“Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo:
«¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!».” (Lc 11, 27).
¡Qué precioso elogio de esta mujer del pueblo a Jesús! ¡Nos representa a todos nosotros!
Admirada por las palabras sencillas y a la vez tan sabias del Señor, podemos conjeturar que seguramente habrá pensado: cómo será la madre si el hijo es cómo es y habla cómo habla. De tal palo, tal astilla, diríamos nosotros.
Lo cierto es que Jesús hace suyo el piropo de esta buena señora, dándole también un giro de precisión y belleza evangélica: “¡Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican!” (Lc 11, 28).
Ambas bienaventuranzas son justas, acertadas y se reclaman mutuamente.
En las palabras de aquella mujer y, sobre todo, en las del Señor escuchamos el eco de la bienaventuranza que, al inicio del evangelio, le dirigió Isabel, en cuyo vientre había saltado de alegría Juan el precursor: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor.” (Lc 1, 45).
María es feliz porque ha concebido y dado a luz a su Hijo, por obra del Espíritu. Porque lo ha amamantado, dándole de su propia vitalidad humana, para que crezca en su cuerpo y en su alma.
Es la alegría que experimenta toda mujer madre, tanto si lo es porque ha engendrado y dado a luz a un hijo de sus entrañas; como si lo ha hecho espiritual y afectivamente, como ocurre en la adopción o en la docencia.
Es la alegría de la Iglesia madre que, predicando la Palabra, a través de la catequesis de iniciación y los sacramentos que la coronan, engendra hijos e hijas para el cielo. Es la alegría de preparar, cada domingo, la mesa del banquete de bodas del Cordero, a la que nos acercamos con fe para alimentarnos con el Pan de los ángeles que los es también de los peregrinos.
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María es bienaventurada porque ha aprendido a escuchar la voz de Dios con tal calidad de escucha, que esta es inseparable de su vida: escucha y pone en práctica.
Solo cuando el Evangelio es llevado a la vida concreta, a los sentimientos y pensamientos, a las opciones que determinan la vida, a las actitudes y a los hechos, terminamos realmente de escuchar la voz de Dios.
Solo el Evangelio vivido -las bienaventuranzas, el amor al prójimo o el servicio a los pobres, por ejemplo- nos permite escuchar realmente la voz de Dios.
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Nuestra Iglesia diocesana sigue transitando su camino sinodal. Juntos estamos comenzando a caminar la ESCUCHA de la Palabra del Señor.
Es tiempo de oración y de profunda docilidad al Espíritu.
Es tiempo también de una fuerte gracia de conversión: escuchar y llevar a la vida.
María viene a caminar con nosotros, a alentar nuestra esperanza y a enseñarnos el arte de la escucha con el corazón en ascuas.
¡Hay tantas voces dentro y fuera de nosotros! ¡Tantas voces en la Iglesia, en el mundo, en nuestro interior! En ocasiones son susurros sugestivos; otras veces, gritos desgarradores o insultos que nos dejan inquietos. Quisiéramos ser parte de un coro armónico, pero, en demasiadas ocasiones terminamos viviendo en un caos de bulla y desorden.
Sin embargo, el Espíritu Santo, como la brisa suave que acarició los oídos de Elías, se sigue haciendo sentir en medio de todo ese ruido.
Solo quiere de nosotros que seamos como María. O que nos dejemos conducir por nuestra Madre y también maestra espiritual para que abramos los oídos para escuchar su voz.
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En la Carta pastoral de inicio de año les proponía tres dimensiones de la única escucha de la voz del Señor: la oración contemplativa, la escucha de los hermanos y, de manera especial, la escucha de los más alejados.
María nos ayuda a transitar esos senderos, a entrar en esa experiencia intensa de escucha.
Como buena catequista y maestra de coro, nos enseña a afinar el oído para que escuchemos la armonía completa, y no nos perdamos toda la riqueza de la voz del Señor.
Tenemos que motivarnos mutuamente para entrar en esta dinámica de escucha. Es posible que nos hayamos acostumbrado a hablar, a responder, a refutar o contradecir, más que a escucharnos unos a otros.
En breve vamos a entrar en el camino bello, pero también exigente de la “conversación espiritual”.
Lo haremos en distintos momentos, respetando el ritmo de nuestro propia andar y ayudándonos a caminar juntos también en esta experiencia espiritual.
La conversación espiritual supone, ante todo, la hondura de nuestro propio camino de fe, de nuestra perseverancia en la oración contemplativa, silenciosa y prolongada. Sin esta experiencia de base será muy difícil avanzar.
Supone también el gusto por el silencio, tan complicado en el mundo de ruidos en el que vivimos y en el que nosotros mismos nos sumergimos. El silencio exterior e interior es imprescindible para toda forma de escucha y discernimiento, tanto personal como comunitario.
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Entramos a este camino de Iglesia-familia en un tiempo muy duro para nuestro pueblo. A cuarenta años de haber salido de la noche oscura de la violencia política y el terrorismo de estado, el modo cómo hemos llevado adelante nuestra democracia tiene muchas deudas.
Es lógico que estemos insatisfechos con nosotros mismos y con nuestros dirigentes. El empobrecimiento de la política argentina con sus gritos y liviandad corre pareja con la pobreza que angustia a tantas familias y, sobre todo, a niños y adolescentes. El futuro nos planta cara.
El desánimo golpea la puerta, y con él, el peligro de dejarnos nuevamente llevar por arrebatos. Como discípulos de Jesús no tenemos escapatoria: aquí y ahora tenemos que vivir la radicalidad del Evangelio que nos invita a la reciedumbre de la esperanza.
Como escribía en los duros años setenta el siervo de Dios, cardenal Eduardo Pironio: “Jesús no anula los tiempos difíciles. Tampoco los hace fáciles. Simplemente los convierte en gracia. Hace que en ellos se manifieste el Padre y nos invita a asumirlos en la esperanza que nace de la cruz.”
De la mano de María, que camina con nosotros y alienta nuestra esperanza, dispongámonos para toda obra buena.
Amén.
Mons. Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco