Este año celebramos los 200 años de presencia amorosa manifestada por la Virgen María en este paraje del monte santiagueño como Madre y Protectora de la Vida. Huachana significa para nosotros casa de la Madre y casa de todos sus hijos que venimos a expresar nuestra fe y devoción. Es lugar donde la vida nace y renace, porque cada año y en cada encuentro volvemos a descubrir que la Virgen fortalece nuestra fe, alienta la esperanza y nos renueva en el amor.
Este año, por las circunstancias de la pandemia, no ha sido posible desarrollar todas las celebraciones previstas, muchos con dolor y aceptación han hecho su renuncia de no venir en peregrinación y no asistir presencialmente a Huachana. Es una ofrenda que ponemos a los pies de la Virgen y es un gesto de caridad al cuidarnos y cuidar a los demás. La Madre lo sabe y por eso hemos podido hacer durante la novena, y este día, de cada hogar un santuario gracias a las nuevas tecnologías que nos han acercado hasta aquí. En el corazón de la Madre nadie está lejos, olvidado ni ausente.
En este bicentenario de la aparición de la Madre de Dios en Huachana nos acompaña el lema: “Con María, servidores de la esperanza de nuestro pueblo”. Lo decimos justo cuando como humanidad atravesamos tiempos de abatimiento, desorientación, ansiedad y desconcierto.
Tal vez nos estamos sintiendo como los discípulos de Emaús que caminaban tristes, desanimados y derrotados. Muchas cosas parecen que entre nosotros se han desmoronado y arruinado, y de todo esto estamos hablando, casi monotemáticamente, hace tiempo en nuestras casas, en los medios de comunicación y donde nos localicemos. El camino se hace largo y pesado, cansador y agotador, no vemos la salida ni la luz tan pronto.
Estos días hemos contemplado a la Virgencita sola por estos lados, a diferencia de otros años cuando multitudes la visitaban y rodeaban de su cariño y piedad. Pero esta imagen nos evoca a la Virgen María al pie de la Cruz de Jesús, la Madre Dolorosa, que permanece al lado de su Hijo sufriente. Al pie de la Cruz es Madre de esperanza y consuelo, maestra de paciencia y fortaleza, modelo de fidelidad y perseverancia.
María habrá repasado todas las cosas que tenía guardadas en su corazón, desde la anunciación hasta ese momento que le desgarraba el alma; el magníficat que cantó llena de gozo se mezclaban con las lágrimas amargas de dolor. María recuerda para esperar, revisita el pasado para abrirse al futuro con la certeza de que Dios es fiel, que cumple sus promesas y que, así como obró maravillas en ella también lo hará con su Hijo amado y con la comunidad de sus seguidores.
Hoy la Virgen Santísima está al lado de la Cruz y de los crucificados, nos enseña a recuperar la memoria como estímulo para mantener encendida la llama de la esperanza. La esperanza se sostiene y se afirma en la memoria del corazón, no en la nostalgia de lo que fue y pasó. La nostalgia nos detiene y retiene en el pasado, la esperanza nos proyecta y lanza hacia el futuro, nos hace caminar aun cuando no ha clareado del todo.
Los discípulos de Emaús tras la muerte del Maestro, desilusionados se fugaron -se rajaron- y se disgregaron, no pudieron permanecer porque quedaron sumergidos en la nostalgia y en la frustración. Nuestra Señora, en cambio, permaneció firme y fiel porque su amor y esperanza eran más fuerte.
La Virgen María es remedio para la soledad y la desesperación. María consuela porque permanece al lado de quien se siente que está solo, para consolar se necesita la presencia más que las palabras; presencia amorosa que atiende, comprende y sostiene. María desde su silencio nos dice que con constancia y paciencia saldremos adelante, que todo saldrá bien y que Dios no se ha desligado de nuestras vidas.
Una lección que nos está proporcionando esta cuarentena prolongada, es el ejercicio de la paciencia y de la mansedumbre. La paciencia es una forma que toma la esperanza, que no es resignación ni simple aguante, no es conformarse ni consentir porque no queda otra… sino que es aceptación confiada, soportar y permanecer con tenacidad en la noche o en la turbulencia para atravesar el miedo, la duda, el desaliento sin ceder al escepticismo o pesimismo.
No se trata de negar ni esconder el dolor, huir y escaparse de la oscuridad, evadir la cruz sino como María permanecer y esperar con paciencia y fortaleza, sin abandonar ni rendirnos en la batalla de la vida. En la escuela de Santa María aprendemos a superar las angustias y liberarnos de las aflicciones, le pedimos que podamos acoger la luz que viene de la Cruz y que nos introduce en la vida resucitada en el amor que es más fuerte que todos los signos de muerte.
Pedimos al Señor la gracia que, como a los discípulos de Emaús, nos busque por los caminos por donde nos hemos fugado y huido por nuestras impaciencias, debilidades o confusiones. Que nos vuelva a hacer arder el corazón con su Palabra y con la esperanza, que nos parta el pan de la unidad y del perdón.
El Señor Jesús en la Cruz, despojado de todo, herido y golpeado, nos regala lo más precioso -que ningún hombre regala- nos entrega a su propia Madre. La Virgen María en la anunciación le había dado su Sí al Señor aceptando ser la Madre de Jesús y ahora la vemos de nuevo asintiendo el pedido de su Hijo de ser Madre de sus discípulos. Madre de aquellos que en la hora difícil habían dejado solo a su Hijo, de los que se desbandaron cuando arrestaron al Maestro, de los que lo negaron por cobardía a su Señor.
Jesús en la Cruz no está solo, aunque no están las muchedumbres hambrientas que alimentó ni las multitudes que sanó de sus enfermedades; están cerca su Madre, otras mujeres y el discípulo amado. La Virgen se arroja a recoger el cuerpo muerto de su hijo en su regazo y lo vuelve a sostener como cuando abrazaba la fragilidad del niño recién nacido en Belén.
Esta imagen está llena de fe y esperanza. La esperanza es cierta cuando parece que no hay nada más que esperar, que no se puede hacer nada más, en los brazos de la Madre el cuerpo de su Hijo ya no tiene nada más que dar porque ya lo dio todo, y allí justamente se está gestando la resurrección.
Aquí en Huachana, como en tantos santuarios marianos del mundo, nosotros nos ponemos en los brazos de la Virgen Madre, a veces medios muertos, desahuciados, malheridos…ponemos en sus brazos aquello que para nosotros ya no tiene solución, lo que nos parece imposible de recuperar, lo que nos resulta difícil de sobrellevar. Cuando aparentemente no hay nada más que hacer, ahí la fe y la esperanza brotan desde el manantial más profundo. Cuando llegan los momentos de agotamiento e intranquilidad, cuando tocamos los límites y tocamos fondo, cuando no vemos el camino a seguir o la salida de una situación, podemos ir a la Virgen -la llena de gracia- para cobijarnos y ampararnos de tantas tempestades y desgracias.
En los brazos de la Virgen, los que sostuvieron a Nuestro Señor Jesucristo, queremos permanecer, ahí como los niños pequeños podemos acurrucarnos porque es un lugar seguro y cálido aunque ya tengamos el cuerpo bien curtido. Junto a sus manos ponemos todas nuestras alegrías y pesares sabiendo que nos escucha sin prisas y con solícita atención. Podemos apoyar nuestra cabeza en el regazo de la Madre, ahí sentimos sosiego y recobramos calma, experimentamos su abrigo en la noche fría o cuando la vida se nos vuelve áspera y dura. Sus manos nos curan las heridas, nos secan las lágrimas y nos acarician el alma.
Como Juan, el discípulo querido, la recibimos en nuestra casa, le pedimos que venga a visitar cada hogar de sus hijos, devotos, servidores, peregrinos…Ella no se asusta del desorden, lo sucio o del polvo acumulado de nuestras casas; hay desorden porque muchas cosas no están en su lugar: hay vínculos rotos, abandonos, relaciones retorcidas. Madre ayúdanos a cada uno a ocupar su sitio y vivir su compromiso con responsabilidad, que nadie se sienta arrinconado o invadido, que ninguno quede excluido ni marginado, que nadie busque trepar y dominar sino siempre servir.
En nuestras casas hay que hacer descacharreo, hay cosas que estorban, que sobran y hasta son nocivas. Ayúdanos Madre que podamos deshacernos y remover el mal humor, los malos modos y los malos tratos, las violencias y las agresiones, las adicciones y los egoísmos, las injusticias y la soberbia, la corrupción y la impunidad. En los dirigentes políticos y en las comunidades de fe, a veces, se percibe que quedan enmarañados en internismos; otras, movidos por intereses mezquinos, por un puestito o por unos mangos, se olvidan del bien común y de los valores humanos y cristianos.
En nuestras casas faltan muchas cosas, como en las bodas de Cana, tú Virgen María las adviertes: hay carencias y hambre de pan, cultura, trabajo, verdad, libertad, sentido de la vida; no hay siempre amor, reconciliación y alegría; muchos padecen enfermedades del cuerpo y del alma. Que en ningún hogar falte lo necesario y lo importante para vivir con dignidad y crecer en humanidad.
Virgen de Huachana, aquí estamos juntos a ti, danos tu envión y cólmanos de esperanza para ser servidores del Evangelio de la Vida y de la Alegría, queremos volvernos a poner de pie y a reanudar el camino, no huir ni quedarnos en la nostalgia, contigo sabemos que atravesaremos la Cruz para alcanzar la luz de un nuevo día.
Que al partir el pan reconozcamos a Jesucristo presente en medio nuestro y nos reconozcamos como miembros de su cuerpo y de su familia. Esta noche inúndanos con tu luz que desde Huachana y desde hace 200 años se derrama sobre tantos lugares y comunidades de nuestra Diócesis de Añatuya y del país. Como vos nos queremos jugar siempre por la vida; ser custodios de la casa común, en estos montes tantas veces depredados; contribuir a reconstruir una sociedad más igualitaria, solidaria y fraterna en justicia y paz.
¡Tú eres nuestra y nosotros somos tuyos!
Mons. José Luis Corral SVD, obispo de Añatuya