A mediados de marzo de este año, comenzando con la actividad pastoral programada en el marco del Año Mariano Nacional, fuimos sorprendidos por una desconocida enfermedad, que en pocas semanas se transformó en Pandemia, y que hoy, pasados aproximadamente cinco meses, todavía nos mantiene en vilo.
Progresiva y rápidamente se suspendieron las clases, las actividades masivas, las reuniones más pequeñas, la circulación libre y espontánea. Luego el cierre incluyó los actos religiosos con presencia de fieles, y la actividad pastoral convencional se vio disminuida y afectada radicalmente.
Aprendimos cosas nuevas y debimos ajustar conductas que se practicaban, pero de un modo más estricto. Empezamos a usar barbijo, tuvimos que mejorar las medidas de higiene, usar elementos de desinfección más seguido, tramitar permisos de circulación para las cosas esenciales y realizar otras tantas acciones inesperadas. La vida cotidiana había cambiado para todos.
Miedo, cansancio e incertidumbre
Los medios de comunicación y, en especial, las redes sociales, de protagonismo creciente en los últimos años, se transformaron en una especie de “plaza pública”, donde cada uno hacía sentir su preocupación, su bronca, su malestar, su optimismo, o simplemente su opinión en torno a la situación. El confinamiento había producido un brusco descenso de la circulación pública, y estos espacios virtuales proporcionaron un ámbito de expresión y desahogo para muchos.
Un sentimiento que apareció imperceptiblemente, y aún hoy está vigente es el miedo. Miedo a la enfermedad, miedo a la muerte, miedo a quedarse sólo durante el tratamiento, en el caso de caer enfermo. También hay que hablar de cierto miedo o aprehensión a los demás, al contagio, a eventuales portadores del virus debido a su condición o a su trabajo, y a otros potenciales factores de riesgo para la propia vida.
No menos intensa fue la inquietud por la situación económica. A una época de crisis se sumaba ahora un elemento suplementario y grave, generando grandes padecimientos entre diferentes niveles sociales. Al disminuir abruptamente la actividad laboral, familias enteras, especialmente de sectores vulnerables, quedaron de un día para otro sin la posibilidad de contar con el ingreso indispensable para la vida. Sin dudas que el impacto mayor fue entre los más pobres. Llegamos así a la combinación perfecta entre crisis de salud y crisis de subsistencia.
El estado asumió, en proporciones aceptables, el papel que le cabe en este tipo de circunstancias, y hay que reconocer que mediante un esfuerzo coordinado, con avances y retrocesos, trató de acompañar las situaciones y de resolver problemas, desde sus diferentes niveles o estamentos, es decir, tanto a nivel nacional como provincial y local. Se trató de ganar tiempo, para mejorar un sistema de salud insuficiente, y de ayudar con subsidios a las familias y empresas que quedaron sin ingresos.
A la inquietud y a la bronca se asoció rápidamente la incertidumbre, que está emparentada con el miedo, con el temor profundo. La incertidumbre se relaciona con la imposibilidad de hacer previsiones ciertas o más o menos firmes para el futuro. Hay noticias sobre avances en torno a la vacuna y sobre algunos medicamentos que parecen prometer una cura, pero nada firme y concreto por el momento.
El panorama sanitario, la angustia económica y el impacto en la estructura psíquico-emocional-espiritual de la gente, de las familias y de los grupos más grandes nos fue colocando en una posición muy compleja y difícil. Diferentes ensayos se han procurado, con mayor o menor éxito. Lo cierto es que la situación se prolonga, y no se ve la luz al final de esta niebla oscura que ha envuelto a la humanidad.
Pese a este cuadro difícil, no todo es dolor y desazón en la pandemia. Hemos visto y podemos contar testimonios heroicos de agentes de la salud, de agentes de seguridad, de voluntarios. Mucha gente trató de compartir lo que sabía. También los distintos credos se sumaron a la movida solidaria.
La Iglesia, con diferentes iniciativas, trató de estar cerca de la gente, y animar la esperanza de los decaídos. Sin dudas, la figura del Papa Francisco, en su solitaria caminata en la lluviosa noche de finales de marzo en Roma, fue la expresión más contundente del sufrimiento y, al mismo tiempo, de la dignidad y fortaleza del ser humano que confía en Dios (cf. Francisco, Plaza de San Pedro, 27 de Marzo de 2020).
Interrogantes desde una visión creyente
Habitualmente, a los seres humanos nos interesa conocer las causas de las cosas que pasan y que nos pasan. La cuestión de la pandemia, tan decisiva por su incidencia en nuestra vida, ha abierto las puertas a diferentes tipos de especulaciones. No voy a entrar en la descripción y el análisis de las diferentes interpretaciones del origen del COVID- 19. Existen explicaciones de distinto calibre, que van desde las visiones más simplistas a las más sofisticadas propuestas de carácter apocalíptico. La información insuficiente, y la novedad del flagelo, recomiendan una posición de prudencia en lo que se refiere a las causas de esta enfermedad. El tiempo irá dilucidando un poco más un cuadro que por ahora no permite alcanzar certezas claras.
Sí podemos coincidir en que el virus, con su desarrollo exponencial y letal, nos habla de movimientos desconocidos del planeta, que todavía estamos lejos de descifrar y domesticar. La humanidad, una vez más llega, empujada por una enfermedad masiva, a la conciencia de sus límites, alcanzando las fronteras de la existencia donde aparece una de las preguntas más decisivas y difíciles de responder: ¿Por qué nos pasa esto? ¿Dónde está el origen del sufrimiento inocente? ¿Qué hay con la muerte, y más allá de ella? Llegados a ese punto, como tantas veces, nos quedamos sin palabras, en silencio.
Todos sabemos que cuando atravesamos una situación de dolor, las explicaciones más sofisticadas no son bienvenidas. Se lo hace saber Job a sus amigos (Job 9,1ss; 16,1ss). Él se sabe inocente y afirma con convicción su rectitud. Sus amigos tratan de consolarlo y, en el afán de ofrecer argumentaciones coherentes, sostienen que alguna cosa mala tiene que haber realizado. Job insiste en su inocencia y lo desafía a Dios, quien después de los largos discursos del protagonista, decide hablarle desde la tormenta (Job 38,1ss). No le explica lo que sucede. Le muestra, solamente, que todo está en sus manos. Pero hay que reconocer que Job, con su oración y su lamento, logra que Dios le hable, y eso ya es un don inmerecido que calma su ansiedad.
Algunas consideraciones en torno al dolor y al misterio del mal
Más o menos en estas condiciones estamos en la teología cristiana frente al misterio del dolor. Hay algunas cosas que se pueden explicar. En primer lugar, es necesario decir que la vida, la naturaleza, tal cual la conocemos, es maravillosa, pero parece tener límites y cierta lógica que no terminamos de comprender, aún con el avance de las ciencias. La vida de una especie depende de la depredación de otra. Un ser vivo se alimenta de otro ser vivo. La vida tiene un extraño equilibrio. También un ciclo, y la muerte o desintegración es indefectible (cf. Gen 3,19).
El dato que aporta la fe cristiana, y que es decisivo para una comprensión diferente de situaciones como la actual es la trascendencia. La trascendencia entendida aquí en una versión más amplia y definitiva. Si la vida es solamente lo que podemos captar y seguir por los sentidos o los sofisticados objetos que los alargan, tarde o temprano tiene un final, tiene un límite, tiene un defecto. Si la vida se reduce a la materialidad, estamos en un camino sin salida. Si, en cambio, la vida es algo más que aquello que captamos o logramos encuadrar con nuestros sentidos y nuestra razón, entonces hay posibilidades de seguir ensayando alguna palabra más, que nos renueve en la espera.
En esta línea se inscribe la fe cristiana, que en Cristo Resucitado vislumbra la posibilidad de un “más allá” de la realidad material, de un “renacer” de las cenizas, si seguimos literalmente el sentido del verbo “resucitar”. Aquí habría que señalar una sutil diferencia entre el verbo “crear”, que sería hacer algo a partir de la nada. Solo Dios, sea cual fuere el nombre que le demos, de acuerdo a la cultura, puede ser sujeto de este verbo. Con resucitar pasa algo parecido, con la diferencia que se trata de algo inédito, que consiste en hacer algo desde las “cenizas”. Hay un hilo invisible, muy fino, pero real, que une la vida material con la vida trascendente en la acción de la resurrección. Las cenizas tienen que ver con la radical conciencia de la nada y, al mismo tiempo, la confianza en Alguien que puede hacer algo, a pesar de los pronósticos. Es una entrega de algo insignificante, casi miserable, pero que acompañado de la confianza en el soplo vital del Espíritu, abre el camino al milagro. Y es, precisamente en esta lógica de la ofrenda pobre y la confianza humilde donde se apoya la expectativa de una vida diferente, en continuidad con la anterior, pero más plena y definitiva. Los textos del evangelio que nos hablan de la resurrección, insinúan una continuidad entre el crucificado y el resucitado (Ver especialmente Jn 20,24-29; en Ap 5,6, al referirse a Cristo Resucitado, se utiliza una imagen muy elocuente: “Jesús es el Cordero como degollado”).
Todas estas cosas podrían ser calificadas de sofismas y extraños razonamientos. Y es posible que haya gente que lo piense. Respetando profundamente esa opción, pero con convicción adhiero a la apuesta creyente, para quien existe una sola persona que hizo ese camino, y volvió para mostrarnos que es posible comprender la existencia desde esta perspectiva tan particular: esa persona es Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios Vivo. Él hizo el camino hacia las sombras y atravesando los umbrales de la muerte, abrió las puertas para que toda limitación y toda corrupción sean superadas (cf. Mc 16,6; 1 Cor 15,1ss).
Es preciso afirmar, según mi opinión, que en esta difícil experiencia de afrontar el COVID – 19, hay cosas que se pueden hacer y decir a un cierto nivel horizontal. Por ejemplo, es evidente que la humanidad está recibiendo, que estamos recibiendo, una dura lección de humildad y aceptación de la realidad. Algo similar se puede decir del respeto por la naturaleza, a la vida en todo su dinamismo. Lejos estamos de disponer a nuestro antojo de los demás seres vivientes y de las cosas con las que compartimos el planeta. También la solidaridad, con sus vaivenes, no deja de ser el resultado de un aprendizaje. Pero hasta aquí llegamos. Si no creemos en una vida trascendente, si no apostamos a una visión que incluya algo superador, no será fácil afrontar esta pandemia o cualquier otro mal que se interponga en nuestro camino. Más todavía, no sabría decir de qué fuente podremos sacar las fuerzas cuando el desgaste del camino haga sentir su rigor sobre nosotros…
Algunos comentarios pastorales
El punto focal de estas meditaciones está constituido por la cuestión pastoral, es decir, cómo nos afecta todo esto a nuestra condición de Iglesia, a qué nos llama, cuál puede ser nuestra reacción. Quizá algunos, al leer preguntas de este tipo, piensen interiormente: “si no sabemos qué hacer nosotros, qué vamos a pensar en la pastoral”. Y, por un lado es cierto. Pero por otro, no nos podemos conformar con una posición pasiva, cuando el núcleo más hondo de la fe se debiera manifestar en circunstancias como estas.
Por mi parte, no pretendo dar orientaciones, líneas de acción. Simplemente compartir con ustedes algunas cosas que podemos aprovechar de la experiencia, y otras sugerencias que tendremos que seguir pensando juntos, de un modo sinodal. Les propongo el movimiento y la acción, al estancamiento y la resignación.
Por un lado, toda esta experiencia humana de aceptación de la realidad, de reconocimiento de los límites, de la lógica de la naturaleza, de humildad frente a los acontecimientos de la historia nos viene muy bien para asumir nuestra condición. En esta línea estuvimos trabajando últimamente con ciclos de conferencias referidas a “Laudato Si’” y “Querida Amazonia”, que no hacen otra cosa que anticiparnos ciertas cosas que están pasando y ayudarnos a pensar en su superación.
Asociado a este respeto por la realidad, aparece el cuidado de la propia salud, el cuidado de los cercanos, el cuidado de los demás. No usar las medidas de prevención deviene en una falta de respeto por la vida y por los hermanos, aunque a nosotros no nos interese. Además, intuyo que cierto desprecio por la vida en algunas franjas de la realidad, la arbitrariedad con que se decide si hay o no vida en ciertas circunstancias, especialmente aquellas donde la vida más frágil y vulnerable, lamentablemente nos ha mal dispuesto y nos ha encontrado mal parados, para responder con la sabiduría y el compromiso que suponen el cuidado de la vida en su conjunto.
Otro aspecto que nos conviene considerar y fortalecer es la solidaridad y la compasión con quienes más sufren, con quienes no encuentran un camino de salida a la encrucijada enfermedad o hambre. No es un debate teórico el que estamos desarrollando. Éste es un drama que como cristianos lo tenemos que gestionar y en el cual tenemos que involucrarnos. En coyunturas como éstas, la tan repetida “opción por los pobres” alcanza para los cristianos su verdadero sentido. Esta opción lleva incluido cierto riesgo, que honestamente tenemos que considerar. En tiempos de peste y males de estas características, muchas personas han alcanzado la santidad, arriesgando su vida y siendo atravesados por la misma enfermedad que combatían. Siento que viene a colación una severa afirmación de la carta a los Hebreos, en torno a este punto: “Porque todavía, en vuestra lucha contra el pecado, no habéis resistido hasta el punto de derramar sangre” (Heb 12,2).
En un terreno más operativo, dos cosas que en estas últimas décadas nos han costado mucho organizar a nivel pastoral, y que hoy, casi sin darnos cuenta se fueron asociando para ayudarnos y sostenernos son: el uso de los medios de comunicación y la formación. Es impresionante notar como se ha desplegado, con gran creatividad, la oración y la vida sacramental por internet. Por otro lado, no alcanza el tiempo para anotarse en tantos cursos que “on line” se proponen. Dos áreas estratégicas de los tiempos que vivimos, difíciles de abordar poco tiempo atrás, parece que hoy se tornan más accesibles. Por favor, no perdamos de vista esto. No abandonemos el aprendizaje que estamos realizando. En fin, hay dos ámbitos que, con o sin pandemia, ya no podemos abandonar: la comunicación y la formación.
Por último, no quiero dejar de valorar la versatilidad y la creatividad, y al mismo tiempo, el respeto por la celebración litúrgica y sus formas. Sacerdotes, consagrados y laicos han sido intuitivos y cuidadosos en la administración de los santos misterios. Han aparecido muchas formas de hacer presente a Dios en nuestras vidas. Algunos podrán estar molestos porque vamos lento con la apertura de los templos u otras cosas. Otros estarán preocupados legítimamente por la apertura de los mismos y sus riesgos. No es fácil para nadie tomar decisiones en este tiempo. Tengo que decir, según mi punto de vista que los fieles en general, salvo rarísimas excepciones, han tratado de mantener la serenidad, han hecho cosas simples y muy lindas y han manifestado una fe y un sentido común poco frecuentes. Por eso, pidamos el don de la paciencia, según el consejo del apóstol: “…la tribulación engendra la paciencia, la paciencia la virtud probada, la virtud probada, esperanza” (Rom 5,3-4).
En medio de la incertidumbre, algunas cosas más claras el Señor nos ha confiado. El futuro lo dejamos en las manos de Dios, y trataremos de seguir adecuándonos a la realidad que nos toque, confiando en su acción silenciosa pero cierta en cada uno y en la comunidad. Por mi parte, insisto en que cultivemos mucho la paciencia. Es preferible privilegiar el cuidado de la vida que arriesgar por ansiedades propias o ajenas. Paciencia y sentido común. Dos criterios pastorales siempre decisivos, pero más que nunca en tiempos difíciles. Y un poquito de buen humor. A pesar de que los tiempos sean difíciles, no podemos perder este aspecto que suaviza cualquier conflicto y aspereza (GE 122.126).
De todo lo que incluye el ser cristiano, lo que no podemos olvidar es la atención a los pobres y postergados, a los que en este tiempo están sufriendo en el cuerpo o en el espíritu, a quienes se sienten solos. Podemos hacer más o menos cosas pastorales, pero el cuidado de los más débiles no lo podemos olvidar, según nos advierte Pablo en carta a los Gálatas: “solo nos pidieron que no nos olvidáramos de los pobres…” (Ga 2,10).
Perspectivas
Para concluir, plenamente consciente de la insuficiencia de estas reflexiones, pero que contienen el propósito de suscitar la meditación y el diálogo entre nosotros, creo conveniente proponer un mensaje más concreto a la iglesia diocesana y otro más amplio, que nos incluya a todos:
Para quienes formamos y nos sentimos parte de la Iglesia, estas meditaciones no tienen otra finalidad que afirmar que la acción pastoral sigue vigente. Tenemos las prioridades pastorales diocesanas que han quedado momentáneamente en un segundo plano, y que tendremos que revisar en algún momento. Pero la pastoral no se detiene. Y la realidad nos marca la cancha en ese sentido. La situación generada por la pandemia y otros graves problemas asociados a la misma son el cauce por donde tiene que transitar la acción pastoral en este tiempo, que es búsqueda, creatividad, ingenio. También discernimiento y confianza en la acción del Espíritu. La pandemia no detiene la pastoral. Nos desafía a vivirla de un modo adecuado.
A toda la comunidad del norte santafesino, con profundo respeto y valoración de su reacción ante las dificultades, les quiero decir que no somos superhéroes ni gente distinta. Todos sufrimos de un modo parecido el miedo, el cansancio, la incertidumbre. No tenemos respuestas para muchas de las cosas que nos pasan y las queremos buscar juntos. Solo una cosa quisiera recomendarles: no descartemos “a priori”, es decir, por presupuestos previos, por prejuicios, por visiones “prestadas”, el aporte de la espiritualidad, cualquiera sea la fuente, para la superación de la Pandemia y otros males. La religión, y la Iglesia como parte de este ámbito, no tienen otra misión que recordarnos que “el hombre es más que el hombre”, o para decirlo de otra forma, más sencilla y cordial: “La humanidad siempre puede dar un poquito más, y allí está el secreto de la vida en plenitud”.
Que María Santísima, la Virgen Morena del Valle, en este año mariano que estamos recorriendo a pesar de todo, nos anime y sostenga en nuestras luchas y nos disponga a recibir a Jesucristo como salvador y redentor de nuestras vidas, fuente de consuelo y esperanza.
Sede Episcopal de Reconquista, jueves 6 de agosto del Año del Señor 2020, fiesta de la Transfiguración del Señor.
Mons. Ángel José Macín, obispo de Reconquista