“Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.” (Lc 2, 6-7).
Aunque el Evangelio no lo dice, podemos imaginar a ese niño recién nacido, envuelto en pañales y llorando. Tratemos de escuchar ese llanto infantil. Seamos como chicos frente al pesebre.
Los niños lloran, los recién nacidos y los más grandecitos. Y los adultos también lloramos, a veces en silencio o a escondidas; en otras ocasiones, delante de todos. Lloramos de emoción, de dolor o de bronca. También de arrepentimiento. Hay llantos que nos hacen mucho bien.
En el llanto de ese niño que María acaba de recostar en el pesebre, escuchemos el llanto de Dios que, así, entra en nuestra historia y en nuestro mundo. Creemos en un Dios capaz de tocar realmente la vida humana, de estar donde estamos nosotros, de sentir como nosotros… y, por eso, también de llorar.
El llanto del Niño Jesús -como el de todo recién nacido- delata que la vida comienza a abrirse paso por su cuerpo, sus venas, por todos sus sentidos. Ya nos habla de la Pascua: del sudor de Getsemaní, del abandono del Calvario y, sobre todo, de la alegría de la tumba vacía por la resurrección.
Escuchemos el llanto del Niño Dios y dispongamos los oídos del corazón para escuchar los llantos de los niños del mundo, de sus madres y padres, de todos los que sufren y esperan.
También el llanto de la tierra, herida por la desmesura de la ambición humana. Llamada a ser hogar de todos -casa común- parece que queremos transformarla en un desierto inhóspito y vacío.
Escuchemos con atención, respeto y cariño. Escuchemos la fe que habita nuestro corazón, sembrada allí por nuestros padres y abuelos. Es la fe que nació venciendo el llanto del Calvario y que nos transmiten los apóstoles. Es la fe que nos hace hombres y mujeres con esperanza.
Y, así, dispongámonos a escuchar a todos: a los de cerca y a los alejados, incluso a quienes son hostiles. Escuchar lo que los emociona, lo que los ilusiona y también lo que los desespera. Ejercitados en la escucha conmovida del llanto del Niño de Belén, abramos nuestro corazón para escuchar su Voz en las voces que pueblan nuestra vida.
Acerquémonos así al Pesebre… como los chicos… y no tengamos miedo de dejarnos llevar por la emoción y de verter algunas lágrimas. María, José y Jesús sabrán recogerlas en su odre y transformarlas en vida y salvación para todos.
¡Bendecida Navidad!
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco