Dt 8, 2-3. 14b-16a;
Salmo 147,12-15. 19-20;
1Cor 10, 16-17;
Jn 6, 51-58: 51
Muy queridos fieles:
Si nos preguntamos por qué nos hemos convocado esta tarde para celebrar la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la respuesta -nos enseña el Papa Francisco-, la encontramos en las palabras de Jesús con las que comenzó a celebrar la Pascua con sus apóstoles, en aquella Ultima Cena y Primera Eucaristía: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes, antes de mi Pasión» (Lc 22,15)[1]. Sí, Dios ha permitido que nos encontremos celebrando el Corpus, y «el motivo principal es porque nos atrae el deseo ardiente que Él tiene de nosotros»[2]. Por eso, hemos respondido con amor a su convocatoria, no para evocar un relato literario de la Ultima Cena, sino que nos dejamos atraer porque la Liturgia que celebra la Iglesia, nos permite estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: lo necesitamos a Él[3]; queremos estar con Él; alabarlo y darle gracias. No cabe duda que hoy, nuestra comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo ha sido deseada por El en la Ultima Cena[4].
Recordemos algunas enseñanzas del Catecismo: «En el corazón de la Misa que estamos celebrando se encuentran dispuestos el pan y el vino, signos de la bondad del Creador, que por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Jesús» (cfr. CEC 1333). Estos «frutos del trabajo del hombre, de la tierra y de la vid», como damos gracias en el ofertorio, es un reconocimiento a la providencia del Creador que pone en nuestras manos estos dones para el sacrificio, en el que Cristo se vuelve a inmolar por todos, ahora en forma serena e incruenta (cfr. CEC 1334). En cada celebración nosotros no somos simples espectadores, sino que estamos invitados a acoger en la fe el don de su Eucaristía, que es acogerlo a El mismo (cfr. CEC 1336).
La Palabra de Dios dispone y prepara el alma para adherirnos a la presencia real de Jesús en la Eucaristía. La primera lectura del Deuteronomio nos recuerda las maravillas que obró Dios con su pueblo cuando lo sacó de la esclavitud en Egipto. El rememorar cuando mitigó su hambre en el camino del desierto, dándoles el maná bajado del cielo, sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Y San Pablo, preocupado de separar a los primeros convertidos de los ritos paganos, les trae a la memoria que con la fracción del pan, un gesto varias veces realizado por Jesús, en especial durante la Última Cena, quiso significar que todos los que comen de este único pan partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (1 Co 10, 16-17). El mismo Pablo, en la carta a los Colosenses, sacude nuestra conciencia y nos exhorta para que «la paz de Cristo reine en nuestros corazones: esa paz a la que han sido llamados, porque formamos un solo Cuerpo» (3,15). Y es la comunidad de Pentecostés la que puede partir el Pan con la certeza de que el Señor está vivo, resucitado de entre los muertos, presente con su palabra, con sus gestos, con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre[5].
No debe sorprendernos si el evangelio según San Juan da cuenta de la reacción de los discípulos cuando el Maestro puso como condición comer su carne para obtener la vida. A esto se añade una exigencia más grave todavía, la de beber su sangre, un lenguaje difícil de aceptar, que se convirtió en piedra de escándalo para los que lo seguían. Pero la fe que recibimos en el Bautismo nos ilumina para comprender que la carne y la sangre que nos ofrece como alimento necesario para obtener la vida no pertenecen a un cadáver, sino que son carne y sangre glorificadas[6]. Por eso, al escuchar su invitación: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,56), sabemos que es el Cristo de la Gloria, el Viviente, quien nos ofrece la vida de la gracia mientras peregrinamos, y alimenta la esperanza de encontrarnos con Él en su Reino, junto a nuestros seres queridos. Su oferta expresa el deseo ardiente de hacerse una sola cosa con nosotros; o como enseña San León Magno: «Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa sino a convertirnos en lo que comemos». Recibirlo a Él bajo los signos sacramentales del pan y del vino dejan ocultas preciosas realidades[7], que la razón no alcanza, mas el corazón adhiere y celebra lo que recibe como don.
Durante cuatro siglos, la Iglesia que peregrina en Buenos Aires viene celebrando esta solemnidad y ya el Corpus Christi pertenece a la cultura porteña. Necesitamos encontrarnos en esta fiesta pública, profundamente religiosa y festiva, porque ante el misterio del Pan partido y la Sangre derramada, renovamos nuestra convicción de ser la Iglesia de la Eucaristía, misionera y solidaria, como nos enseñó el Sínodo de Buenos Aires, es decir, Iglesia que celebra la vida de punta a punta de nuestra existencia, porque no dejamos de valorar que cada uno de nosotros salimos de las manos del Creador, quien ha dejado la impronta de su imagen y semejanza en todos sus hijos destinados a la gloria. Nunca nos encontraremos dignos para recibir su Cuerpo; solo nos anima su ardiente deseo de tocarnos para ser redimidos con su preciosa Sangre, derramada por nuestros pecados. Nada nos dignifica tanto como comer el pan de los hijos, el que nos fortalece para seguir caminando en la vida. El borra en nosotros toda culpa (Salmo 50).
Cómo no evocar a la Santísima Virgen María en este día. Ella consintió libremente para que la Palabra se hiciese carne y habitara entre nosotros (cfr. Jn 1, 14). Ella por su fe abrió su corazón y dispuso su cuerpo, para que el Hijo del Altísimo tuviese un cuerpo humano. De su seno virginal y generoso tomó Dios su carne para darle un cuerpo a su Hijo divino, conforme a la naturaleza humana. San Efrén, un enamorado de la Virgen nos enseña: «María fue constituida en un verdadero cielo a nuestro favor por el hecho de llevar, en los angostos límites de su seno, la misma divinidad; gracias a ella, Cristo, sin dejar la gloria del Padre, pudo conducir a los hombres a una dignidad mayor... Ella es el templo del Hijo de Dios, quien habiendo entrado en su seno sin cuerpo, salió de ella revestido de un cuerpo»[8].
Te damos gracias Virgen Inmaculada, porque aceptando junto a la cruz el testamento del amor divino[9], con ternura maternal eres refugio de los pecadores, consuelo de los humildes y Madre de los redimidos; mientras comulgamos con el Cuerpo y la Sangre de tu hijo amado, queremos que sepas que no dejamos de pensar en ti.
¡El Corpus Christi tiene una Madre y se llama María!
Card. Mario Aurelio Poli, arzobispo emérito y administrador apostólico de Buenos Aires
Notas:
[1] Carta Apostólica del Papa Francisco, Desiderio Desideravi (-DD), 2.
[2] DD, 6.
[3] Cfr. DD, 11.
[4] Cfr. DD, 6.
[5] Cfr. DD, 33.
[6] Luis Heriberto Rivas, El Evangelio de Juan, Introducción-Teología-Comentario, Edición Actualizada, Buenos Aires, Ágape libros, 2020, pp. 347-352.
[7] Cfr. Secuencia para la Solemnidad del Corpus Christi.
[8] San Efrén, diácono y Doctor de la Iglesia, Sermón 3de diversis, III syr. et lat, Roma 1741, 607. LH IV, 1376-1377.
[9] Cfr. Misal Romano. Prefacio de la Santísima Virgen María V.