesta a este llamado han dicho “Aquí estoy”, respuesta noble y generosa, porque han madurado las palabras de Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).
Juan Cruz va a ser ordenado sacerdote. Es un elegido, como acabamos de escuchar. Su identidad y misión nacen de un llamado. Renuncia a tener un fin propio, ni actuar en virtud de sus propias fuerzas, sino con los poderes de Jesucristo. No busca en consecuencia su propio mérito, su propia recompensa. Quiere ser lápiz de Dios, como decía la Madre Teresa de Calcuta, para que Él escriba lo que quiera, como quiera y cuando quiera para la Gloria de Dios y la salvación de todos los hombres.
Es llamado para ser puesto en favor de los hombres, en lo que se refiere a Dios. Un puente entre Dios y los hombres, a través de la palabra, de los sacramentos y de la caridad.
Es llamado; no en una elección fría y funcional. Es una declaración de amor que requiere una respuesta de amor: como a Pedro, hoy Jesús le dice a Juan Cruz “¿Me amas?», y a su respuesta: «Señor, tú sabes que te amo», él va a escuchar la dulce palabra del Maestro: «Apacienta mis ovejas». Siguiendo el mandato tendrá que ser Pastor, para lo cual debe ser primero un discípulo enamorado del Señor y un ardoroso misionero que viva con pasión buscar a todos para que conozcan a Jesús..
Como Jesús, su misión será la de ser Profeta, Sacerdote y Rey. Tres misiones distintas, pero que están íntimamente relacionadas entre sí, se condicionan y se iluminan recíprocamente.
Tres misiones que exigen corazón de pastor, que como Jesús no vino a ser servido, sino a servir y esto sólo es posible por la caridad pastoral. Nunca podrá separar de su misión: el amor a Dios y a los hermanos.
Como nos enseña Francisco en Evangelii gaudium que «para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para estar más cerca del santo Pueblo fiel de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia» (n. 268).
Enzo, va a ser ordenado diácono, a ejemplo de Cristo, «que se hizo «diácono», el servidor de todos». Servidor gozoso del Padre celestial. Servidor de todos y servidor en todo, porque su existencia quedará marcada por el carácter del diaconado.
A partir de hoy, con la ayuda de Dios, deberá obrar de tal manera que el Pueblo fiel lo reconozca como discípulo de Aquel que no vino a ser servido sino a servir. La gracia y el carácter del sacramento del Orden, en el diaconado, tiene el matiz de servicio al Padre y a los hombres.
Según el Concilio Vaticano II, retomando la más antigua tradición Patrística, su ministerio se especifica dentro del triple campo de la Liturgia, la Palabra y la Caridad.
El diácono, es llamado para amar con un corazón indiviso; es el sentido profundo del celibato al que hoy, con libertad y clara conciencia, Enzo abraza. Está llamado a ensanchar su corazón para ser capaz de amar a todos, sin excluir a nadie, para ser verdadero discípulo de Aquel que en la Cruz nos enseñó el verdadero amor.
No es posible vivir el diaconado, si no hay un amor capaz de polarizar, unificar y dar sentido a la vida; sólo Jesucristo, el Señor, es la respuesta. En el fondo, esa es la esencia de la vocación diaconal: su identificación amorosa y vital con Cristo Servidor, que lo ha llamado por amor, para pedirle su amor total y exclusivo porque Él mismo nos dice con claridad que quien no sea capaz de darse a Él por encima de padre y madre… y hasta de su propia vida, no puede ser su discípulo.
Queridos Juan Cruz y Enzo: imiten la humildad y mansedumbre, virtudes imprescindibles de los verdaderos seguidores del Maestro, y propias del servidor, que confirma el compromiso de quien, en verdad, se sabe instrumento de Dios, dándoles un arrojo pastoral impensable porque no mide los peligros según las propias fuerzas ni se atribuye los éxitos, ni se acobarda ante los fracasos, sino que refiere todo a Dios.
Imiten la pobreza del Señor, fomentando una confianza filial y plena en la Providencia de Dios; toda avaricia es una esclavitud. Sean pobres de espíritu, desapegando el corazón de lo material, evitando toda ostentación y viviendo como peregrinos en camino hacia la posesión eterna de Dios. La pobreza evangélica nos hace libres y mantiene el alma abierta a Dios y a los hombres.
Imiten a Jesús que se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Esta es la ofrenda amorosa del don más grande que Dios ha dado al hombre: la libertad. Obediencia que no es la del esclavo, sino la que nace de la libertad de los hijos de Dios: “porque no busco mi voluntad, sino la del que me ha enviado” (Jn 6,38).
Imiten el corazón casto y puro del Maestro, con un amor totalizante y exclusivo que los mantendrá con una disponibilidad absoluta al servicio de la Misión. Ensanchen el corazón. Amen a todos y que tenga un lugar preferencial en el corazón de ustedes los que sufren, los pobres, los más necesitados de la gracia de Dios.
La fidelidad es posible cuando uno se mantiene firme en las pequeñas pero insustituibles fidelidades cotidianas: sobre todo fidelidad a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios; fidelidad al servicio de los hombres de nuestro tiempo, fidelidad a la enseñanza de la Iglesia; fidelidad a los sacramentos que nos sostienen; fidelidad al amor tierno y viril a la Santísima Virgen, la Servidora del Señor.
Cuando hablamos de fidelidad hablamos ante todo de amor. Es el amor que dura en el tiempo. Con san Pablo graben en el corazón: “El permanece fiel” 2Fil.
Recordemos el episodio del Lavatorio de los pies: el sentido de este gesto y enseñanza de Jesús, actitud que desconcertó a Pedro es Jesús servidor de Dios y de los hombres. El servicio es una expresión neutra. Hay un servicio al pecado (Rom. 6,16), a los ídolos (1 Cor. 6, 9). Hay un servicio forzado, que es esclavitud o buscando reconocimiento (vanagloria). Hay servicios solidarios, y tantos otros que muchas veces son loables…
Pero el servicio del creyente es muy distinto: es la expresión mayor del mandamiento nuevo. El lavado de los pies es el sacramento de la autoridad cristiana. Caridad y humildad, juntas forman parte del servicio evangélico.
Hoy nuestro servicio se siente tentado por el peligro de la secularización, nos advierte el cardenal Cantalamesa; Se da muy fácilmente por descontado que todo servicio a los hombres es servicio a Dios: san pablo habla de un servicio del Espíritu, y los ministros ordenados estamos destinados a este servicio. Hoy con más claridad nos enseña la Iglesia que demos lugar a los laicos en lo que ellos pueden hacer y que nos dediquemos a las cosas que se refieren a DIOS, y que nuestros hermanos tienen derecho y esperan de nosotros. Somos ante todo servidores de Dios y servidores de los hombres, pero como nos recuerda la Carta a los Hebreos, en las cosas que se refieren a Dios.
Queridos hijos, ustedes son conscientes de la grandeza del don y al mismo tiempo de su debilidad y por eso recuerden las palabras del Apóstol que les recuerda que llevan un tesoro en vasos de barro. Por eso con mi afecto de Padre quiero decirles con toda mi convicción: hoy y siempre, hay algo que es fundamental para la vida y misión del sacerdote y del diácono: la oración. Ella es el factor decisivo, es de lo que tiene más necesidad la Iglesia y el mundo de hoy. Tengan necesidad de ella como del pan, más que el pan. Porque rezar es confiar la Iglesia a Dios, con la conciencia de que la Iglesia no es nuestra, sino Suya .Orar es confiar la Iglesia y la humanidad a Dios. Sin la oración no sólo perdemos la orientación de nuestra vida, del mundo, sino la auténtica fuente de vida. Vale para todos, pero es absolutamente imprescindible para el sacerdote. Sin oración somos como satélites que han perdido su órbita y caemos como enloquecidos en el vacío. Sean hombres de oración, hombres de la Eucaristía, hijos de María.
Francisco les decía a seminaristas: “Ustedes,… no se están preparando para realizar una profesión, para convertirse en funcionarios de una empresa o de un organismo burocrático. Tenemos tantos, tantos sacerdotes a mitad del camino... Les pido, ¡estén atentos a no caer en eso! Ustedes se están convirtiendo en pastores a imagen de Jesús, el Buen Pastor, para ser como Él y en persona de Él en medio de su rebaño, para apacentar a sus ovejas”.
Recuerden que estamos en el tiempo del Sínodo sobre la Sinodalidad que nos exige un modo de ser Iglesia, sintiéndonos todos corresponsables, en comunión para la misión.
Nunca, pero más en este tiempo del mundo y de la Iglesia, no hay lugar para la mediocridad. El mundo necesita santos. “La única tristeza es no ser santos” (Paul Claudel)
Tengan grandeza de corazón, sean magnánimos, naveguen mar adentro, dispuestos a dejarse asumir por el Espíritu Santo, dejándose santificar para santificar.
Agradezco a sus familias, que Dios las recompense abundantemente, a los formadores del Seminario y a todos los que los ayudaron en el proceso de formación. A las comunidades parroquiales de origen y a las que los han acompañaron en este período pastoral.
Queridos hijos: para terminar les pido que amen entrañablemente a Nuestra Madre Santísima. Que no se aparte nunca de su boca, ni de su corazón. Sean siempre niños ante Ella y al mismo tiempo sus apóstoles para extender el reino de su Hijo por todo el mundo.
Madre Nuestra, Nuestra Señora del Rosario, te pido acompañes siempre a Juan Cruz y Enzo con la misma entrega maternal que hiciste con Tu Hijo para que se sientan siempre muy acompañados, amados y protegidos por ti que eres la gran intercesora.
María, ayúdalos a ser fuertes ante las dificultades, a caminar siempre con la fortaleza del que se sabe acompañado de tu amor…
María, danos sacerdotes santos y danos familias santas para que haya muchas vocaciones de sacerdotes santos.
Madre del Rosario: Únenos a ti en la tierra, y llévanos contigo al cielo
Mons. Juan Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná