Miércoles 25 de diciembre de 2024

'Mama Antula, la mujer que cambió la historia argentina'

  • 7 de mayo, 2024
  • Buenos Aires (AICA)
El P. Ramiro Sáenz habló de santa María Antonia de Paz y Figueroa en la Federación de Círculos Católicos de Obreros. Señaló que impulsó a realizar los ejercicios a 100.000 personas en todo el país.
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El padre Ramiro Sáenz destacó a santa Mama Antula (María Antonia de Paz y Figueroa) como “la mujer que cambió la historia argentina”, al disertar sobre su vida el jueves 2 de mayo en la Federación de Círculos Católicos de Obreros (Junín 1063, la Ciudad de Buenos Aires).

Señaló al respecto que, en vida de ella, 100.000 personas hicieron los ejercicios espirituales que promovió, en un país que tenía entonces 400.000 habitantes.

“Fue el asombro de Europa, donde sus cartas se difundían en otras cinco lenguas –latín, ruso, alemán, inglés y francés-, además del español”, expresó el sacerdote, contando la obra de los ejercicios que ella se decidió a continuar en nuestro país, menos de un año después de haber sido expulsados los padres jesuitas de los territorios de España, en 1767, y que difundió hasta su muerte, acaecida en Buenos Aires en 1799.

En un acto organizado por Forum, espacio de ciencia y cultura, el padre Sáenz contó cómo desde Santiago Estero recorrió la santa, caminando descalza, con un bastón y un manto que le había regalado un jesuita, todo el noroeste argentino, moviendo a muchísimos hombres y mujeres a los ejercicios espirituales, para asentarse luego dos años en Córdoba y después muchos años, hasta su muerte, en la ciudad de Buenos Aires.

En el tiempo en que estuvo en Córdoba, organizó 60 tandas de ejercicios espirituales de diez días, con una media de asistencia calculada entre 200 y 300 personas, por lo que se estima que los realizaron entre 12.000 y 15.000 personas. Nunca los jesuitas habían hecho tantas tandas allí, aunque tenían una iglesia, una universidad y otras obras, que mantenían con lo producido por seis estancias distribuidas por el territorio cordobés.

María Antonia jamás pidió dinero –apuntó el padre Sáenz-: empezaba la tanda con lo que le trajeran. Y hay testimonios de ayudas inesperadas, así como de milagros portentosos, como una vez en que había guiso de lentejas para 30 personas y, aunque eran 150, y alcanzó para todos.

El padre Sáenz destacó su capacidad organizativa y su firme determinación ante los obstáculos y dificultades, pero sobre todo su confianza en Dios, cuya gracia no le faltó. Estimó como un signo de autenticidad de los fenómenos místicos el no querer contarlos. Así, María Antonia escribía a un jesuita en Europa: “Hay cosas que le puedo contar; hay cosas interiores de las que no quisiera hablar, solamente lo sabe Dios; y hay otras que no le puedo contar, porque ni yo las entiendo”.

Afirmó el disertante que, a quien voluntariamente hace los ejercicios, y los hace bien, “le abren la cabeza, le dan una visión cristiana de la realidad”.

Indicó que ella fue una expresión de la espiritualidad ignaciana y que su obra se prolongó en el tiempo. Relacionó su influencia en el ambiente religioso de la provincia de Córdoba -aunque no haya constancia de un vínculo directo- con el renacimiento espiritual promovido por quienes muchos años después tuvieron un papel destacado, como la beata madre Catalina de María Rodríguez (1823-1896), fundadora de la Congregación de Hermanas Esclavas del Corazón de Jesús, y el santo cura José Gabriel Brochero (1840-1914), ambos promotores de ejercicios espirituales. En ese marco, calificó a Brochero como “un calco en varón de la madre María Antonia”. 

“Es un 'personaje' que Dios quiso para nuestra patria, para el mundo”, expresó el sacerdote. Tras haber narrado que, al llegar a Buenos Aires, el virrey Juan José de Vértiz la tuvo esperando un año antes de recibirla y la trató mal cuando lo hizo, ante lo que la santa mostró paciencia y mansedumbre, aunque le observó: “Usted está impidiendo la salvación de las almas”, el orador recordó que ese mismo virrey y sus sucesores –Arredondo, Olaguer y Feliú, Sobremonte, Liniers...- hicieron los ejercicios. Y también todos los miembros de la primera Junta de gobierno patrio –Saavedra, Moreno, Belgrano, Paso...- así como, en años posteriores, los harían Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca, Miguel Juárez Celman o Torcuato de Alvear, al igual que gentes de todas las condiciones sociales, en la Santa Casa de Ejercicios que se mantiene hasta el día de hoy sobre la avenida Independencia que corre por la capital del país. “¿Qué hubiera sido de la Argentina sin este renacimiento espiritual?”, se preguntó el disertante.

Al iniciar la charla, que suscitó numerosas preguntas en el público, el padre Sáenz había enfocado el contexto de la época, destacando la extraordinaria eficacia evangelizadora que habían tenido los jesuitas, con cuatro puntos salientes: 1) sus misiones volantes (mediante las que dos o tres jesuitas se adentraban en territorios desconocidos y, si no volvían y eran dados por muertos, eran sustituidos por otros, que se ofrecían voluntariamente para ir y dar la vida por Cristo, es decir, una especie de “comandos”); 2) la educación, con sus colegios y la primera universidad argentina, ubicada en la provincia de Córdoba; 3) los pueblos y reducciones de indios, que eran 30 al ser expulsada la Compañía, construidos por los mismos indígenas, que bajo el influjo de los jesuitas levantaron casas e iglesias, hicieron esculturas, compusieron música, etc.; y 4) la genialidad de San Ignacio (inspirado por Dios), volcada en los ejercicios espirituales.

Comentó la cruel y expeditiva expulsión de los jesuitas por parte de un rey Borbón, Carlos III –afirmó al respecto el orador que “la concepción absolutista de la monarquía no es católica, como se la presenta, sino inspirada en la mentalidad protestante”-, y el apoyo que dieron a la medida los entonces obispos de Córdoba y de Buenos Aires (quien escribió al conde de Aranda, secretario de Estado y masón: “Los jesuitas no hacen falta alguna en la Iglesia de Jesucristo”). Hubo entonces una prohibición muy dura, con penas gravísimas, para quien defendiera –aun oralmente- a los jesuitas.

Pero a María Antonia –que desde los quince años se había formado cultural y espiritualmente con los jesuitas y asimiló el espíritu ignaciano “hasta los tuétanos" y, por más que “había un clima antijesuítico, a ella no le importó nada”- le dolió el vacío que quedaba. Con magnanimidad, alquiló una casa –porque todas las casas de los jesuitas habían sido confiscadas-, buscó sacerdotes del lugar –ella los elegía- y comenzó, siendo laica –nunca fue monja-, a organizar los ejercicios a menos de un año del riguroso decreto de expulsión.

Gracias a Ambrosio Funes –hombre prominente en Córdoba, de donde fue gobernador, y que le brindó buen apoyo cuando ella fue allí- María Antonia pudo, años después, tomar contacto y escribirse con un jesuita que estaba en Roma, el padre Gaspar Juárez, santiagueño como ella, quien quedó asombrado de la obra que su coterránea estaba realizando en nuestro país.

Y, ya en 1781, los jesuitas expulsados, que se habían desparramado por distintos lugares de Europa (como en Rusia, país ortodoxo, cuya emperatriz Catalina los tenía en alta estima y donde la orden pudo subsistir), estaban enterados de lo que pasaba en estas tierras. El padre Juárez recabó más datos y, ya en vida de Mama Antula, hizo escribir una primera biografía, que se tradujo a seis idiomas. Y expresó, maravillado: “La Compañía de Jesús ha resucitado esplendorosamente en el Río de la Plata”.+ (Jorge Rouillon)