Queridos hermanos:
Bienvenidos a esta celebración. Muchas gracias porque decidieron participar en esta Eucaristía tan importante para la vida de los sacerdotes y de toda la comunidad eclesial, pues vinimos a agradecer al Señor que quiso perpetuar su condición de Único y Eterno Sacerdote con todos los bautizados de dos maneras: el sacerdocio común con todos los fieles y el sacerdocio ministerial con algunos varones elegidos de en medio de su pueblo real, profético y sacerdotal. De todo corazón, de nuevo, infinitas gracias a cada uno de ustedes, fieles laicos, consagrados, presbíteros, diáconos y seminaristas. Que el Señor y la Virgen del Valle los sigan cuidando.
Y también para impetrar al Señor de la vida y la historia que no sólo nos regale los nuevos óleos, sino que infunda en ellos especiales gracias para que nos ayuden a ser la Iglesia sinodal que Él siempre quiso, y que así se debe manifestar hasta el fin de los tiempos. Que estos óleos nos fortalezcan en la misión encomendada.
Sin embargo, en esta ocasión permítanme que reflexione delante de todos, pero hablando a mis hermanos sacerdotes, estrechos y amados colaboradores del obispo, al servicio de la Iglesia y el mundo.
Hablaré, en clave sinodal, de cuatro actitudes que dan solidez a la persona del ministro ordenado y son columnas de la vida ministerial. El Papa Francisco las denominó cercanías porque siguen el estilo de Dios, que siempre es cercano: cercanía con el Señor, cercanía con el obispo, cercanía entre los sacerdotes y cercanía con el pueblo. Estas cuatro proximidades es bueno que despierten en nosotros una profunda acción de gracias al Señor, porque siempre se muestra cercano a nosotros y nos enseña cómo ser cercanos desde el estilo de su cercanía, cuya máxima expresión la encontramos en el Hijo de Dios encarnado. También nosotros estamos llamados a encarnarnos, y hemos sido ungidos y enviados, como hombres cercanos, artesanos de comunión, que promueven la fraternidad sacramental convencidos de que no es una utopía; hombres cercanos que promueven la pertenencia de los bautizados a la comunidad cristiana, sin rivalidades ni exclusiones, y por tanto hombres convencidos de una Iglesia sinodal que procura la participación de laicos y consagrados y que tratan a todos con el estilo de proximidad y acogida de Jesús, siempre dispuestos a sanar y perdonar, sin dejarse llevar por prejuicios, rutinas y desganos.
Hombres con pasión misionera, abierta y dialogante, cercanos a la gente de estos tiempos, configurados con Jesús, samaritano de la humanidad, para anunciar en medio de las llagas del mundo la fuerza renovadora de la resurrección, unidos en la oración con la Virgen del Valle para que quienes hemos recibido esta vocación nos dejemos visitar por el Señor en la oración, en los hermanos de presbiterio y en todos los demás miembros del pueblo santo y fiel de Dios cultivando estas 4 cercanías.
Cuán importante es volver de continuo ‘al amor primero’ para mantener vivo el ardor misionero, siendo cercanos al Señor, al obispo, a los hermanos de ordenación y al pueblo confiado en cada rincón de la Diócesis, cada rincón es una joya de gran valor porque cada persona, cada bautizado, es una joya de incalculable valor, preciosa a los ojos de Dios y a los nuestros. Estemos seguros de que el estilo de cercanía sinodal es el que quiere Dios para hacer realidad su reino de amor, justicia, verdad, fraternidad, santidad, comunión y paz.
1 1. Cercanía con Dios: Sin una relación significativa con el Señor, nuestro ministerio está condenado a ser estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su Palabra, nos permite comparar nuestra vida con la suya y a no desanimarnos u horrorizarnos por lo que nos pueda ocurrir. Jesús es contundente: “El que permanece en mí y yo en él da mucho fruto, porque sin mí nada pueden hacer” (Jn 15,5). En los momentos difíciles digamos con toda confianza: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! ¡Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante de mi vida y que estás conmigo para probar mi fe y mi amor!»
Muchas crisis sacerdotales tienen su origen en una pobre vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa o al mero ejercicio del ministerio, creyendo que por celebrar varias Misas ya satisfizo su vida espiritual. Sí, mis queridos hermanos sacerdotes, sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la compañía de Dios a través de la escucha de su Palabra, de la celebración eucarística, del silencio de la adoración, de la devoción a María, del sabio acompañamiento de un guía, del sacramento de la Reconciliación, cualquiera de nosotros sólo será un trabajador cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor.
Se trata de aprender a dejar que el Señor siga haciendo su obra en cada uno y podar todo lo que es improductivo, estéril y distorsiona la llamada. Perseverar en la oración no sólo significa permanecer fiel a una práctica: significa no huir cuando la propia oración nos lleva al desierto, y en ese silencio escuchar a Dios. En la oración grita nuestro corazón roto y humillado, y a la vez da cabida al dolor de las personas que se nos confían. Si en ella abrazamos, aceptamos y presentamos la propia miseria al Señor, será la mejor escuela para poder dar cabida al dolor y la miseria que encontraremos cada jornada en el ejercicio del ministerio, hasta llegar a parecernos al corazón manso y humilde de Cristo.
2 2. Cercanía con el obispo: frecuentemente damos a la obediencia una interpretación alejada del sentir del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinario, sino la característica más fuerte de los lazos que nos unen en la comunión. La obediencia, en este caso al obispo, significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede entenderse a través del discernimiento. La obediencia, por tanto, es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne precisamente en un vínculo. Esta actitud de escucha permite desarrollar la idea de que nadie es el principio y el fundamento de la vida, sino que cada uno debe relacionarse necesariamente con los demás. Esta lógica de la proximidad, tanto con el obispo como con los demás, permite romper con todas las tentaciones de cerrarse, de auto-justificarse y de vivir una vida de soltería con todas las manías que de ello brota, y esto no es bueno. No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busque socavar los vínculos que nos constituyen. La defensa de los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular y con el obispo hace que la vida sacerdotal sea fiable.
3 3. Cercanía entre los sacerdotes: a partir de la comunión con el obispo es posible y fructuosa la fraternidad sacerdotal. La fraternidad, como la obediencia, no puede ser una imposición moral externa a nosotros. La fraternidad es elegir deliberadamente buscar ser santo con los demás y no en soledad. Un proverbio africano dice: «Si quieres ir rápido, ve solo; si quieres ir lejos, ve con otros». San Pablo, en 1Cor 13, nos dejó un claro «mapa» del amor y, en cierto sentido, indicó a qué debe tender la fraternidad. Un presupuesto ineludible es la paciencia, que es la capacidad de sentirnos responsables de los demás, de llevar sus cargas, de sufrir en cierto modo con ellos y sobre todo de alegrarnos con sus éxitos. Cuidado con la envidia disimulada que suele ser moneda corriente entre nosotros. Y ésta da lugar a las críticas y murmuraciones, a rencores y a amarguras paralizantes. El amor fraterno no busca su propio interés, no deja lugar a la ira, al resentimiento, como si el hermano que está a mi lado me hubiera defraudado de alguna manera. Éste se regocija en la verdad y considera un grave pecado atentar contra la verdad y la dignidad de los hermanos con calumnias, murmuraciones y chismes. El amor fraterno, si no queremos edulcorarlo, acomodarlo o menospreciarlo, es la «gran profecía» que estamos llamados a vivir en esta sociedad del descarte, conforme a las palabras de Jesús: «En esto conocerán todos que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros» (Jn 13,35). Una fraternidad sacerdotal auténtica es una ayuda excelente para vivir el celibato con mayor serenidad, sentido y alegría. El celibato es un don que la Iglesia latina atesora, pero es un don que, para ser vivido como santificación, requiere relaciones sanas, relaciones de verdadera estima y de verdadero bien que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración, el celibato puede convertirse en una carga insoportable y en un contra-testimonio de la belleza misma del sacerdocio.
4 4. Cercanía al pueblo: la relación con el Pueblo Santo de Dios es para cada uno de nosotros no un deber sino una gracia. En la oración alimentemos el gusto espiritual por estar cerca de la vida de las personas, hasta descubrir que esto acrecienta y afianza nuestra alegría. Jesús quiere servirse de nosotros para acercarse al pueblo fiel de Dios. Nos lleva en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de modo que nuestra identidad no puede entenderse sin esta pertenencia. Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Asumamos el estilo de Jesús que obra no como un juez, sino como el buen samaritano, que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y los sacrificios de tantos padres y madres para sacar adelante a sus familias, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y la indiferencia, que intenta acallar toda esperanza a su paso. Sí, mis amados hermanos sacerdotes, el pueblo de Dios, del que somos miembros, necesita que seamos pastores que sepan de compasión; hombres valientes, capaces de detenerse ante los heridos y tenderles la mano; hombres contemplativos que, cercanos a su pueblo, puedan proclamar sobre las heridas del mundo la fuerza transformadora de la Resurrección de Jesús.
Sé del amor que tienen a la Virgen del Valle, por eso le consagremos a Ella nuestros propósitos, el estilo sinodal de cercanía y nuestras vidas sacerdotales, diciendo: “Postrados humildemente a tus pies, ¡oh Virgen Santísima del Valle!, venimos, a pesar de nuestra indignidad, a elegirte por Madre, abogada y protectora, ante Jesús, tu Hijo divino, para amarte, honrarte y servirte fielmente todos los días de nuestras vidas. Alcánzanos de Jesús un vivo horror al pecado; la gracia de vivir y morir en la fe más viva, en la esperanza más firme, en la caridad más ardiente y generosa. ¡Oh Virgen del Valle! danos el consuelo de que en la hora de nuestra muerte, entreguemos nuestras almas en tus manos, y seamos conducidos por ti a la gloriosa inmortalidad”. Amén.
Mons. Luis Urbac, obispo de Catamarca