“Jesucristo, el Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra. Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén.” (Ap 1, 5-6).
Estas palabras de la segunda lectura reflejan la experiencia de una comunidad orante que celebra a Jesucristo. Reconozcámonos en este icono luminoso del Apocalipsis. Esta tarde, como Iglesia diocesana, reunidos para la liturgia de la Misa crismal, somos pueblo sacerdotal y misionero, a punto de entrar en la celebración anual de la Pascua.
A las comunidades cristianas, a los grupos de liturgia y canto, a los ministros y sacerdotes que, en los próximos días darán lo mejor de sí para que celebremos con alegría la Pascua de Jesús, vaya nuestro reconocimiento y aliento por este servicio a la fe que enriquece nuestra vida. La celebración litúrgica es la fuente y culmen de la obra evangelizadora de la Iglesia.
Con los ángeles y los santos, con toda la Iglesia peregrina y penitente vamos a confesar, allí donde celebremos esta Pascua 2023: “El Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza.” (Ap 4, 12).
Es el Espíritu el que nos conduce en este arte de celebrar. Él es el Catequista que obra en las almas de los fieles, tanto de los ministros que presiden como de los bautizados que participan activamente de la celebración. Unos y otros somos el Cuerpo del Señor que celebra, adora, alaba y suplica en sintonía sinodal. Nunca la Iglesia es más sinodal que cuando se reúne entorno al altar. Los óleos y el Crisma que estamos a punto de bendecir simbolizan y comunican esa acción del Espíritu Santo en las almas de los fieles y en la vida de cada una de nuestras comunidades.
Es el Espíritu el que nos hace comulgar a todos, respetando nuestra idiosincrasia, integrando en la unidad, dones y carismas, vocaciones y servicios. Él une sin suprimir y armoniza sin mortificar las diferencias. Él nos ayuda a sumar armoniosamente nuestras voces a la vida eclesial. Nos da aquella “hondura espiritual”, condición indispensable para que la acción pastoral sea realmente fecunda.
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Como Iglesia diocesana en camino sinodal hemos entrado en la fase de escucha de este viaje hacia nuestro primer Sínodo diocesano.
Jesús está en medio de nosotros, como aquel día en la sinagoga de Nazaret. Él abre el libro de la Palabra y nos invita a reconocerlo como Ungido para llevar la buena noticia a los pobres. Es a Él a quien queremos escuchar. Con la Oración del Sínodo invoquemos su Espíritu, para que no nos dejemos atrapar por nuestros prejuicios y obsesiones, nuestra ignorancia y nuestras cegueras.
Que el Espíritu Santo reavive en nosotros la unción bautismal que nos hizo Pueblo sacerdotal. Con humildad, perseverancia y paciencia, emprendamos el camino de la escucha. Se trata de escuchar su voz en todas las voces a través de las cuales se hace oír en medio del ruido que nos rodea.
En este punto, permítanme indicarles un acento especial de esta escucha del Señor. Agudicemos nuestro oído para escuchar al que nos habla desde las periferias, desde el rostro de los pobres, desde las llagas de tantos hermanos heridos por la vida.
Nuestra diócesis es una bella red de comunidades, personas, carismas y ministerios. Sin embargo, por diversos factores culturales, e incluso por prejuicios poco evangelizados, nos falta todavía para ser una “Iglesia pobre y para los pobres”. Tenemos que dar pasos de conversión misionera. También para esta escucha hemos de dejarnos llevar por caminos nuevos, ligeros de equipaje y disponibles.
En breve esperamos que se ordenen los primeros diáconos permanentes para la diócesis. Venimos haciendo un gran esfuerzo para ello. Nos tenemos que preguntar también qué pasos tenemos que dar para recorrer el camino de los ministerios laicales: varones y mujeres que, como desarrollo de su bautismo y confirmación, reciben los ministerios del lectorado, del acolitado y de la catequesis para la animación de nuestras comunidades.
El desafío más grande, sin embargo, es cómo activar en cada bautizado la conciencia viva de ser discípulo misionero del Evangelio. Y cómo esto repercute concretamente en la pastoral ordinaria de nuestras comunidades, en nuestra cultura de la comunión y en nuestro ardor misionero.
Estamos en camino sinodal para evangelizar, compartiendo la Esperanza que es Cristo con todos, no para engrosar la burocracia clerical. El camino sinodal tiene que reavivar el fuego del Espíritu para que seamos -parafraseando a san Alberto Hurtado- “fuego que enciende otros fuegos”.
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Queridos hermanos presbíteros: en breve, renovarán las promesas de la ordenación. La “escucha” está en la raíz de nuestra vocación. Hemos escuchado la llamada del Señor y nos hemos entregado a ella. No nos pertenecemos: hemos sido expropiados para pertenecerle a Él y a aquellos a los que nos envía. El ministerio nos impulsa a la escucha, porque nuestra vida se juega en hacer, no nuestro querer, sino su Voluntad.
Por eso, como Presbiterio diocesano, estamos al servicio de la fe del Pueblo de Dios en esta Iglesia diocesana. Escuchemos entonces, con hondura espiritual y apertura de corazón, la voz del Señor que nos sigue llamando y enviando.
Que María, la Virgen de la escucha y de la libertad que da el Espíritu, nos ayude a todos a vivir con “espíritu mariano” este camino eclesial de conversión y misión.
Amén.
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco