Hemos venido hasta este lugar donde hace exactamente 100 años nació y, sobre todo, fue bautizado, el Obispo Pedro.
Y vinimos con el corazón lleno de recuerdos y de gratitud.
Queremos agradecer a Dios por habérnoslo regalado.
Queremos hacer memoria agradecida de su vida tan fecunda, de su fe nacida en el bautismo y consolidada en su círculo familiar, de su vocación y de su largo ministerio episcopal en nuestra Diócesis. Casi 30 años que han dejado una huella muy profunda y muy lindos recuerdos en nuestras comunidades; particularmente entre los sacerdotes y los laicos de todas las comunidades de la Diócesis.
Yo, después de muchos años, estoy conociéndolo a través del testimonio de ustedes; y también aprendiendo de él.
He escuchado decir cosas muy lindas sobre obispo Pedro:
Un hombre bueno.
Simple, sencillo, cercano.
Una persona de fe.
Una figura silenciosa y discreta.
Una persona de escucha.
Un hombre que confiaba y trasmitía confianza; generaba confianza.
De una gran humanidad.
Padre; y en su paternidad le importaba cada uno.
De grandeza de espíritu, capaz de sobrellevar con entereza el sufrimiento.
Un gran amor por el sacerdocio. Preocupado por la vida y la espiritualidad de los sacerdotes; los animaba a entregarse con alegría.
Un obispo del Concilio.
El seminario mayor, una gran obra suya en la Diócesis –¡seguro la más importante…!–. Una obra profética… Debía llamarse “María, Madre de la Iglesia”. Un nombre con profunda resonancia eclesial y conciliar –del Concilio Vaticano II–. Además, el título mariano para ese momento de la historia –¡y también para este…!–. Un nombre que expresa su amor por la Iglesia; y sobre todo por la Iglesia tal como ella se entendió a sí misma a partir del Concilio Vaticano II y del Magisterio posterior: Pueblo de Dios, misterio de comunión misionera.
La Palabra de Dios que proclamamos en esta celebración, nos habla precisamente de este misterio; el misterio de la Iglesia.
Pedro –el apóstol– y la barca. Dos imágenes que, en el lenguaje bíblico, en el léxico evangélico, nos hacen pensar inmediatamente en la Iglesia.
La barca sarandeada por la tormenta en la cresta de la ola –podemos imaginarlo bien…–. Pedro que toma la iniciativa y se larga a caminar sobre el agua; primero confiadamente, y después se va hundiendo cuando le gana el miedo y le entra la duda... Y Jesús que no deja de estar presente, tomar de la mano, sostener, levantar…
El relato –entre la realidad, el símbolo y un claro mensaje catequístico– nos hace pensar en la Iglesia, poniendo la mirada en las diversas dificultades –la tormenta, “el viento en contra”, las fuerzas del mal simbolizadas en aquella tempestad– que ella misma enfrentó en tiempos de las primeras comunidades cristianas, y que enfrenta hoy para vivir y, particularmente, para desarrollar su misión: la misión de anunciar, ser eco de la palabra, la enseñanza, el misterio de Jesús, el Dios hecho hombre.
El relato nos trasmite una certeza –¡muy fuerte!–: la Iglesia, los discípulos de todos los tiempos, contamos con la presencia cercana y siempre viva del Señor Resucitado –el que camina sobre la tormenta y vence la tempestad–, que sostiene y fortalece la fe de cada uno; y siempre despierta en nosotros –los discípulos– aquella magnífica profesión de fe: «Vos sos, verdaderamente, el Hijo de Dios».
El relato parece anticipar otras palabras de Jesús; aquellas dichas por el Resucitado en su última aparición a los apóstoles: «Yo estoy/estaré con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Palabras que siguieron al envío misionero: «¡Vayan…! Hagan que todos los pueblos sean mis discípulos.» (Mt 28,19). Son palabras que sustentan una certeza: Jesús resucitado, con su presencia y su acción, anima, sostiene y da eficacia a la tarea misionera y evangelizadora de la Iglesia y de cada bautizado.
Hoy se nos sigue confiando a la comunidad de los cristianos, y a cada bautizado en particular, la misión de “hacer discípulos”, la tarea de vincular a los hombres con Jesús para que se encuentren con Él, lo reconozcan, lo conozcan, se enamoren de Él y se decidan seguirlo…
Es el llamado a ser anunciadores del Evangelio, prolongación y continuación de la misión de Jesús y de su condición de evangelizador (cfr. EN 15). Es una tarea hecha, antes que nada con el testimonio que, al decir del Papa Pablo VI, “comporta presencia, participación, solidaridad”, siendo “un elemento esencial, el primero, en la evangelización” (EN 21); y después con la palabra que esclarece, justifica, explicita el testimonio con “un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús” (EN 22).
Es una tarea que sentimos nos excede, excede nuestras fuerzas, excede nuestra capacidad. Es lo mismo que habrán sentido los apóstoles cuando les costaba dominar la barca sacudida por el viento, allá en medio del mar… Es una tarea que quizás nos atemoriza, como a Pedro cuando caminaba sobre el agua y empezaba a hundirse…
Somos “bautizados y enviados”; hemos sido llamados a ser “discípulos y misioneros”. No podemos achicarnos frente a este llamado; no tenemos derecho a estar quejosos porque haya dificultades para vivir la fe, profesarla con libertad y anunciar el Evangelio con alegría. Estamos llamados a hacerlo con esta certeza: Él está con nosotros hasta el fin del mundo, como en la madrugada del lago, en la barca; y como a Pedro nos toma de la mano, nos sostiene, nos levanta...
Mons. Héctor Luis M.SS.CC, obispo de Gualeguaychú