Miércoles 25 de diciembre de 2024

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Inmaculada Concepción

Homilía de monseñor José Antonio Díaz, obispo de Concepción, en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre de 2024)

Ave María Purísima

Amados hermanos,

El saludo del Ángel a María, llamándola “llena de Gracia” nos revela el contenido más profundo de la Fiesta que hoy celebramos. Con el tiempo la Iglesia pudo ver claro que esa plenitud de gracia en María implica que fue concebida sin mancha de pecado Original. Es la Purísima, toda de Dios y toda nuestra.

Ella es nuestra Madre porque nos la dio Jesús en el momento más álgido de la historia, cuando estaba entregando su vida en obediencia al Padre y por amor a nosotros. Pero a su vez, ella nos elije y nos ama como madre porque mira en nosotros a su Hijo Jesús, Por eso nos cuida, nos escucha, nos acompaña, nos consuela, nos anima y nos trata con la misma ternura que lo trató a Él.

María, sin pecado concebida es la discípula más perfecta del Señor.

Ella es pequeña y grande a la vez. Es sublime y cercana. Es contemplativa en el silencio y protagonista en la historia. Es madre y modelo de la Iglesia y a la vez la primera discípula del Señor.

Los pueblos del sur tucumano somos profundamente marianos. Nuestro vínculo con Ella es fuerte. Ello explica las masivas movilizaciones, peregrinaciones y procesiones que vivimos a lo largo de todo el año.

Sin embargo, no siempre vivimos nuestros vínculos de fraternidad con la misma intensidad. A la vez de conmovernos por la cercanía de la Madre nos enfrentamos con los hermanos con encono y dureza. Muchas veces nos miramos como enemigos y generamos tratos marcados por la indiferencia y la animosidad mal sana que se traduce en difamaciones y calumnias hasta incluso en persecuciones y ensañamiento.

Así no somos buenos hijos de la Madre. Tenemos que reconocer que últimamente, ya no respetamos a nuestros mayores ni los tratamos con el amor que les debemos por justicia. Eso se nota en la situación de abandono en la que muchos de ellos viven. Sin la cercanía de sus hijos, abandonados a su suerte, sin el reconocimiento de sus derechos fundamentales por haber trabajado a lo largo de su vida y ahora están resignados a un trato injusto e inhumano, al punto de no tener lo indispensable para vivir dignamente.

El olvido y la indiferencia están borrando la memoria y el amor cercano que dignifica a las personas más vulnerables. Ya no recordamos todo el bien que generosamente hemos recibido de ellos. Valoramos a las personas por su productividad económica y sin reparo los queremos expulsar del sistema, olvidando su dignidad. Como nos enseña el Papa, hemos reducido la ética y la política a meros cálculos de conveniencia, dominados por la mezquindad.

Así, permitimos que los vínculos más básicos se destruyan. Si así tratamos a los que nos han concebido, amado, cuidado y educado, que podemos esperar de nuestro trato para con el resto de los miembros de la sociedad. No por nada, el cuarto mandamiento de la ley de Dios, luego de los tres primeros dedicados a nuestro trato con Dios, aparece el respeto y la honra que debemos a nuestros padres.

Lo mismo nos ocurre con el cuidado de nuestros niños y jóvenes. Muchos de ellos viven en el desamparo afectivo, sin contexto familiar, expuestos a la manipulación y empujados al consumo de drogas que terminan destruyendo sus vidas.

Vivimos con más expectativa el desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial que el desarrollo humano mediante la educación y el fortalecimiento de los vínculos interpersonales. Entretenidos por el desarrollo tecnológico ya no hablamos en familia ni nos damos cuenta de los procesos que están viviendo nuestros hijos y las personas más cercanas.

Como nos dice el Papa Francisco: “ya tenemos pruebas de sobra de todo el bien que somos capaces de realizar, pero al mismo tiempo tenemos que reconocer la capacidad de destrucción que hay en nosotros. El individualismo indiferente y despiadado en el que hemos caído, ¿no es también resultado de la pereza para buscar valores más altos…? … nos arrastra una lógica perversa y vacía dominada por el cálculo de ventajas y desventajas. Así, terminamos nivelando hacia abajo, con lo cual damos lugar a que la ley de la fuerza triunfe. Y por supuesto el predominio de los más poderosos sobre los más débiles. El Santo Padre se pregunta: “para qué sirven los altos niveles de rendimiento financiero de los países privilegiados si después medio mundo muere de hambre y de guerra y los demás se quedan a mirar indiferentes?”

Necesitamos una profunda conversión, tanto en el ámbito social como eclesial.

La invitación a la conversión es el primer llamado que Jesús hace. Y en este tiempo este llamado se ha acentuado. Lo escuchamos en el Concilio Vaticano II y en todo el Magisterio post conciliar, en especial el magisterio latinoamericano. El Papa Francisco asumió este llamado y lo convirtió en emblema de su Pontificado tanto en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium como en las encíclicas Laudato Si’ (conversión ecológica) y Fratelli Tutti (conversión hacia la fraternidad y amistad social)

En las conclusiones del Sínodo sobre la sinodalidad, que llevó tres años de trabajo eclesial en todos los ámbitos en donde la Iglesia vive y trabaja, el eje primordial pasa por la conversión, la cual es considerada como el corazón de la Sinodalildad que luego se convierte en conversión hacia vínculos más auténticos, relaciones más profundas y procesos más transparentes.

En nuestra diócesis este camino sinodal lo estamos viviendo en nuestras parroquias y comunidades también como un anhelo de sincera y auténtica conversión pastoral y eclesial.

A todos nos toca dar buenas señales que nos alienten en la esperanza de una vida nueva que genere una auténtica transformación.

Por eso miramos con esperanza el Año Jubilar que vamos a vivir a partir del próximo 24 de diciembre. Será un tiempo de gracia y esperanza. Podremos acercarnos al trono de la gracia y obtener el auxilio necesario para vivir en comunión con Dios y a los hermanos.

La Navidad será una oportunidad para encontrarnos y recuperar los lazos de fraternidad que nos haga más humanos. Para descubrir al que está solo y sin nada. Con la mayor pobreza que es vivir sin ser amado ni reconocido ni siquiera por la propia familia.

La dolorosa situación de pobreza e indigencia en la que viven millones de hermanos nuestros no puede dejarnos indiferentes.

A pesar de que muchos de nuestros sueños fracasaron, no podemos bajar los brazos. Nuestros pueblos tienen una reserva moral extraordinaria que nos llena de esperanza. Su fuerza mayor está en la presencia de Dios que mediante su Espíritu nos guía y nos da fortaleza.

Que María Inmaculada nos proteja, acompañe y guíe como Estrella de nueva evangelización.

Mons. José Antonio Díaz, obispo de Concepción