Miércoles 25 de diciembre de 2024

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"Te doy gracias, Señor, de todo corazón" (Sal 138,1)

Homilía de monseñor Antonio Marino, obispo emerito de Mar del Plata, con ocasión del 50º aniversario de su ordenación sacerdotal (Basílica de San José, Buenos Aires, 13 de diciembre de 2021)

Queridos hermanos obispos, que mucho me honran con su presencia y su amistad: Card. Mario Poli, arzobispo de Buenos Aires; Mons. Oscar Ojea, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina y obispo de San Isidro; Mons. Alfredo Zecca, arzobispo emérito de Tucumán; Mons. Ariel Torrado Mosconi, obispo de Santo Domingo de Nueve de Julio (¡hoy es aniversario de su ordenación episcopal!); Mons. Santiago Olivera, obispo castrense; Mons. Rubén Frassia, obispo emérito de Avellaneda-Lanús. De cada uno de ustedes y de su vínculo conmigo, podría decir muchas cosas, pero me lo impide la brevedad de una homilía.

Lo mismo digo de los queridos hermanos sacerdotes, muchos de ustedes exalumnos. Querida familia de mis hermanos, Teresa y Francisco, sobrinos y sobrinos nietos. Religiosas, parientes y buenos amigos de mucho tiempo, y queridos fieles:

“Te doy gracias, Señor, de todo corazón”. En esta celebración de mi jubileo sacerdotal en la arquidiócesis de Buenos Aires, ante al inmenso caudal de recuerdos y experiencias, acumulados en el curso de cincuenta años de servicio eclesial, estas palabras del Salmo 138 sirven para expresar mis sentimientos en forma resumida. “Te doy gracias, Señor, de todo corazón”.

Todo cuanto pueda decir a continuación, en referencia a este tiempo transcurrido, gira en torno a estas dos palabras: gratitud y corazón. Dar gracias a Dios en esta Eucaristía implica la conciencia de haber recibido un don absolutamente gratuito, muy por encima de los méritos y de la capacidad natural de un simple hombre. Un don que me ha convertido en instrumento del mismo Cristo. Cuanto más ha pasado -y sigue pasando- el tiempo, más y más se va ahondando la conciencia de la misericordia divina, como dice San Pablo en la lectura que hemos escuchado: hemos sido “investidos misericordiosamente del ministerio apostólico” (2Cor 4,1). Sabía el apóstol que no estaba solo y que podía confiar en la misericordia de Dios para hacer frente a las numerosas dificultades que encontraría a cada paso. Y eso le daba fuerzas, por lo cual añade: “no nos desanimamos”. Esa misma conciencia me ha acompañado siempre, ha crecido y se ha ahondado en mi corazón, desde los lejanos días del Seminario. Si en todo momento debemos dar gracias, ¡cuánto más en esta hora de mi vida! Sí, darte gracias, Señor, de todo corazón.

El apóstol de los paganos continúa: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor, y nosotros no somos más que servidores de ustedes por amor de Jesús” (2Cor 4,5). Para un sacerdote y obispo la celebración de este aniversario tan significativo, no puede ser otra cosa que pura alabanza de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote. Hago mías estas palabras de San Pablo: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor…”. Esto significa que está en juego la gloria del Señor antes que la del siervo. Se festeja al gran Rey y no que al borrico con el cual entró en Jerusalén. Es fiesta de aquel sin el cual nada podemos hacer (Jn 15,5), y no alabanza del pobre instrumento humano. Celebramos al tesoro inapreciable que quiso derramarse en una frágil vasija de barro, como continuaba diciendo el Apóstol, “para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4,7).

En este día de acción de gracias, quiero expresar ante la Iglesia mi amor por ella. El amor a Cristo es inseparable del amor a su Iglesia que es su esposa para siempre. Ambos términos se implican, y como dice el lenguaje de la Tradición, Cristo y la Iglesia constituyen una sola mystica Persona. Para todo cristiano, la Iglesia es merecedora de un amor sin condiciones, porque es inseparable de su Fundador. Para un sacerdote y obispo, ella es nuestra pasión, y lo es de un modo propio. Trabajar por ella es un honor. Dentro de ella y a su favor, tenemos una misión insustituible. Ella es misterio invisible de la comunión de los hombres con Dios a través de la humanidad de Jesucristo y de la gracia del Espíritu Santo; y es también sacramento visible, institución y cuerpo jerárquicamente estructurado, cuyos miembros se necesitan mutuamente. Porque, en definitiva, la importancia de cada uno de sus miembros no la hace la función sino la caridad.

Amo a la Iglesia en su larga historia de dos milenios, la de ayer, la de hoy y la del futuro. La del cielo y la de la tierra, la de los vivos y de los fieles difuntos, la de justos y pecadores, desde los apóstoles hasta la consumación de la historia. Pretender tomar distancia de su camino histórico, sería como querer cambiar de madre y elegirle a Cristo una esposa distinta de la que el mismo Jesucristo conquistó y purificó al precio de su sangre (cf. Ef 5,21-33). Sería también ignorar el misterio de su santidad esencial, al ser cuerpo y esposa de tan noble Cabeza. Si la miramos con los ojos de la fe, entendemos que los pecados de los hombres -nuestros pecados- podrán afear su imagen, pero nunca lograrán quitarle su santidad objetiva y esencial. Si solo hacemos foco en las manchas del pasado y del presente, en sus crisis y tensiones, estamos olvidando el contrapeso de su incomparable historia de santidad canonizada y también anónima. El mismo que la fundó ha previsto su renovación cuando decae, en el Pentecostés permanente de su Espíritu.

Es muy significativo para un ministro de la Iglesia que el Evangelio de San Lucas presente las palabras sobre el servicio en el marco de la Última Cena: “el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor. Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,26s ). Con el tiempo entendí cada vez mejor, -con el corazón mejor que con la ciencia-, que en la Misa se ejerce también la función de enseñanza, iluminada por el misterio de la fracción del pan; y también la función del servicio de gobierno que en la mesa eucarística encuentra su fuerza y su inspiración. En la Eucaristía de cada día encontré siempre mi fuerza y mi fiesta. Y sigo convencido de que, dentro de muchas otras tareas pastorales necesarias, no existe otra más importante que ésta.

Jesús nos pide gran autenticidad y profunda humidad en nuestro rol de servidores. De interiorizar la humildad verdadera del servicio, se encarga la gracia del Espíritu Santo en las experiencias, con frecuencia dolorosas, de la vida.

Hablar de cincuenta años de vida sacerdotal, significa mencionar un número muy grande de años, todos ellos unificados por un mismo ideal que los llenó de sentido. Cuando los esposos celebran cincuenta años de vida matrimonial, hablan de bodas de oro. Pero la expresión se aplica también como metáfora al vínculo de todo hombre con una actividad determinada, sobre todo si ésta ha implicado una dedicación convencida, una entrega animada por el amor.

Y de esto se trata, por excelencia, en una vocación sacerdotal. A lo largo del tiempo en estos cincuenta años, día tras día, año tras año, como sacerdote primero y como obispo después, tuve el oficio de representar a Cristo cabeza y esposo de la Iglesia. Y por tanto, mi servicio debió ser un oficio de amor. Éste es el lema con que he procurado servir a la Iglesia y que -inspirado en San Agustín- quise explicitar en mi ordenación episcopal: Amoris officium, “Oficio de amor”. Desde los años en que era un joven seminarista he pedido al Señor la gracia de saber escuchar y consolar a las personas concretas que Dios en su Providencia iba a confiarme. Esta fue una luz recibida del inolvidable Mons. Pironio, rector del Seminario de Buenos Aires. Cuando todavía estábamos dando los primeros pasos en nuestra vocación, él nos enseñaba a orar por todos aquellos que Dios pondría en nuestro camino. En este servicio pude ver con frecuencia todo el bien que puede hacerse al escuchar y entender al que se siente como una mecha todavía humeante o una caña quebrada por la vida (cf. Is 42,3; Mt 12,20).

El amor a la Virgen María me acompaña desde siempre. Lo aprendí primero en mi casa y luego se ahondó en la parroquia de Ntra. Sra. de Balvanera donde me formé, gracias a Mons. Carreras, apóstol entusiasta, verdadero modelo de pastores y guía de mi vocación. La Virgen María ha sido el regazo materno donde se refugió mi vida en mi largo itinerario hacia Cristo. Ella es también el espejo donde toda la Iglesia se mira para descubrir su verdadera identidad y el rostro de la belleza inmaculada con que Dios quiso dotarla.

Si Mons. Carreras fue el origen y padre de mi vocación, Mons. Lorenzo Esteva fue el encargado de ahondarla durante los años del Seminario. Lo conocí en la plenitud de sus fuerzas y lo seguí admirando hasta en los límites de su digna ancianidad. Con él pude entender mejor la afirmación de San Pablo que él encarnaba: “nuestra vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios” (Col 3,3).

Quiero dar gracias a Dios por la vida que Él en su Providencia me hizo vivir. Cincuenta años de sacerdocio equivalen a decir un tiempo enorme. A lo largo de estos últimos dos años de pandemia, aproveché para detenerme muchas veces haciendo memoria de etapas, lugares y personas. Aparecía un río caudaloso de recuerdos revisados con serenidad, para agradecer mucho y de todo corazón, y también para sanar y purificar la memoria y pedir perdón.

Me vienen a la mente dos pasajes parecidos del libro del Deuteronomio, al término del largo camino del éxodo: “La ropa que llevabas puesta no se gastó, ni tampoco se hincharon tus pies durante esos cuarenta años” (Dt 8,4); y más adelante dice: “Yo los hice caminar por el desierto durante cuarenta años, sin que se les gastara la ropa que llevaban puesta ni las sandalias que tenían en los pies” (Dt 29,4). Aunque haya cambiado muchas veces de calzado y de vestido, y los pies hayan sentido el cansancio del camino, a mí no se me gastó la alegría que siento por el don inmerecido del sacerdocio. El entusiasmo de seguir sirviendo a Cristo y a su Iglesia, no sólo sigue intacto sino que se fue ahondando. Pruebas y oscuridades no faltaron; alegrías profundas tampoco.

Debo concluir, y lo hago leyendo estas palabras escritas por mí hace cincuenta años, durante el retiro espiritual previo a mi ordenación sacerdotal: “Tú conoces mi debilidad, yo conozco tu misericordia. Que la hora de mi muerte sea la plenitud y consumación de mi sacerdocio, al participar de la tuya, la Hora sacerdotal por excelencia”.

Mons. Antonio Marino, obispo emérito de Mar del Plata