Cuando estamos enfermos o nos sentimos mal consultamos al médico y buscamos reponernos. Sin embargo, puede suceder que nos dejemos estar por pereza o temor a que tengamos que modificar algún hábito y no estemos dispuestos al esfuerzo. De este modo, con mayor o menor conciencia, arrastramos el malestar. Esta actitud personal también se plasma a nivel social. Esperamos, con vehemencia y angustia, una vacuna o remedio para el Covid-19. Así mismo necesitamos remedios urgentes para un mundo que no aguanta más. Vivimos una situación de malestar social y ambiental de consecuencias cada vez más graves, y muchos siguen mirando para otro lado, como si no pasara nada.
Los informes de los científicos y académicos (especialistas en estas patologías) son preocupantes, y van encendiendo luces de alarma y atención de modo permanente. Los únicos que no prestan atención son algunos economistas, responsables de las finanzas, y políticos a quienes corresponde encarar los cambios necesarios. Podemos comparar la situación con lo acontecido al Titanic; unos se divierten despreocupados mientras el barco va hacia el choque y su destrucción.
Estamos agotando los recursos naturales que son bienes comunes para el presente y el futuro de toda la humanidad. No podemos dejar librado su acceso y regulación a la anomia, y menos aún a la ley del más fuerte o el primero en llegar.
Es necesario compartir lo que es todos de manera justa y equitativa. Mientras unos viven en un ritmo derrochador y consumista, otros nada, miran pasar la vida, el bienestar, la comida, por delante de sus narices. El Papa Benedicto XVI expresaba en tono de reproche que “en las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de super-desarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora” (CiV 22). Como en la Parábola del Evangelio que nos narra la historia de un hombre rico que se daba espléndidos banquetes, sin persuadirse de un pobre llamado Lázaro tirado y hambriento a la puerta de su casa (Lc 16, 19-31).
Hace falta empezar por el principio. Es necesario sanar el corazón humano para curar al mundo. Es imprescindible contar con soluciones técnicas, pero no serán suficientes sin conversión ecológica. No podemos dejar de lado el planeta como casa de toda la humanidad mirándolo como fuente de riqueza a acumular por unos pocos.
Hemos debilitado y hasta quebrado los lazos que nos unen a Dios, a los hermanos, a la creación como casa común. Todo está conectado. La Redención de Cristo es universal, por ello “de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia” (I Pe 3, 13).
Para crecer en el compromiso para cuidar la casa de todos, Francisco nos convoca a un “Jubileo de la Tierra” desde el 1 de setiembre al 4 de octubre, memoria de San Francisco de Asís. Te propongo tres actitudes concretas: rezar, revisar, actuar.
Una actitud fundamental para los hombres y mujeres de fe es aprender a rezar con la creación, maravillarnos de su belleza, liberarnos de lo utilitario como único vínculo con la naturaleza.
Revisar estilos de vida. Dejarnos cuestionar considerando qué desperdiciamos, desde el agua al lavar los platos hasta la basura que generamos.
Acciones proféticas que ayuden a tomar conciencia social. Conversar en casa y con amigos.
En esta semana que pasó Francisco recibió a un grupo de laicos preocupados por las cuestiones ambientales. Destacó cómo “la crisis sanitaria que atraviesa actualmente la humanidad nos recuerda nuestra fragilidad. Comprendemos hasta qué punto estamos ligados unos a otros, inseridos en un mundo cuyo devenir compartimos, y que maltratarlo no puede por menos que acarrear graves consecuencias, no sólo ambientales, sino también sociales y humanas”.
“La Biblia nos enseña que el mundo no nació del caos o del azar, sino de una decisión de Dios que lo llamó y siempre lo llama a la existencia, por amor. El universo es bello y bueno, y contemplarlo nos permite vislumbrar la infinita belleza y bondad de su Autor”, afirmó el Papa.
“Cada criatura, incluso la más efímera, es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. El cristiano no puede sino respetar la obra que el Padre le confió, como un jardín para cultivar, para proteger, para que crezca según sus posibilidades.”
“En este jardín que Dios nos ofrece, los seres humanos están llamados a vivir en armonía en la justicia, la paz y la fraternidad, el ideal evangélico propuesto por Jesús”. Un hermoso camino de belleza y santidad.
Mons. Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo