Queridos devotos y peregrinos:
Hoy honran a la Virgen del Valle los poderes ejecutivos provincial y municipal con sus respectivos gabinetes. Bienvenidos. Que la Madre celestial los cubra con su manto y acompañe en el desempeño efectivo y fiel de sus respectivas funciones.
Se nos propuso meditar a lo largo de esta jornada en la dimensión misionera de nuestras vidas de bautizados. La tarea misionera es la que enciende por primera vez el fuego de la fe en una persona o en un pueblo.
La Iglesia es consecuencia de la Misión, no causa. Cuando el Evangelio es debidamente encarnado por los que lo reciben, nace la Iglesia. No hay cristiano sin Iglesia, de la misma forma que no hay discípulo sin ser misionero.
La Misión está dirigida a la propia comunidad católica, para que se redescubra como colectividad viva y atractiva. También se dirige a los católicos bautizados pero alejados de la Iglesia, y a las clases dirigentes que se desenvuelven en los diversos espacios sociales, políticos, culturales y económicos de la sociedad. Con la Misión se pretende llegar incluso a las personas indiferentes, que viven en los ámbitos socioculturales en los que Jesucristo por lo general está ausente: el hogar, el colegio, la universidad, el centro de investigación científica, y también en el ámbito del arte, el deporte, las nuevas tecnologías de comunicación e información, y en general, la familia humana sin exclusiones.
Para que sea eficaz, la Misión debe partir de la propia realidad social y cultural de las personas, las comunidades y los pueblos y tener presentes las experiencias misioneras ya realizadas en el pasado. Debe consistir en una proclamación centrada en la Palabra de Dios, en el anuncio de Jesucristo, así como en liturgias y celebraciones que incorporen las riquezas de la piedad popular, todo ello con la ternura y la misericordia propias de la devoción mariana.
La Misión será efectiva y atractiva si los creyentes nos esmeramos en practicar lo que el hecho de la Resurrección de Jesucristo causaba: “El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba” (Hch 4,32-35).
No fue fácil para los primeros discípulos asimilar lo que enseñaba Jesús, todo lo que significaba su figura imponente, sus palabras, la novedad de su forma de comportarse, su manera de hacer presente el amor y la misericordia de Dios. Los Evangelios expresan que les costó mucho entender a Jesús y el significado revolucionario de su figura y su mensaje. Pero esto no debe desanimarnos, sino todo lo contrario, ha de fortalecernos para ser sus testigos en permanente misión.
Para los apóstoles y demás discípulos creer en Jesús supuso un cambio importante en su vida. Por una parte su vida se llenó de sentido. La esperanza iluminó sus corazones. Pero, por otra parte, se vieron obligados a cambiar sus valores, su forma de entender la vida, sus relaciones con las demás personas. Desde Jesús todo cobraba un sentido nuevo. Ya no valían los antiguos criterios, hábitos y prejuicios. Se sentían libres de todo lo que antes había supuesto una opresión, normas sin sentido, pesadas leyes difíciles de cumplir. Pero ahora había que elaborar nuevas normas, hacerse con costumbres nuevas. Otros valores reinaban en sus vidas. El Evangelio les daba fuerzas para caminar. Pero ellos tenían que hacer el camino. Es de suponer que se reunían con frecuencia para hacer memoria de las palabras y de los hechos de Jesús para iluminar sus vidas. La Palabra, en aquellos tiempos todavía no escrita, era fuente de sabiduría permanente. Poco a poco fueron alumbrando un nuevo estilo de vida. La Iglesia iba tomando forma. Con errores y equivocaciones, sin duda, pero también con mucha esperanza y mucha ilusión.
De ellos tomemos la valentía para afrontar las nuevas situaciones, tratando de dar una respuesta cristiana a los desafíos. Procuremos no dejarnos llevar por el ‘siempre se hizo así’, de ser críticos con nosotros mismos y con nuestra historia, de no dar nada por supuesto y de buscar siempre inspiración en el Evangelio, que es el mismo Jesús, Muerto y Resucitado, para seguir pasando a las futuras generaciones la llama del Evangelio en toda su fuerza y pureza.
Querida Madre del Valle, ayúdanos a aceptar la exigencia de tu Hijo Jesús de que debemos nacer de nuevo, y que hagamos el esfuerzo por lograrlo día a día por medio de la oración asidua, la caridad para con nuestros prójimos, la cercanía con los que sufren por diversas causas, la honestidad en nuestro obrar, la docilidad a las enseñanzas divinas, el cultivo de las virtudes cristianas y siendo artífices de la paz.
Socórrenos en nuestras luchas diarias y en los desafíos que nos presenta la realidad cultural, que no nos quejemos ni nos amilanemos ante ellos, siendo esos discípulos-misioneros que las actuales circunstancias ameritan. Madre, ¡que no nos cansemos! Madre, ¡despierta en nosotros renovadas ilusiones de evangelizar!
¡Viva la Virgen del Valle!
Mons. Luis Urbac, obispo de Catamarca