Siguiendo la hermosa tradición inaugurada por los congresistas de 1816, con alegría nos reunimos, un año más, en la más importante fiesta cívica de nuestra nación, para agradecer a Dios el don de nuestra patria y de nuestra independencia, de nuestra libertad.
Este año el festejo nos encuentra inmersos en una severa crisis económica, política y cultural. No corresponde que nos detengamos en las circunstancias pequeñas del momento.
Fijémonos más bien en un signo que nos acompaña desde hace bastante tiempo y se ve agravado en los últimos años: la emigración de multitud de jóvenes que ya se han ido o planean irse del país, las innumerables familias que pugnan por darle a sus hijos y nietos los instrumentos legales y educativos para que se vayan del país.
Aunque nos llena de tristeza ese dato, no nos enojamos, los comprendemos. Pero no podemos dejar de cuestionarnos ¿porqué se han ido o se quieren ir?
Muchas veces se atribuyen nuestros males sociales a distintas manos negras que nos hacen víctimas de una perversidad maléfica. Nos parece más honesto reconocer que esos jóvenes se van defraudados por nosotros mismos.
Debemos preguntarnos ¿Cómo hemos ejercido la independencia, la libertad que festejamos, particularmente en nuestra vida democrática?
Estamos en una celebración de acción de gracias por nuestra patria. Ese hecho nos dice que, sin desconocer los problemas que tenemos, el saldo de nuestra historia es positivo y la patria vale la pena. La nación está por encima de un gobierno o de una crisis y por eso la queremos.
¿Qué tiene para decirnos de todo esto el cristianismo? Jesús nos enseñó que la vida religiosa se distingue de la vida política, por eso la religión no tiene recetas técnicas para nuestras crisis. Sí tiene mucho para aportar en luces y fuerzas espirituales y morales.
La fuerza de la religión se apoya en la humildad y el reconocimiento de nuestras culpas. Por eso es vital que aceptemos que nuestro país está quebrado. Económicamente, seguro. Tenemos un 40 % de pobres y 30 % sin vivienda. Hace décadas que el estado gasta más de lo que recauda y no puede devolver todo lo que ha pedido prestado, a pesar de seguir saqueando al pueblo con una emisión
descontrolada que ha destruido nuestra moneda.
Pero nuestra quiebra no es primera ni principalmente económica, es ante todo una bancarrota moral.
Muchas causas y muchos efectos tiene esa quiebra, pero hay algunas raíces evidentes que no corregimos: la mentira, el robo, el derroche y la pereza, la promulgación de derechos sin los correspondientes deberes, la emisión de certificados escolares sin el conocimiento debido y tantas otras irregularidades de ese estilo.
Desde hace décadas nuestra patria administra la crisis, maneja la quiebra, pero no modifica sus causas profundas. Así la quiebra se convierte en una estafa, donde el principal perjudicado es el pueblo argentino.
Un pueblo que, en virtud de nuestro sistema democrático, es también corresponsable de la estafa. Por eso muchos jóvenes se van. Porque mientras no comencemos a vivir con la seriedad y la austeridad que corresponden, seguiremos estafándonos mutuamente. Lógicamente, muchos no quieren seguir más en este juego.
Uno de los principales síntomas de la quiebra moral es la tristeza y el desánimo, así como el enojo que a veces deviene en injustificada y estéril violencia.
Dijimos que los sacerdotes no tenemos soluciones técnicas. La religión sí tiene para ofrecer la fuerza que nace del conocimiento de nuestra dignidad de hijos de Dios, creados libres, con una libertad en la que seremos juzgados por Dios, justo y sabio.
La religión exalta la responsabilidad personal y comunitaria. Recordémoslo: Dios es justo y dará a cada uno el premio y el castigo que merezca.
Pero Dios es misericordioso y da el perdón a todo el que se quiera arrepentir. Por eso la religión es fuente de fuerza y renovación del pueblo, porque a todos ofrece la posibilidad de volver a empezar, devuelve la esperanza y motoriza los cambios.
Nuestra patria tiene arreglo. Nuestra patria tiene esperanza. Eso depende hoy de que nuestros dirigentes se sientan a dialogar y buscar los necesarios acuerdos. Sin el consenso sólo tendremos un futuro más decadente y violento. Dios nos ayude y nos libre de ese flagelo, por medio de líderes que actúen con la humildad, la grandeza y la responsabilidad que la hora reclama.
Pidamos particularmente a la Virgen Santísima que cobije a nuestra patria y nos conceda la unión, la concordia y la paz que todos anhelamos.
Mons. Samuel Jofré, obispo de Villa María