Querida comunidad diocesana, queridos hermanos obispos de la Región Litoral y vecinos del Uruguay, querida familia, queridos amigos, gracias por estar hoy aquí acompañando la acción de gracias a Dios por los 25 años de mi ordenación episcopal.
En los días de la Navidad de 1997 recibí del Sr. Nuncio Apostólico la comunicación de mi designación como obispo auxiliar de Rosario (27.12), y también en esos días fue publicada la misma (31.12).
- El obispo suele elegir un lema como expresión de su ideal pastoral. No debí pensarlo mucho, el tiempo litúrgico se me apareció como un signo; el elegido fue el canto angélico de Belén. “Gloria a Dios, paz a los hombres”.
- ¡Gloria a Dios! Esa gloria es llevar a cabo, con Cristo, la obra encomendada por el Padre (Jn 17,4).
- ¡Paz a los hombres!, porque el don de la Salvación eleva al hombre a la reconciliación con Dios, con los hermanos, con la creación. “La gloria de Dios es el hombre que vive, y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).
Recibí la ordenación episcopal en el umbral de la Semana Santa de 1998, y entendí que esto también debía ser signo de la misión episcopal. Como obispo elegí un símbolo para el ministerio que se me encomendaba, el de Jesús, la espiga de trigo.
- La espiga representa a Cristo en su Pascua (Jn 12,24). Cristo, grano que muere para dar Vida. Cristo, espiga resucitada que nos engendra en Él para ser Iglesia. Cristo, grano hecho pan, Pan Eucarístico que desciende del Cielo y da Vida al mundo (Jn 6,33).
- La espiga es misterio de “comunión”: para ser grano fecundo es necesario crecer en la espiga, en Cristo, en la Iglesia. La espiga es también símbolo de la vida sacerdotal “en Cristo”: ministerio pascual que engendra la gracia en el creyente, instrumento de comunión eclesial, sacerdocio plenamente realizado en la Eucaristía.
- Cristo es la espiga que brotó en el campo virgen de María. El sacerdote, el obispo, ponen su corazón en el de la Madre para brotar con Cristo.
Esta de hoy es una celebración de súplica. El Espíritu Santo me conceda las gracias de poder vivir hasta el final aquel ideal inicial, siempre con los sentimientos de Jesús, el Buen Pastor. Y es una celebración de memoria agradecida del paso de Dios en los distintos momentos de la vida, que recuerdo como una vocación iluminada y sostenida por infinitas gracias divinas. Permítanme que comparta algo de las etapas de esa vocación, regalo inmerecido.
Los primeros 25 años fueron el camino inicial, el de las semillas y de las raíces de una vocación:
- La familia, padres ejemplo de santidad, nonos y tíos de sólida fe y mucho cariño, familia numerosa de hermanos. Fue escuela de vida, de vínculos de amor y servicio, del valor del esfuerzo, y, sobre todo, de fe como atmósfera habitual, del rezo cotidiano del rosario todos juntos. Las primeras semillas de vocación comienzan a germinar todavía escondidas.
- El barrio fue una extensión de la familia, donde crecíamos sin temores al encontrarnos y jugar en las veredas, y la bicicleta era nuestro whatsapp. Aprendíamos a ser con otros, condición de toda vocación.
- La parroquia, experiencia desde chico de una comunidad viva y apostólica, la Misa dominical en familia, la Acción Católica como escuela de misión de niño y adolescente… Crecimiento cristiano animado por la oración, los sacramentos y la guía espiritual. La vocación sacerdotal comienza a discernirse y echar raíces en el surco de un proyecto de vida.
- Las escuelas. La primaria del barrio, acompañando y educando el crecimiento y ampliando el horizonte familiar. La secundaria de educación técnica en la adolescencia, con una formación eficiente para los estudios superiores o la inserción en el mundo laboral, y amistades que aún perduran. Tiempos de búsqueda y cuestionamientos juveniles en los que el ámbito social va entrando en la perspectiva de la vocación sacerdotal.
- El Seminario. Tiempos difíciles en una patria que se desangraba en la lucha terrorista y antiterrorista. Tiempos de la emergente cultura juvenil del “prohibido prohibir”. Tiempos agitados y de unidad amenazada en la Iglesia del post Concilio entre búsquedas, tensiones, esperanzas y desconciertos. Hubo que pilotear la vocación en las turbulencias. Un sí que es probado y va madurando en los caminos de la formación inicial al sacerdocio.
A los 25 años, ordenado diácono (1973); y a los 26, presbítero (1974). Desde allí, 25 años en el servicio pastoral ministerial en la Arquidiócesis de Rosario.
- La formación, que se completa con una licenciatura en Teología Dogmática en España.
- El ministerio parroquial como párroco. Primero durante prolongado tiempo en una parroquia rural, donde, como cura, uno pasa a ser parte del paisaje humano. Y luego, durante cinco años, en una parroquia de barriada en la ciudad, con sus escuelas, su complejidad y su organicidad pastoral fecunda. Doy gracias a Dios porque siempre hubo muchos niños, adolescentes y jóvenes en la vida parroquial, contagiando entusiasmo y esperanza.
- La colaboración en la formación de los futuros sacerdotes, mediante clases de Teología en el Seminario, y los esfuerzos para sostener la formación permanente para este servicio.
- La comunión presbiteral vivida como una dimensión esencial del ministerio. Participación fraterna con los sacerdotes y el obispo en decanatos, diócesis, consejo presbiteral, misiones encomendadas, retiros, encuentros informales, fortaleciendo la comunión, la amistad y la cooperación pastoral.
- El acompañamiento del laicado, en lo parroquial y en lo diocesano, como actuación de una vocación personal muy fuerte, en asociaciones y movimientos, Cáritas y los hermanos más pobres, seminarios de catequesis, jornadas, cursillos, campamentos…
A los 50 años, ordenado obispo (1998). Los 25 años que siguen y que llegan hasta hoy son los del ministerio episcopal.
- Fui aprendiendo de los hermanos obispos, especialmente de los mayores, en esa escuela de comunión fraterna, de participación y de misión que para mí siempre fue y es la Conferencia Episcopal Argentina, sus Comisiones y los días fecundos de las Asambleas Plenarias.
- Los primeros seis años fueron como obispo auxiliar en Rosario. Tiempo de aprendizaje para la nueva misión, de escucha y discernimiento en la comunión episcopal, de caminar las comunidades y de seguir la docencia en el Seminario.
- Y, desde 2004, los años se suceden como obispo diocesano en Concordia, adonde llegué con el ideal de recorrer junto a ustedes los caminos pastorales con el sueño de la santidad, la comunión, la caridad pastoral y el ardor misionero. Dejo a ustedes hacer memoria de esta etapa.
- Además, el servicio a la Iglesia en Argentina en diversas comisiones de la Conferencia Episcopal: Ministerios, Laicos, Misiones, Migrantes, Salud, y el acompañamiento a la Acción Católica a nivel nacional.
- Doy gracias a Dios por lo que Él pueda haber realizado en favor de la comunidad con la pobre obra de mi caminar pastoral.
- Pido perdón a Dios y a ustedes por cuanto omití o realicé sin el fervor de la santidad que anima la misión.
- Doy gracias, sobre todo, por la obra inmensa del Espíritu Santo, verdadero protagonista de la misión Doy infinitas gracias también por la tarea permanente de ustedes, queridos fieles laicos, consagrados, diáconos y presbíteros, cercanos en mi afecto y por quienes rezo. Son ustedes los que están cada día con generosidad y cercanía evangelizadora en los incontables ámbitos y fronteras de la misión. ¡Gracias!
¿Cómo seguirá esta historia de vocación? Dios dirá. De aquí en más, me apresto lo que la Divina Providencia disponga.
- Renuevo y ofrezco mi disponibilidad al servicio pastoral de la Iglesia en esta querida diócesis de Concordia y en lo que en el futuro la Iglesia pueda pedirme.
- Siento un profundo gozo espiritual en el ejercicio de la misión pastoral en esta Iglesia particular que me ha confiado en su momento el querido Papa San Juan Pablo II. Vivo el ministerio episcopal con los temores propios por los desafíos de hoy, pero con la alegría y la esperanza del pastor, aún en las situaciones arduas de la comunidad y la sociedad.
- Permanezco abierto a la acción del Espíritu Santo, que “sopla donde quiere” (Jn 3,8).
Me confío personalmente y los encomiendo a ustedes a la Santísima Virgen, a María Inmaculada de la Concordia, como la honramos los fieles de esta diócesis con devoción y cariño de hijos. Ella nos proteja con su manto de Madre. Que un tierno y hondo amor hacia ella anide en el corazón de todos. Dios los bendiga.
Mons. Luis Armando Collazuol, obispo de Concordia