Al iniciar esta carta dominical quiero agradecer a Dios por el gozo de la ordenación sacerdotal del padre Elías Da Luz, el pasado viernes 2, en la Parroquia Santo Cura Brochero. Es una gran alegría para toda la Iglesia y especialmente para nuestra iglesia diocesana. También nos llenan el corazón las ordenaciones de cinco seminaristas que el próximo 9 de diciembre serán diáconos en camino al sacerdocio. Ellos son: Bruno Arce, César Báez, Leonardo Cuenca, Maximiliano Da Silva, y Diego Pezuk. Todos ellos se están formando en nuestro Seminario Santo Cura de Ars. Estoy agradecido a toda la comunidad diocesana por el compromiso de oración por las vocaciones y la gran generosidad con que ayudan a nuestro Seminario. Esto nos anima en la esperanza de cumplir con el mandato de evangelizar que nos dio el Señor.
Estamos caminando el tiempo del Adviento con el propósito de «volver a Dios» para celebrar bien la Navidad. Pero este camino lo podemos realizar solamente cuando captamos desde la fe que tenemos que convertirnos en pequeños y humildes para comprender el Reino que nos anuncia Jesucristo, el Señor. En el Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt. 3,1-12), San Juan Bautista aparece proclamando en el desierto de Judea: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca».
Para convertirnos es necesario hacernos pequeños y sabemos que el lenguaje del pesebre es elocuente y nos enseña cómo ingresar al Reino que anuncia Jesús. Algunos contemporáneos del Señor recibieron el calificativo de bienaventurados, porque por su situación se encontraban a punto para el encuentro salvífico con Jesús. Paradójicamente su pobre situación los había hecho dichosos, ricos y privilegiados. Ellos son los pobres, los que lloran, los misericordiosos… con los cuales Jesús se identifica plenamente. «Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver. Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt. 25,35-36.40). A este texto de Mateo se le pueden añadir otras situaciones en donde podemos encontrar a Jesús en los pobres.
El próximo 8 de diciembre celebramos la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, fecha tan querida por el pueblo de Dios. En relación a esa celebración habitualmente he tratado de reflexionar sobre el valor de la pureza, especialmente ligada a nuestros niños y jóvenes. Debemos reconocer que teniendo en cuenta los peligros que acechan a la vida en todas sus dimensiones, y el ambiente que suele ofrecer la mayor parte de los medios de comunicación, hablar de pureza en los niños y jóvenes parece absurdo. Por un lado, nos escandalizamos de la violencia y los problemas juveniles, y por otro, la publicidad consumista, el alcohol y la droga, se multiplican descontroladamente. Los obispos de la Argentina hemos llamado reiteradamente la atención sobre el drama de la droga y el narcotráfico. Y además de este flagelo, hay que atender a otros males que padecen nuestros jóvenes, como el alcoholismo, la promoción de una sexualidad promiscua, incluso en planteos educativos… Todo esto es consecuencia de una visión del hombre (varón y mujer) materialista y sin ninguna dimensión de lo trascendente. Sabemos que el ambiente influye fuertemente en la voluntad y en la libertad de aquellos que en la adolescencia empiezan a realizar sus primeras opciones fundamentales.
En este contexto tendremos que acentuar con más fuerza el valor de la pureza, como clave para la vida de nuestros jóvenes y para todas las edades. En nuestras escuelas hoy se ha logrado introducir un poco más el tema de la ecología, de lo natural, pero lamentablemente no se introdujo el valor de
«la ecología humana», del respeto y cuidado de nuestra propia naturaleza humana. Hablar de pureza de vida, como una opción fundamental parece ir a contrapelo del consumismo que, con tal de ganar plata, no tiene ningún escrúpulo en destrozar a los niños y jóvenes y el derecho que tienen a ser respetados en su dignidad de personas. Debemos subrayar que los mismos padres y educadores al ser los primeros responsables de nuestros niños y jóvenes necesitamos ahondar en el valor de la pureza.
La esperanza cristiana, porque tiene a Dios como su meta y absoluto, nos compromete a trabajar activamente para mejorar nuestro tiempo. Los niños y jóvenes son el presente y el futuro y todo lo que invirtamos en ellos será un signo de esperanza.
Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo!
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas