“Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe». Tomas respondió: «¡Señor mío y Dios mío!».” (Jn 20, 26-28).
Jesús resucitado puede atravesar los muros que levanta el miedo. Y lo hace haciéndose presente en persona. Con su Paz vence nuestros miedos.
Dios y su acción en el mundo no son evidentes. La creación revela tanto como oculta su Presencia. Esta experiencia es más intensa con el Dios encarnado que además murió y resucitó. Por eso, siempre habrá incrédulos; o, mejor, siempre habrá que abrirse a la fe con un gesto gratuito de libertad. Como Tomás.
Y esta apertura solo es posible con otros. Se puede ser no creyente en solitario. No se puede creer en Cristo sino en comunidad. Solo cuando Tomás se reencuentra con sus hermanos que le dicen: “Hemos visto al Señor” (Jn 20, 25), puede comenzar a transitar el camino de la fe.
A Tomás, y a todos los Tomás de la historia, el Señor nos dirige la última bienaventuranza del Evangelio: “Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!».” (Jn 20, 29).
“Señor Jesús: Estás en medio de nosotros, ofreciéndonos tu Paz, soplando sobre nosotros tu Espíritu y enviándonos al mundo. Cada domingo, el primer día de la semana, nos reunimos para escuchar tu Palabra y reconocerte presente en la Eucaristía que nos alimenta. Como Tomás, también nosotros te confesamos Señor y Dios nuestro. Amén.”
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco