Para muchos de entre nosotros hablar del Concilio Vaticano II es evocar algo muy remoto y casi desconocido. Sin embargo nos hemos propuesto en esta Asamblea celebrar con gratitud y compromiso los 20 años del Proceso de planificación y del Camino pastoral diocesano, a la luz de los 60 años del inicio del mismo. Por eso parece oportuno presentar ahora algunos ejes de la doctrina conciliar, principios rectores permanentes de la acción pastoral.
¿Qué significación tiene para nosotros, hoy, el Concilio?
Nuestra diócesis de Concordia nació cuando se gestaba el Concilio Vaticano II
Recordemos algunas fechas.
El 25 de enero de 1959 el papa Juan XXIII anunció la realización de un Concilio Ecuménico. Su desarrollo llegaría a ser uno de los eventos históricos que marcaron el siglo XX.
El 10 de abril de 1961 fue erigida canónicamente la diócesis de Concordia por el mismo Papa Juan XXIII por medio de la bula Dum in nonnullis.
El 18 de noviembre de 1961 tomó posesión su primer obispo, Mons. Ricardo Rösch, quien fue nombrado el mismo día de la creación de la diócesis. Fue su titular hasta su fallecimiento el 21 de agosto de 1976.
El 11 de octubre de 1962 el Papa Juan XXIII presidió la apertura de las sesiones conciliares con unos 2300 obispos que venían de todo el mundo y representaban a todos los pueblos de la tierra. Nuestro primer obispo, a menos de un año de haber asumido, vivió la gracia y la responsabilidad de participar.
El Concilio constó de cuatro sesiones. La primera de ellas fue presidida por el mismo Papa a partir de octubre de 1962. Juan XXIII no pudo concluir este Concilio, ya que falleció un año después (el 3 de junio de 1963). Las otras tres etapas, en cada otoño de Roma de los tres años siguientes, fueron convocadas y presididas por su sucesor, el Papa Pablo VI, hasta su clausura el 8 de diciembre de 1965.
El Concilio Vaticano II es un don del Espíritu Santo, del que se han derivado muchísimos frutos espirituales para la Iglesia universal y para las Iglesias particulares, así como también para la humanidad toda.
Nuestra diócesis creció con las orientaciones del Concilio
Mons. Ricardo participó en todas las sesiones del Concilio, y quiso que las enseñanzas del mismo guiaran su acción pastoral en el tiempo y en el espíritu. Para asumir las mismas convocó en primer lugar a todo el clero de la diócesis.
El domingo 1º de mayo de 1966 fue leído en todas las Iglesias el “Plan de acción postconciliar de la diócesis de Concordia”. El obispo y todos los sacerdotes, diocesanos y religiosos, reunidos durante una semana del tiempo Pascual para orar, discernir y preparar el Plan, expresaron:
“Hemos profundizado las consecuencias pastorales de la idea clave de la reforma conciliar expresada en el proemio de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, que textualmente dice: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»…
Conscientes de nuestro deber pastoral hemos procurado revisar la Parroquia a la luz de los Documentos Conciliares. Dicha renovación está, a su vez, cimentada en las exigencias del hombre de hoy y de la sociedad actual ya que, como dice el Concilio a continuación del párrafo citado: «las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo»”.
El plan de acción pastoral se daba a conocer a fin de contar con la colaboración de todos, y abarcaba los puntos siguientes: catequesis, liturgia, organización parroquial, laicado, economía y convivencia sacerdotal.
Han pasado 60 años desde el inicio del Concilio Vaticano II
Y han transcurrido 61 años desde la creación de nuestra diócesis de Concordia… Nuestra planificación pastoral debe fecundar desde aquellas raíces conciliares. El Plan pastoral diocesano (2008) es una expresión vigente.
Nos urge dar frutos de madurez eclesial en el mismo espíritu conciliar que animó los comienzos y es orientación permanente de la vida y misión de la Iglesia. Debemos hoy dar nuevos pasos en la recepción de las orientaciones conciliares, en su interiorización espiritual y en su aplicación práctica.
En el Concilio emergió una Iglesia que deseaba renovarse para proporcionar al mundo, que cambiaba social y culturalmente, una imagen viva del Evangelio. Es el desafío que continúa vigente.
En el hoy y aquí de nuestra diócesis de Concordia, en el fragor de cambios acelerados en la historia, transformaciones distintas de las que constituyeron las circunstancias del Concilio, los principios pastorales y el espíritu del mismo permanecen. La doctrina conciliar debe seguir siendo luz en el discernimiento sinodal, que nos conduzca a respuestas pastorales con expresión, ardor y métodos renovados.
El Concilio nos dejó un vasto y fecundo conjunto de textos. Al releerlos podremos poner de relieve con toda claridad los cuatro pilares básicos del mismo a partir de las cuatro Constituciones (documentos fundamentales): la Revelación (Dei Verbum), la Iglesia (Lumen Gentium), la Liturgia (Sacrosanctum Concilium), y la Misión de la Iglesia en el mundo y para el mundo (Gaudium et Spes). Son la clave de interpretación de los otros Decretos y Declaraciones conciliares.
No podemos aquí más que atisbar la riqueza conciliar, pero ello nos podrá animar a una búsqueda más vasta.
Me limito a señalar algunas ideas fundamentales para seguir profundizando personal y comunitariamente, y para ser criterio de discernimiento sinodal de la tarea evangelizadora.
1. La Iglesia como Misterio de comunión misionera
En la mirada que la Iglesia hizo de sí misma en el Concilio sobresale la conciencia de la Iglesia de ser Misterio de comunión misionera, es decir, de ser “en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium, 1).
La eclesiología de comunión, koinonía, es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio.
Se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la Iglesia; la Eucaristía la fuente y el culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen Gentium, 11). La comunión del Cuerpo eucarístico de Cristo significa y hace, es decir, edifica la íntima comunión de todos los fieles en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Cor 10,16s).
Cristo mantiene a su Iglesia, comunión espiritual, “comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos” (Lumen Gentium, 8). La Iglesia está formada por un elemento humano, es la sociedad provista de órganos jerárquicos, y por una realidad divina, es la comunidad espiritual enriquecida con los bienes celestiales. Por ello la eclesiología de comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas.
Toda la importancia de la Iglesia se deriva de su conexión con Cristo. El Concilio describió con diversas imágenes a la Iglesia, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo, Templo del Espíritu Santo, Familia de Dios. Estas descripciones de la Iglesia se completan mutuamente y deben entenderse a la luz del Misterio de la Iglesia “en Cristo”.
Jesucristo asiste siempre a su Iglesia y vive en ella como resucitado. La Iglesia peregrinante en la tierra como Pueblo de Dios (cf. Lumen Gentium, 9), por su conexión con Cristo es comunidad de índole escatológica, tiene como meta su consumada plenitud en la gloria celeste (cf. Lumen Gentium, cap. VII).
La Iglesia, que abarca en su seno a los pecadores, permanece santa en los dones divinos y siempre ha de ser purificada, y avanza al Reino futuro por la senda de la penitencia y de la renovación, peregrinando “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (cf. Lumen Gentium, 8). En la Iglesia están siempre presentes, a la vez, el misterio de la Cruz y el misterio de la Resurrección.
La Iglesia es una comunidad humana portadora del don divino de Salvación, “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen Gentium, 4). Su misión es encarnar ese don en los pueblos, su gente, su historia, su cultura.
El Misterio de la vida divina, del que la Iglesia participa, ha de ser proclamado a todos los pueblos. La Iglesia misma es, por su naturaleza, misionera (cf. Ad Gentes, 2). La evangelización es la tarea esencial para todos los fieles cristianos.
2. La primacía de la Palabra de Dios
En la Constitución Dei Verbum el Concilio propone la doctrina “sobre la Revelación y su transmisión, para que todo el mundo lo escuche y crea, creyendo espere, esperando ame” (Dei Verbum,1).
La Revelación es Cristo preparado en una historia, el Antiguo Testamento; manifestado en un tiempo histórico, los Evangelios; transmitido en la Iglesia ante todo por la palabra viva de los testigos, y fijado en la Escritura santa de la cual Dios mismo es el autor en la medida en que es Él quien la ha inspirado.
Para que el Evangelio se conserve intacto y vivo en la Iglesia, los apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos, su propio ministerio de enseñanza. La Revelación divina se transmitió así en su integridad a través de la santa Tradición y la Sagrada Escritura auténticamente interpretada por el Magisterio. La Tradición proveniente de los apóstoles no es una materia inerte, sino un cuerpo vivo que se desarrolla en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo.
La Iglesia, oyendo religiosamente la Palabra de Dios, es enviada a proclamarla confiadamente (cf. Dei Verbum, 1). Por tanto, la predicación del Evangelio tiene un principal rango entre los ministerios de la Iglesia y, en primer lugar, de los obispos (cf. Lumen Gentium, 25). El anuncio de la Palabra, la evangelización, fue propuesto de nuevo, de manera más profunda y, aún hoy, plenamente actual, por Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (1975). El Papa Francisco vuelve a urgirnos al anuncio del Evangelio en el mundo actual en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (2013).
Será tarea nuestra la animación bíblica de la pastoral.
3. La renovación de la Liturgia
La primera Constitución aprobada por el Concilio y la de frutos más inmediatos, visibles y gratos al sentir del pueblo cristiano fue la Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada Liturgia.
La renovación litúrgica, aunque existieron algunas dificultades, generalmente ha sido aceptada por los fieles con alegría y con fruto. La innovación e inculturación se fue expresando en las celebraciones mediante signos, ritos, textos, idiomas locales, cantos, etc., y en la participación activa, tan felizmente acrecentada después del Concilio.
Pero la renovación litúrgica no puede restringirse a eso, no consiste sólo en la actividad externa. Hay una tarea permanente de atender, en primer lugar, a la disposición interna y espiritual, procurando la participación viva y fructuosa del Misterio pascual de Jesucristo (cf. Sacrosanctum Concilium, 11). Precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer. Debe estar imbuida del espíritu de reverencia y de glorificación de Dios. Esta tarea de formación y animación de la liturgia sigue comprometiéndonos hoy.
4. La vocación universal a la santidad
Porque la Iglesia es un Misterio en Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad. Por ello, el Concilio enseñó la vocación de todos los fieles a la santidad (cf. Lumen Gentium, cap. V). La vocación a la santidad es la invitación a la íntima conversión del corazón y a participar de la vida de Dios uno y trino, lo cual significa y supera el cumplimiento de todos los deseos humanos.
En nuestro tiempo, en el que muchísimas personas experimentan un vacío interior y una crisis espiritual, la Iglesia debe conservar y promover con fuerza el sentido de la penitencia, de la oración, de la adoración, del sacrificio, de la oblación de sí mismo, de la caridad, de la misericordia y de la justicia.
En circunstancias dificilísimas a lo largo de toda la historia de la Iglesia, los santos y santas fueron siempre fuente y origen de renovación. Hoy necesitamos fuertemente pedir a Dios con asiduidad santos. Santos en los Institutos de vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos. Santos laicos cumpliendo su misión en la Iglesia y en las circunstancias diarias, como son la familia, el lugar de trabajo, la actividad secular, la educación y el descanso, de manera que penetren y transformen el mundo con la luz y la vida de Cristo. Santos pastores en el ministerio animado por los sentimientos y la caridad de Jesús, el buen Pastor.
El Papa Juan Pablo II (1990) nos recuerda que el verdadero misionero es el santo (Redemptoris Missio, 90-91). El Papa Francisco nos escribe sobre el llamado a todos a la santidad en el mundo actual en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate (2018)
Para todos los cristianos, la bienaventurada Virgen María, que es para nosotros Madre en el orden de la gracia (cf. Lumen Gentium, 61), es ejemplo de santidad y de respuesta total a la vocación de Dios (cf. Lumen Gentium, cap. VIII).
5. La misión de la Iglesia en el mundo y para el mundo
La Iglesia como comunión es sacramento para la salvación del mundo. En esta finalidad podemos afirmar la gran importancia y actualidad de la Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual.
Entre el mundo y la Iglesia las relaciones son recíprocas: la Iglesia debe conocer los problemas humanos, y específicamente cada uno de aquellos a los cuales el documento dedica un capítulo: la dignidad de la persona humana, la actividad humana en el mundo, la dignidad del matrimonio y la familia, el desarrollo de la cultura, la vida económico social, la vida en la comunidad política, la promoción de la paz y el desarrollo de la comunidad de los pueblos.
La misión salvífica de la Iglesia con respecto al mundo es integral; aunque es eminentemente espiritual, implica también el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres, la promoción humana incluso en el campo temporal.
En su introducción la Constitución presenta la misión de la Iglesia en el mundo y para el mundo en la unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal.
“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (Gaudium et Spes, 1).
Diversas realidades históricas, sociales, culturales y religiosas han cambiado respecto de las que había en tiempo del Concilio, pero la misión de la Iglesia de ser luz para el mundo, sal de la tierra y levadura en la masa permanece. No es la Iglesia la luz de las naciones, sino Cristo, del cual ella debe ser el reflejo y la mensajera. Esta misión debe llevarnos como cristianos a un continuo discernimiento de los signos de los tiempos, los desafíos de la historia y la promoción humana a emprender.
El Magisterio de Gaudium et Spes se continúa y enriquece en los múltiples documentos pontificios que tratan acerca de las enseñanzas sociales de la Iglesia, en su síntesis en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia (2004), y en los documentos de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano (Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida) y del Episcopado Argentino. Estos documentos leen los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia, disciernen desde la Palabra de Dios en las Escrituras y la Tradición mediante la asistencia del Espíritu Santo, y nos urgen a los cristianos a trabajar sin claudicar por un humanismo integral y solidario. En nuestro Plan pastoral diocesano (2008) hemos asumido esta dimensión de la misión como una Línea pastoral permanente: opción preferencial por los pobres y promoción humana.
Conclusión
Las cinco ideas fundamentales expuestas no son exhaustivas, son solo un destello de la luz del Concilio para nuestro tiempo, que ilumina nuestros horizontes misioneros diocesanos. Esa luz nos invita a ser Iglesia en salida, a responder con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo. Esa luz nos invita a vivir más profundamente el Misterio de Cristo y de la Iglesia, colaborando con gratitud en la obra de la Salvación. Si la misión de la Iglesia es hacer llegar el Evangelio a todos los hombres y todos los pueblos también nosotros, mucho más que los apóstoles, tenemos necesidad de ser santificados y guiados por el Espíritu Santo.
Tenemos la gracia de haber nacido ý crecido como diócesis de Concordia en los tiempos nuevos para la Iglesia y su misión en el mundo que abrió el Concilio Vaticano II. Que esta gracia imprima un sello conciliar en nuestro estilo diocesano sinodal y misionero.
A la mediación de nuestra Madre María Inmaculada de la Concordia, y a su santo esposo José, Patrono de la Iglesia universal, confiemos nuestro Camino pastoral diocesano.
Con mi bendición pastoral.
Mons. Luis Armando Collazuol, obispo de Concordia