La fe hoy nos congrega para celebrar solemne y públicamente el misterio de la Presencia Real de Jesucristo en las especies del pan y del vino, convertidos durante la Santa Misa en su Cuerpo y su Sangre, memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección.
La celebración del Corpus Christi incluye procesiones con el Cuerpo de Cristo y acompañado por los fieles.
El origen de esta fiesta se remonta a la Edad Media cuando la religiosa Juliana de Cornillón comenzó a promover la idea de celebrar una festividad que rindiera homenaje al Cuerpo y la Sangre de Jesucristo presente en la Eucaristía, concretándose la primera celebración en el año 1246, en la ciudad de Lieja, Bélgica.
Sin embargo, lo que aceleró esta devoción fue un hecho acaecido en el año 1263, en un templo de Bolsena, Italia, mientras un sacerdote celebraba la Misa, de la Hostia comenzó a brotar sangre.
Este suceso, conocido como “el milagro de Bolsena”, fue percibido como un evento santo, y acabó por afianzar la celebración del Corpus Christi.
En el año 1264 el papa Urbano IV instituye la fiesta del Corpus Christi con la bula Transiturus hoc mundo del 11 de agosto.
“La Eucaristía es la máxima expresión del amor de Cristo por nosotros para que tengamos vida en abundancia”, Papa Francisco.
“La Eucaristía es el alimento espiritual que fortalece nuestra fe y nos une como comunidad de creyentes”, San Juan Pablo II.
“En la Eucaristía encontramos la plenitud del amor de Dios. Por tanto, acerquémonos al altar del Señor con humildad y gratitud, sabiendo que somos amados y perdonados”, Santa Teresa de Calcuta.
“El Sacramento del Altar es el sol que da luz y calor a toda la Iglesia, adorémoslo con reverencia y gratitud, reconociendo su presencia viva en nuestras vidas”, San Pío de Pietrelcina.
“La Eucaristía es centro y cumbre de nuestra fe cristiana; por eso, celebremos con gozo la presencia real de Cristo en el Pan y el Vino consagrados”, San Juan XXIII.
“La Eucaristía es el tesoro más precioso que tenemos, acerquémonos con fe y devoción al banquete del Señor, donde encontramos la fuerza y la gracia para seguir adelante”, Santa Teresa de Ávila.
“En la Eucaristía, Jesús nos espera con los brazos abiertos, participemos en ella con confianza y dejemos que su amor transforme nuestras vidas”, San Francisco de Asís.
“La Eucaristía es un misterio que se ha de creer, un misterio que se ha de celebrar y un misterio que se ha de vivir”, Benedicto XVI.
Es muy importante comprender que la Eucaristía es la entrega que Jesús hace de sí mismo y expresión de su amor infinito por todos los hombres. Y que en cada Eucaristía se sigue ofreciendo por nosotros, nos sigue amando y manifestando su amor sin límites.
“La Eucaristía es el «misterio de la fe» por excelencia: «es el compendio y la suma de nuestra fe»” (Sacramentum Caritatis, 6), por eso al confesar nuestra fe en la Eucaristía profesamos al mismo tiempo la esencia de nuestra fe cristiana: el Amor Trinitario; la muerte y resurrección del Señor hasta que vuelva; la Iglesia como Esposa y Cuerpo de Cristo y todos los demás sacramentos que, en cierto modo, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan.
La primera lectura del Deuteronomio (8,2-3.14-16) deja en claro que los 40 años de vida en el desierto tienen que haber enseñado al pueblo a abrir el corazón a unos bienes superiores, en particular mediante el don del maná que simboliza aquí el supremo bien que es la Palabra del Señor, alimento por el cual vive el hombre (cf. Dt 8,3-4). El recuerdo de esta enseñanza le ayudará a evitar la tentación de autosuficiencia que conlleva el olvido de Dios y la consiguiente desobediencia que termina en la idolatría (cf. Dt 8,17-20). En fin, Dios ha educado al pueblo en el desierto; allí el pueblo ha aprendido que la obediencia a la Palabra de Dios es la condición de su subsistencia. Una vez llegado a la tierra, el pueblo no debe olvidar la lección aprendida en el desierto. Todo esto es una gran lección para nosotros, que también peregrinamos por este mundo, necesitados del verdadero maná que es la Eucaristía, Cuerpo y Sangre de Jesucristo.
La segunda lectura (1Cor 10,16-17) plasma sucintamente la convicción de san Pablo de que la Eucaristía es real comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo; la cual, a su vez, genera la comunión entre todos los bautizados que constituimos el único Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. San Pablo aplica el concepto ‘cuerpo’ tanto al cuerpo de Cristo Eucarístico como al cuerpo de Cristo eclesial, para explicar que la comunión en la Iglesia debe expresar, al mismo tiempo, la unidad y la diversidad. Todos los bautizados, a pesar de ser muchos y diversos por nuestras funciones, no obstante formamos un solo cuerpo (cf. 1Cor 12,12-27). Por tanto, comer el único pan que es el Cuerpo Eucarístico de Cristo es comunión en el único Cuerpo que es el Cuerpo eclesial del Resucitado al cual se unen todos los miembros. La presencia de real de Cristo en la Eucaristía es la causa y el fundamento de la presencia de Cristo en la comunidad de los creyentes.
En el texto del evangelio (Jn 6,51-58) Jesús insiste en la necesidad que tenemos de alimentarnos con su carne y con su sangre para tener vida eterna (vv. 53-54), ya que Su carne es verdadera comida y Su sangre es verdadera bebida (v. 55). Para comprender bien esta frase debemos recordar que la expresión carne (sarx) indica la condición terrenal y mortal de Jesús; y relaciona la Eucaristía con la Encarnación (Jn 1,14). Se trata de alimentarse del Verbo hecho carne. Por su parte, la sangre simboliza la vida, en particular la vida entregada, donada por Jesús. Tenemos, por tanto, una clara alusión a la entrega sacrificial de Cristo por la redención de todos los hombres.
Además, en esta perícopa (vv. 51-58), el evangelista deja en claro cuatro efectos de la Eucaristía, a saber:
1. “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes” (v. 53). El fruto principal del misterio Eucarístico es la comunión vital con Jesús, en quien está nuestra salvación. Su entrega personal, su amor hasta el extremo de dar la vida por nosotros es lo que nos salva. Para que nuestra vida sea plena necesitamos ser amados, tanto como el alimento corporal para poder tener vida, vida digna, vida plena. La salvación en esta vida radica en recibirlo a Él que se nos entrega con infinito Amor. Y al recibirlo, al comerlo, nos transforma en Él, como decía San León Magno: "Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en aquello que comemos".
2. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (v. 54). La Eucaristía nos alimenta para la vida eterna, puesto que al recibir la Eucaristía se nos comunica allí la misma vida de Cristo Resucitado, que es vida eterna. No sólo es para siempre, es eterna, es infinita.
3. “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (v. 56). Hay una mutua permanencia entre Jesús y el que come su carne y bebe su sangre. El verbo “permanecer” aparece 40 veces en el evangelio de Juan, con lo cual percibimos la importancia de esta acción.
4. “Así como yo, que fui enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí” (v. 57). Los hijos buscamos siempre agradar a nuestro padre, tener su aprobación, ya que le debemos la vida y mucho más. De modo semejante, a nivel espiritual, la Eucaristía nos hace vivir de Jesús, por Jesús y para Jesús; y viviendo así el Padre se complacerá en nosotros como en Jesús mismo.
Pues bien, hermanos, roguemos a la Santísima Virgen María que nos ayude a ser hombres y mujeres profundamente eucarísticos para que impregnemos las realidades temporales con los valores del Reino y vayamos pregustando las realidades celestiales y definitivas. De un modo concreto, colaborando generosamente en la colecta de Caritas. Así sea.
¡Bendito y alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar!
¡Sea por siempre bendito y alabado!
Mons, Luis Urbanc, obispo de Catamarca