¡“Conviértete y cree en el Evangelio”! (Mc. 1,15)
1. Con la ceniza sobre nuestras cabezas y unidos a todo el pueblo santo de Dios presente en cada rincón del mundo entramos en la Cuaresma y nos ponemos en camino hacia la Pascua. La ceniza al recordarnos nuestra caducidad nos hace humildes y nos dispone a la conversión.
Convertirse es gracia y decisión, es una elección de fe que comienza invocando a Dios: “borra mi culpa…crea en mí un corazón puro…devuélveme la alegría de tu salvación” (Salmo 50). Con los ojos fijos en Jesús nos ponemos en estado permanente de conversión para vivir como Él vivió: adorando al Padre y sirviendo a los hermanos.
Todos, pastores y fieles, recibimos este llamado a la conversión con las primeras palabras de Jesús: ¡“Conviértete y cree en el Evangelio”! (Mc 1, 15) y ser así nuevamente evangelizados.
“¿Qué tenemos que hacer hermanos?” (Hech. 2, 37): poner a Dios y a su Reino como centro de nuestra vida.
La conversión evangélica nos lleva a reconocer que la raíz de todos los males está en nuestro interior, en nuestra libertad enferma que se deja seducir por la idea de querer ser como dioses (Cf. Gn. 3). Nos lo dice el mismo Jesús: “lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre; porque de dentro del corazón del hombre, salen las malas intenciones, inmoralidades, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, desenfrenos, envidias, calumnias, arrogancia, desatinos. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre” (Mc 7, 21-23). Todo cambio que no parta de aquí será luchar contra los molinos de viento.
Hagamos el ejercicio espiritual de buscar qué puede significar para nosotros “convertirnos y creer en el Evangelio” en dos ejemplos que nos ofrece el mismo Jesús.
El primero en Lucas 7, 36-50: La pecadora perdonada. Para ella la conversión significó llorar a los pies de Jesús, descubrió la verdad del amor. A todos sin excepción Jesús nos pide: arrepentirnos y no pecar más. Romano Guardini decía que “cuando Jesús dice que no ha venido a salvar justos sino a pecadores, no quiere decir que excluye a los justos, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores no existen para la redención”.
¿No hemos acaso experimentado la belleza y el consuelo del perdón generoso de Dios cuando nos confesamos, que nos impulsa a amar mucho?
El otro texto es la conversión de Zaqueo en Lucas 19, 1-10. Aquel publicano y pecador de baja estatura que se subió al sicómoro porque quería ver pasar a Jesús, a quien el Maestro le dice: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa”. Cambiemos el nombre de Zaqueo por el nuestro y recibiremos la misma invitación de Jesús.
El encuentro con Jesús lo transforma y le hace ver las exigencias de la justicia y la necesaria reparación: “la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más”.
Así obra la gracia divina. No estamos solos en este camino, Cristo viene con nosotros para hacer posible nuestra conversión.
“El que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuentas del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación”. (1 Cor. 11, 27-29)
2. La conversión nos llama y nos lleva a la “coherencia eucarística”
Nuestra fe está viva cuando tiene raíz en la Eucaristía, que nos transforma para la entrega y la fraternidad. Comprendemos así la profunda relación entre la Eucaristía y la vida de cada día.
Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis nos dice: “el culto agradable a Dios nunca es meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario exige el testimonio público de la propia fe” (n. 83).
Mientras que en nuestra Nación se le niega una posibilidad a la vida no nacida al consagrarse el pretendido “derecho” de matar a un inocente, la “coherencia eucarística” nos hace servidores y testigos de la dignidad inviolable de la vida humana, desde la concepción, en todos los estadios de su desarrollo hasta la muerte natural, en el nombre del “Señor amigo de la vida” (Sab. 11, 2-6).
En esto no hay lugar para un lenguaje ambiguo, ni términos vagos, no podemos edulcorar el Evangelio y vivir un cristianismo diluido.
Para la conciencia recta de un católico ésta es la enseñanza de la Iglesia desde sus comienzos, en la Didajé o Doctrina de los Apóstoles del siglo I leemos: “no matarás al embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido” (Didajé 2, 2).
No tengamos miedo de anunciar esta verdad como un servicio de amor, unidos a hermanos de otras confesiones religiosas y como aporte al bien común. Igualmente estemos siempre unidos a hombres y mujeres de buena voluntad que no son creyentes y están iluminados por la ley natural, la razón, la ciencia, el derecho, para defender la vida no nacida.
No dudo en insistir que en realidad el aborto no es un tema primariamente de religión y es anterior a la misma, hunde sus raíces en la dignidad de la vida y siempre será una violencia contra la mujer y la muerte de un inocente.
En este sentido, nos sigue iluminando y es bueno meditar el Documento de Aparecida cuando dice: “Esperamos que los legisladores, gobernantes y profesionales de la salud, conscientes de la dignidad de la vida humana y del arraigo de la familia en nuestros pueblos, la defiendan y protejan de los crímenes abominables del aborto y de la eutanasia; ésta es su responsabilidad. Por ello, ante leyes y disposiciones gubernamentales que son injustas a la luz de la fe y la razón, se debe favorecer la objeción de conciencia. Debemos atenernos a la “coherencia eucarística”, es decir, ser conscientes de que no pueden recibir la sagrada comunión y al mismo tiempo actuar con hechos o palabras contra los mandamientos, en particular cuando se propician el aborto, la eutanasia y otros delitos graves contra la vida y la familia […]” (DA, 436).
También San Juan Crisóstomo nos dice qué es la “coherencia eucarística”: “¿Deseas honrar el Cuerpo de Cristo? Pues no lo desprecies cuando lo contemplas desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez” (De las homilías de San Juan Crisóstomo sobre el evangelio de san Mateo- 50, 3-4).
La misión de crear conciencia sobre la dignidad inviolable de la vida humana no termina nunca y debemos hacerla presente en nuestras familias, parroquias, escuelas, en cada lugar donde se forme al hombre y al cristiano.
Que María, la Virgen fiel, haga fecunda nuestra Cuaresma para conducirnos a la luz de la Pascua.
Los abrazo y bendigo de corazón en Cristo y María Santísima,
Mons. Carlos H. Malfa, Obispo de Chascomús